La abundancia de contenidos arrojados a la gigantesca virtualidad de la web agrega al hombre actual un nuevo esfuerzo en tanto debe desarrollar herramientas técnicas y de conocimiento, así como refinar la intuición para discriminar contenido confiable y serio de entre un cúmulo heteróclito e inagotable de información.
Producto de este fenómeno, pero también documento de la sociedad en la cual nos hemos convertido, es la abundancia de notas que circulan, principalmente en las redes sociales, acerca de los nuevos descubrimientos científicos. Traerlos a colación no tiene como fin discutir su veracidad, sino problematizar las posibilidades que supone la reescritura de relatos acerca del conocimiento mismo.
Son realmente llamativos los centenares de posteos de investigaciones de carácter científico, hechas en su mayoría por investigadores europeos o nórdicos de universidades con nombres pomposos e impactantes, que venden, como si fueran hitos históricos, obviedades como podría ser el invento del agua tibia. El hecho de que sean descubrimientos enmarcados en el esquema científico muestra la visión básica y decimonónica que limita un saber verdadero o fiable al conocimiento científico y su método. Postura que no podría estar más lejos de la verdad, y a lo que se agrega la pertenencia a países del primer mundo, como pretendiendo jerarquizar los hallazgos de acuerdo a su lugar de origen. No es menos importante la base subyacente acerca de la relación entre economía y avance en el conocimiento –que no es necesariamente lo mismo que avance científico.
Pero lo más triste tal vez radique en el contenido de las investigaciones. Verdades de Perogrullo que muestran las nefastas consecuencias a las que se puede llegar cuando el saber se convierte en un objeto comercializable y cuando la condición de saber es un esnobismo que genera valor simbólico a través de determinado consumo.
Obviedades como que las relaciones con otras personas contribuyen a nuestro bienestar, que si un alumno es tratado con empatía por su maestro, su conducta y rendimiento mejoran, que si un padre sigue amorosamente el proceso de aprendizaje de su hijo, este tendrá mejores resultados, que los abrazos son necesarios para sentirnos queridos y seguros, que los besos nos conectan con un nivel de humildad y confianza que nos calma, que la naturaleza nos llena de energía, que respirar aire puro y estar en el silencio del mundo mejora nuestra calidad de vida, que compartir tiempo con las personas mayores es un aprendizaje y un enorme estímulo para ellos, y así miles de ejemplos más. Las investigaciones dan cuenta de que, si necesitamos confirmación científica para esas cosas, es señal de que estamos peor de lo que creemos. ¿Cuándo perdimos eso tan esencial y humano de nuestra naturaleza gregaria como para que un investigador primermundista tenga que decírnoslo? ¿Qué tanto media y pesa el conocimiento como sistema interpretativo de la realidad para que se interponga a nosotros mismos y necesitemos que nos acerquen a lo que llevamos dentro?
La búsqueda del conocimiento ha sido siempre un enorme motor para el desarrollo de la humanidad y de lo que hoy pretendemos llamar civilización. Una pulsión casi freudiana por develar las verdades que generen en la conciencia un entendimiento tal que nos haga mejores personas y nos adentre en un mundo mejor.
Vivimos la inercia de un absurdo enfrasque cientificista recorrido desde principios del siglo XIX y que, si bien nos ha favorecido en miles de cosas, nos atrofia en otras tantas cuando pasa a ser una herramienta de un sistema económico perverso. Si el conocimiento deja de entenderse como modelo posible de lectura de la realidad y pasa a convertirse en la realidad misma, es esperable que todo elemento básico deba ser descrito en detalle y justificado, porque los misterios de la vida se habrán perdido en el ejercicio de la sustitución.