Las maravillosas (Zavala Muniz), de Antonio Larreta, dirigida por Mario Ferreira, agrega al círculo femenino actoral, que parecía pedir la versión original, dos presencias masculinas que se integran con facilidad para dotar de mayor movimiento y –¿por qué no?– de objetividad al equipo que evoca a mujeres de la sociedad nacional que con su proceder conmocionaron a Montevideo y sus alrededores, ya sea porque tomaron decisiones que ninguna contemporánea se hubiera atrevido a adoptar, se expresaron de forma inesperada o se internaron en campos donde nunca antes se había asomado dama alguna. No es extraño entonces que surjan por allí los nombres de una Delmira Agustini, una Juana de Ibarbourou o una María Eugenia Vaz Ferreira, unidas tanto por la poesía como por la singularidad de sus existencias; pero cabe asimismo, entre otras, mencionar a Clara García de Zúñiga y a Irma Avegno, cuyos pasos las transportaron a los primeros planos de la notoriedad y del escándalo. Taco Larreta, sagaz observador y finísimo narrador, no dudó en tildar de maravillosas a esas mujeres transgresoras que abrieron puertas y se internaron en senderos, para otras, inexplorados. Las nombradas y varias compañeras de ruta nutren el ruedo que Isabel Legarra, Stefanie Neukirch, Lucía Sommer, Alejandra Wolff, Daniel Spinno Lara y Fernando Vannet integran de viva voz para invocar la valentía, el desparpajo o quizás la inocencia que unas y otras reflejaran para esgrimir las actitudes por las cuales se las recuerda. Un innegable mérito de la versión que conduce Ferreira radica en el aprovechamiento de un lucido elenco que, en la ocasión, también se lanza a cantar los temas dispuestos con estimable adecuación por Ney Perazza, varios de los cuales lo conducen a internarse en los bienvenidos desplazamientos coreográficos ideados por Bernardo Trías, que contagian agilidad a una puesta llamada a reavivar la memoria del espectador.
El casamiento de Fígaro (La loca jornada, teatro Solís), del francés Beaumarchais, con dirección de Coco Rivero, deja un tanto de lado las menciones al origen, las características y los hábitos de algunos de sus personajes pertenecientes a la nobleza dieciochesca, para aburguesar una vodevilesca comedia poblada no sólo por figuras que actúan y reaccionan con fuerzas tales que, en ocasiones, puede llevarlos a trasponer umbrales insospechados. Por cierto que un conde y una condesa se mueven por ahí, pero también el tal Fígaro, todo un representante de alguien capaz de ascender, caiga quien caiga, y el nutrido ejército de empleados y servidores en ronda mezclados todos en líos conyugales y de los otros, indicadores en su mayoría de un mundo en estado de transición. Rivero lo expone en las transformables soluciones escenográficas ideadas por Claudia Schiaffino y Paula Villalba, que brindan marco propicio a las andanzas y escondidas de más de una decena de pícaros encomendados a un adiestrado elenco oficial –habida cuenta de las jugosas composiciones de Levon, Andrea Davidovics y Cristina Machado– listo para hincarle el diente a siluetas que bordean la caricatura sin caer en ella. El resultado, amén de la agilidad que imponen las propias carreras de los implicados, no descarta el necesario comentario social que la versión encara con tono juguetón, de manera que a nadie en la platea se le ocurra pensar que allí enfrente no ha pasado nada.