Entre el drama en torno a la reforma de la seguridad social, los ruidos en la coalición de gobierno y la aparición de nuevos escándalos en el núcleo de la elite oficialista, el caso Astesiano parece haber pasado a un segundo plano.
Esto sucedió, básicamente, por tres motivos. Primero, porque luego del pico de tensión en torno a la Fiscalía, es esperable que pase algún tiempo antes de que vuelva a haber noticias desde el frente judicial. Segundo, porque la estrategia del gobierno, que desde el principio fue apostar por la confusión mediática y la sobrecarga de la agenda política, finalmente dio algún fruto. Tercero, porque la gravedad, la complejidad y las densas ramificaciones del caso hicieron que este superara ampliamente la capacidad cognitiva de quienes participan de la discusión pública uruguaya.
Si dedicamos unos minutos a pensar en este caso, se amontonan las razones de perplejidad. Se suman decenas de irregularidades, cabos sueltos y dudas nunca respondidas. Falta todavía una narración completa y plausible de los hechos, que cuente la formación, el funcionamiento y la ¿caída? de la banda de la Torre Ejecutiva. Ese no será el objeto de este artículo, que se propone, apenas, esbozar una perspectiva teórica desde la que pensar este tema. Es que cuando uno ve sus capacidades superadas, conviene parar y buscar marcos desde los que pensar.
Es posible plantear este caso como un problema de relación entre los poderes del Estado. ¿Qué pasa cuando el Ejecutivo se extralimita groseramente en sus atribuciones? ¿A quién corresponde intervenir cuando un grupo delincuencial se enquista en el Ejecutivo?
EJECUTIVO, LEGISLATIVO Y JUDICIAL
Un buen liberal podría decir: para eso está la separación de poderes, los famosos pesos y contrapesos: el Ejecutivo no está, o no debería estar, por encima de la ley. En la cima del orden jurídico, siguiendo al gran jurista liberal Hans Kelsen, está la Constitución. Cierto que en la Alemania de los años treinta en la que escribió Kelsen no todo el mundo estaba de acuerdo. Carl Schmitt, el gran jurista nazi (y uno de los más fascinantes teóricos políticos del siglo XX), defenderá la idea contraria: que el Ejecutivo tiene por función defender la ley y está por eso por encima de esta. De hecho, será el rasgo definitorio de la soberanía la capacidad de designar estados o zonas de excepción.
Ciertamente, nadie hoy está defendiendo explícitamente la postura schmittiana en el debate público uruguayo. Pero recorre el discurso oficialista un schmittianismo implícito: podemos leer entre líneas que el espionaje a personas cercanas al presidente o figuras de la oposición política podría estar justificado por razones de «seguridad nacional» o no ser para tanto; que los tratos informales entre Presidencia y la Policía serían formas normales del funcionamiento del poder; que cierto nivel de opacidad es necesario e inevitable para el buen funcionamiento de Presidencia. El Ejecutivo parece tener el derecho (incluso, quizás, el deber) de actuar sin intermediarios y rodeando la institucionalidad en temas como el espionaje, los vínculos con el empresariado, los flujos de información, en zonas legales grises. Es decir, que los brazos de la ley no deben llegar hasta ciertos lugares para que la propia ley funcione.
Planteada así, la cuestión no es un problema judicial, sino político. Quizás el más político de los problemas. Era esperable, entonces, que el poder judicial se viera desbordado. Era esperable, también, que la lógica política del antagonismo se le meta adentro a la Justicia y se empiece a hablar de que tal fiscal es blanca o tal otra es progresista. Muchos comentaristas han observado que esto se debe a la falta de coraje del poder judicial y a la irresponsabilidad del sistema político. Pero, más allá de los juicios morales, podemos observar que la incapacidad o la renuncia del sistema político a tratar el tema por los canales institucionales expresamente políticos solo podía terminar en que la lógica política invadiera espacios que la imaginación liberal tiene por «no políticos», como la Justicia.
