Hay que elegir el domingo a quienes gobernarán la ciudad. Oh, maravilla, gane quien gane los ómnibus saldrán en hora, habrá grandes planes viales y de vivienda; la seguridad, ese karma, será algo real (sigue). Eso sí, gane quien gane, el plástico seguirá atorando bocas de desagüe, desbordando contenedores, arruinando las playas y los arroyos, etcétera, ya que ni uno solo de los candidatos –que yo sepa, y por favor por favor, si no es así que alguien me lo comunique, porque me haría creer un poco en la seriedad de quienes se postulan para cargos tan serios– anunció que hará algo para disminuir el uso y desperdicio de plástico. Los datos sobre los daños causados por el plástico al planeta y a la vida que alberga son mareadores y aterrorizantes. Entre el lector a Internet en busca de ellos y querrá regresar a la Edad Media. Más de un millón de bolsas por minuto son usadas y descartadas en el mundo. Millones de aves alimentan a sus crías con máquinas de afeitar, tapones, pedazos de cajas, y las crías mueren con las tripas destrozadas. En los océanos flotan millones de residuos plásticos que matan millones de aves marinas, mamíferos y tortugas. Hay islas de plástico mucho más grandes que Uruguay.
Todo es millones, millones de un error artificial y destructivo. Nosotros, comodones, tranquilos, igual tomamos la bolsa de plástico que contiene el pedazo de carne o pollo, tomamos el yogur que viene en bolsa plástica y te la entregan con otra más para que la contenga, abrimos la bolsa de leche y hacemos la merienda, sacamos la lechuga de la bolsa de plástico y la lavamos bien antes de hacer la sanísima ensalada, y les damos todo eso a nuestros cuidados niños, convencidos de que los estamos alimentando estupendamente, naturalmente, como Dios y los dietistas mandan. Y los que hacemos todos esos gestos e ingestas cotidianas, también somos millones. Allá lejos de nuestra casa, el plástico, ese sirviente usado y desechado como si nada, continúa su venganza silenciosa frente a nuestro uso y nuestro descarte. Lejos es un decir: el lejos le compete a las islas de plástico, a los animales envenenados, a las playas invadidas de porquerías. Pero hay un inevitable cerca: “El plástico es un secreto industrial con cientos de aditivos tóxicos, y puede contaminarnos de forma directa cuando comemos o bebemos de él. (…) más del 90 por ciento de la población lleva ya en su sangre disruptores endócrinos, incluidos los bebés recién nacidos” (Manuel Maqueda, director de la página web El plástico mata, y la Ong Plastic Pollution Coalition, en La Semana Ecológica, mayo de 2013).
En muchos países se están tomando medidas reales contra el veneno plástico, hay movimientos por todo el mundo –que arrancan desde la indignación de un inglés que encontró más bolsas de nailon que cisnes en el canal del parque cercano a su casa, hasta de los estudios serios y ponderados de académicos del área de las ciencias–, mientras acá nos conformamos con una discontinuada, ñoña y folclórica prédica a favor de la chismosa, a vaguedades sobre la concientización de los ciudadanos que no llegan a los resortes de ninguna concientización. Cosas tan primerizas y primarias como cobrar las bolsas de plástico y prohibir los envases descartables –¿por qué tiene que pagar el Estado, es decir, todos nosotros, una forma de lucro de las empresas?–, que no alcanzan pero son un buen arranque, no figuró en el programa de ningún candidato a 18 y Ejido. Otra vez, si no es así, pido alguien me desmienta y me hará muy muy feliz de haberme equivocado. Mientras tanto, según ya vieja expresión popular, “son de plástico”.