En sus convincentes «Esplicasiones de una Señora que sescapa con otro»,César Bruto (Carlos Warnes) hace que la dama anote: «Me voy con un cabaliero que conosí el otro día en el sentro, el cual se me acercó cuando yo estaba mirando una vidriera… ¡Adiós negrO, no mechés la culpa de nada y pensá que todo lo hago para que triunfés con una cansión en contra mía».
De tanta bondad fue capaz de convertir en compositor de tangos a su hombre.
¿Acaso no fue la ausencia de Lita la que hizo que Pascual Contursi escribiera «Mi noche triste»? La percanta traicionera de la carta al Negro quiso provocar lo mismo: arrambló con sus frasquitos adornados con moñitos, sus matecitos y todos los diminutivos con que una mujer adorna la vida del bulín. ¿Hubo tango inspirado después de esa escapada? No sabemos, pero la intención fue buena y abnegada. Y con firma: Gladys.
A eso voy: a recordarles lo bueno de expresar por escrito lo que sentimos. Aunque no inspiremos un tango. Hay magias posibles todavía en estos tiempos, alcanza con una hoja de papel. Claro que pueden usar también veloces bytes y mandarlas a direcciones con una @ incluida. Pero sentarnos un momento frente a una página en blanco y apuntar palabras que vayan de corazón a corazón es un recurso que tenemos las personas para sentirnos más personas todavía.
Hubo una época en la que enviar tarjetas postales era algo que usaban los que viajaban o los que estaban enamorados.
De chica encontré entre cosas de mi madre una pequeña serie que mi abuelo le enviaba a su novia, Clara Risso. Bajo las imágenes en color sepia (un cura con birrete y una linda aldeana) aprendí versos de Campoamor que no olvidé nunca. «—Escribidme una carta, señor cura/ —Ya sé para quién es… dadme pluma y papel. Gracias, empiezo: “Mi querido Ramón…”/ —¿Querido? Pero, en fin, ya lo habéis puesto./ —Si no queréis…/ —¡Sí, sí!: ¡decidle por favor que el alma mía ya en mí no quiere estar, que la pena no me ahoga cada día porque puedo llorar!/ “—Y si volver tu afecto no procura, tanto me hará sufrir…”/ —¿Sufrir y nada más? ¡No, señor cura: que me voy a morir!/ —Morir es ofender al cielo./ —¡Pues sí señor: morir!/ —Yo no pongo morir./ —¡Qué hombre de hielo! ¡Quién supiera escribir!»
Supe desde entonces que algo imprescindible es saber escribir. Con faltas de ortografía, como la paica que dejó amurado al promitente poeta, ¡pero con sinceridad! Sin recurrir a nadie para decir lo que tenemos que decirle a un amor, a un amigo, a alguien que creemos que no nos entiende (y puede pensar lo mismo de nosotros). Alguien a quien hay que decirle adiós. O perdón. O gracias. O estoy feliz por tal cosa. O triste por tal otra. O bienvenido. No es tan difícil.
Tal vez sea buena idea tener en los hogares un cuaderno, como en la recepción de los hoteles, para quejas o agradecimientos, y que allí los habitantes escriban alguna línea al paso, cuando lo necesiten.
Ya sé que los consejos son cosa antigua. Pero (y me disculpo por no haber visto aún El eternauta como me aconsejan: dicen que una frase insignia de esa serie es «lo viejo sirve») insisto: sirve escribir.
Las palabras escritas se escuchan sin ruido. Y perduran.
Madame de Sévigné le escribía a su hija cosas de la vida cotidiana.
Gardel acariciaba «girones cerestes del sutil emblema en que latió el poema del primer querer».
Lo simple se vuelve Historia, carta va, carta viene.
«¡Y ojalá que lo que estoy escribiendo le sirbalguno para que mire bien su comportamiento y que no searrepienta cuando es tarde y ya todo se haiga ido al corno por culpa suya!»