¿Por qué el sistema político, y las instituciones que lo alojan, no pudieron o no quisieron enfrentar el problema? Naturalmente, porque los aliados del presidente en la coalición gobernante eligieron cerrar filas en torno a él y sus ministros. Y, también, en menor medida, porque la oposición no logró activar mecanismos institucionales. Pero también podríamos fijarnos en un problema un poco más profundo, que es la gran confusión que cunde sobre la naturaleza del régimen político uruguayo.
Recuerdo que, cuando era estudiante de ciencia política, me enseñaron que el régimen uruguayo no era presidencialista, sino semipresidencialista. Esto porque en el régimen uruguayo los ministros necesitan para continuar en sus cargos del apoyo del Parlamento. Es más, para que el Poder Ejecutivo actúe como tal, el presidente tiene que actuar con uno o más de esos ministros, es decir, con el acuerdo implícito del Legislativo. Recuerdo también que la cuestión del presidencialismo y el parlamentarismo importaba mucho a la ciencia política. Especialmente el problema de la inestabilidad que produce, en los presidencialismos, la «legitimidad dual», es decir, que tanto el presidente como el Parlamento puedan presentarse como legítimos representantes del pueblo. Esto llevaba, en algunos autores, a proponer pasar a un sistema parlamentario en el que los ejecutivos surgen de la existencia de mayoría del Parlamento. Pero el semi del semipresidencialismo parece haberse olvidado. Y parece olvidarse, también, de que presidencialismo no quiere decir que el presidente manda o hace lo que quiere, sino un régimen en el que el Ejecutivo se elige directamente (y que el presidencialismo surge en Estados Unidos no para empoderar al Ejecutivo, sino para dispersar el poder estatal). Estas sutilezas son importantes, porque son las que nos indican que, en el diseño institucional uruguayo, es el Parlamento (y no tanto la Justicia) el encargado de controlar al Ejecutivo.
El olvido de estos detalles refleja no una adaptación a un régimen presidencialista, sino un pensamiento cuasi monárquico según el cual pareciera que la estabilidad del régimen dependiera de la legitimidad y el bienestar del presidente: hay democracia si el presidente termina el mandato. Y si alguien osara acusar al presidente de algo o activar algún mecanismo institucional contra algún miembro del Ejecutivo estaría desoyendo el mandato popular y, por lo tanto, atentando contra la democracia. El problema es que, si aceptamos esta línea de pensamiento, estaríamos aceptando un Ejecutivo omnipotente e incontrolable.
Está ampliamente estudiado que, a nivel mundial, existe una tendencia al crecimiento del poder de los Ejecutivos. Uno de los mojones de esta tendencia fue el gobierno de George W. Bush en Estados Unidos, con su masificación del espionaje y su proliferación de zonas de excepción. Pero lo vemos también en la forma como Emmanuel Macron aprobó, hace unos días, su reforma de la seguridad social saltándose al Parlamento. No es menor que, muchas veces, este deslizamiento schmittiano antiliberal es llevado a cabo por liberales. O, mejor dicho, por neoliberales. Sin ir más lejos, hace pocos meses, es de público conocimiento que el liberal gobierno uruguayo presionó a un diario para que no publicara una noticia, a lo que el diario accedió, lo que provocó que los periodistas la publicaran en redes sociales. En Uruguay también hay una tendencia a la concentración del poder en el Ejecutivo, al crecimiento de la Presidencia como institución y al vaciamiento del Parlamento. La forma como se tramitó la Ley de Urgente Consideración es un ejemplo extremo de esto, pero la cosa viene de más atrás.
Las izquierdas no son ajenas a este fenómeno. Por momentos, durante los 15 años de mayoría parlamentaria frenteamplista, daba la impresión de que el Parlamento era del Ejecutivo (lejos estoy de decir que sería mejor que los Ejecutivos no tuvieran mayoría parlamentaria, pero, quizás, podríamos imaginar la posibilidad de que el Ejecutivo fuera de la mayoría parlamentaria). Ciertamente hay, en las tradiciones jacobinas, leninistas y nacional-populares de la izquierda una tendencia centralizadora. A lo que se suma una alergia izquierdista a los juicios políticos, desarrollada en los últimos años a la vista del uso abusivo que les dieron parlamentos reaccionarios en Paraguay, Brasil y Perú, que establecieron la idea de que impeachment es sinónimo de golpe (el ridículo juicio político impulsado por la derecha montevideana a Carolina Cosse bien podría ser interpretado como un intento de deslegitimar esa herramienta institucional).
Sumemos a esto un detalle no menor: gobierna un legítimo heredero de la tradición herrerista (que es, además, descendiente directo de Herrera). El herrerismo es, en su núcleo intelectual más duro, una tradición monárquica. Herrera, en su gran obra doctrinaria La revolución francesa y Sud América (1911), lamenta como origen de la tragedia latinoamericana la adopción de las ideas republicanas francesas. Allí, Herrera dice que hubiera sido mejor crear monarquías constitucionales y ataca la idea del sufragio universal. La cuidadosa construcción mediática del carisma de Lacalle Pou no es más que la última versión de este monarquismo. Si estos sectores no hubieran logrado cultivar, hasta cierto punto, un sentido común monárquico, seguramente no estaríamos discutiendo esto.
¿OTROS PODERES?
La discusión parece quedar planteada entre un moralismo liberal que se indigna con que las instituciones no cumplan su cometido y un realismo autoritario que se resigna a −o quizás celebra− la supremacía del Ejecutivo. Apelar a la vergüenza de los liberales, a esta altura del partido, parece una causa perdida (aunque, también, la izquierda va a tener que pensar qué hacer con las instituciones liberales cuando estas dejen de interesar a los liberales). Por lo tanto, tienen estricta razón los realistas en que esta no es una cuestión de moral, sino de poder.
Pero quizás no sea lo mejor pensar las cuestiones de poder desde un marco schmittiano, teniendo la posibilidad de acudir a un realista mucho más simpático: el republicano renacentista florentino Nicolás Maquiavelo, que ciertamente era un gran conocedor de las maniobras y las fechorías que hacen los príncipes para mantenerse en el poder. Pero Maquiavelo también se interesó, en un libro menos conocido que El príncipe, Las décadas de Tito Livio, en cómo las instituciones virtuosas de la república nacen de la capacidad de la plebe de dar conflictos contra «los grandes», que, como consecuencia de estos conflictos, no tienen otra opción que aceptar instituciones que reconozcan el poder de la multitud. Si las instituciones son débiles, así, es porque hay un déficit de capacidad de la plebe, de quienes «no quieren ser gobernados». Lo que limita a los poderosos no son las instituciones, sino el poder colectivo que surge de la autoorganización y la capacidad de disputa de «los pequeños». Las instituciones, en todo caso, son una consecuencia y una cristalización de esta capacidad.
Episodios como el caso Astesiano bien pueden ser entendidos como un ejemplo más de cómo el autoritarismo neoliberal amenaza a la trama de la vida colectiva que sucede entre el espacio público, los servicios públicos y una arena de discusión mínimamente racional. No es casual que estos casos sucedan al mismo tiempo que el intento de reforma de la seguridad social, que es una gran transferencia de riqueza colectiva hacia el sector privado (conviene, por cierto, prestar atención a la reacción del pueblo francés a su reforma de la seguridad social).
Una de las grandes discusiones del pensamiento político moderno es la disputa entre monarquía y república. Entre el poder de uno y el poder de los muchos. A los liberales les gusta hacer un doble movimiento: mientras se paran en el bando de la república, nos intentan convencer de que las instituciones republicanas existen no solo para controlar al Ejecutivo, sino también para evitar que los muchos ejerzan una «tiranía de la mayoría», para evitar desbordes populares. Es decir, que la república es una fuerza esencialmente conservadora y protectora de los privilegios. Pero la idea de Maquiavelo es mucho más democrática y más realista: las instituciones republicanas nacen del conflicto y del poder desde abajo. Y para que cumplan con sus cometidos, necesitan de ese poder. Si este no existiera, en lugar de ruidosas repúblicas o democracias tendríamos pacíficas oligarquías o monarquías.