Poesía para un zarievitch - Semanario Brecha

Poesía para un zarievitch

Esto no es una crítica sobre “Brilla” (Yaugurú, 2014), el más reciente libro de Teresa Amy, sino una crónica. La misma cercanía1 que impide el abordaje crítico, posibilita dar testimonio (ser casi espía) de su proceso de creación.

Brilla, de Teresa Amy

De la máscara jaguar al caballo de Buda

—Ese es el Popocatépetl –dice mientras señala, casi sin mirarla, una montaña nevada que cierra como un biombo el paisaje que vamos atravesando. La carretera que lleva a Puebla parece, más que una autopista, una enorme avenida de varios carriles. Casi no se ha visto campo, salvo ahora. Hasta hace unos pocos minutos sólo se veían las barriadas de Ciudad de México que se tensaba extensible, como un chicle que hubiera pisado la mirada de alguien entre quienes viajan en los vehículos que nos llevan la delantera.

Después devuelve la atención al cuaderno con tapas que imitan el nácar. Relee y corrige lo que ha venido escribiendo durante toda la semana. Una veintena de poemas escritos en la sala de una casona colonial de la calle Durango. Debieron ser días de vacaciones y han sido de trabajo. La lluvia resultó una aliada en esa habitación con un piano mudo.
Ahora que la base de los poemas está lista, el aguacero escampa y estas dos horas en ómnibus a Puebla son una transición para dejar decantar los textos y empezar a pensar el nombre. Hay veces que el nombre precede al libro. Como en aquel personaje de Paisaje pintado con té, de Milorad Pavic, que ya se llamaba Alexander desde años antes de nacer y años antes de nacer tenía tejido el ajuar, elegido el colegio y el preceptor francés para los meses de verano.
Podría llamarse “Poemas para el zarievitch”. Porque es al zarievitch a quien le están dedicados. Así empezó a llamarle al niño y así fue construyendo el tono de su libro. En las siestas que dormía en la enorme cama lo arropaba con una fina manta color rojo minoico. Le daba pequeños sorbos de agua en un vaso ruso de madera pintada. Le hacía escuchar cantos bizantinos del monte Athos y le cantaba, para dormirlo, una canción que a nadie antes se le había cantado, sobre cómo Marko Kralievitch detuvo al invasor turco y les dio la libertad a los serbios. Los demás comenzaron a preguntarle, con naturalidad, no por el bebé de apenas unos meses, sino por el zarievitch.

Así que el tono del libro, aunque había nacido en México, era inevitablemente otro.

Por eso el poema que más le cuesta corregir en ese viaje en ómnibus a Puebla es el mismo que más le había costado escribir en la sala de la casona de la calle Durango. Debía tener relación con aquel códice mexica que había visto en el Museo de Antropología. Debía conectar con el jaguar y los guerreros águila, porque era un poema para un “pequeño luchador”.

Sin embargo el libro, a medida que salía del mudo bloque de madera en el que esperaba que la poeta fuera encontrando la forma y las palabras, era menos mexicano. Por momentos parecía que la libreta en la que había elegido escribirlo, más que por azar por darle un soporte de belleza, iba condicionando el tono. Se volvía oriental, minimalista, como ese fruto del cerezo sobre el que hablaba.

—A fin de cuentas el zarievitch es el zarievitch de todas las Rusias, y más él, con sus ojos de las repúblicas de Asia –decía la poeta para explicar la paradoja.

Pero el libro todavía no tenía nombre. Podría ser el nombre de una piedra, como había sido el jade en un libro anterior. ¿Pero cuál? No le acomodaba la obsidiana, esa del dios Murciélago que la poeta se había quedado mirando como hipnotizada en el mismo museo del códice mexica. Tampoco el ámbar.
No lo tendría durante todo ese viaje, aunque sí encontraría en Puebla el puente con México. En una casa de antigüedades del centro, una máscara de jaguar, traída de Guerrero, fue comprada por un precio irrisorio. Tan bajo que pareció que la máscara estaba sólo esperando ser comprada, sin dejar espacio a la excusa de la falta de dinero.

Al regreso se la colocó en un clavo que tenía antes otra cosa, que fue desalojada para darle espacio.

Apenas llegó, el zarievitch estiró su pequeño brazo y se aferró a los dientes de las fauces abiertas por las que mira el que se la coloca para bailar la danza del tecuani. Se dice que simboliza el sobreponerse a las fuerzas de la naturaleza, ahuyentar el daño y ayudar al perpetuo movimiento del cosmos.

—Es el símbolo del pequeño luchador –dice la poeta y asegura que no es extraño que sean esa máscara y el caballo de Buda los dos objetos que más atraen la atención del zarievitch. Cuenta la leyenda de Sidharta que cuando el joven príncipe decidió dejar las comodidades de la vida de palacio y hacer su camino de asceta que lo convertiría en el Buda, escapó por la noche en su caballo Kanthaka ayudado por cuatro ángeles que tomaron, cada uno, las patas del animal para que no tocaran el suelo y no despertaran a los guardias.

—El jaguar es el augurio de la fuerza con la que enfrentará las adversidades de la vida (“la lluvia, el viento, las largas marchas/ no te detendrán/ creciente fruto del cerezo”), Buda sobre Kanthaka es el augurio de que seguirá su propio camino (“cuando eches a volar/ seas libre/ en tu ruta”) –explica después de colocarlo en su pared.

Luego, cuando Inés Olmedo haga las ilustraciones para el libro, un dibujo del zarievitch montado en su jaguar y acompañado por el Buda con Kanthaka y los cuatro ángeles, atravesando juntos un bosque de bambúes, hará las veces de contratapa.

Entre los otros dibujos de Inés Olmedo hay uno que refleja la interpretación de la artista plástica sobre el primer poema del libro. Ese que habla del baño del niño. Ese que lo muestra entre peces y flora marina, jugando “juegos de encanto/ en un trópico de naranjas y violetas”.

A los pocos días del regreso, el libro va tomando su forma definitiva.
Ya están listas las ilustraciones. Ya está listo el diseño de Maca, minimalista, delicado como un pequeño misal turquesa, que va generando el ritmo de la interacción de los poemas de Teresa Amy con las acuarelas de Inés Olmedo. Pero todavía falta el nombre.

Se sabe que habrá un subtítulo, que por el momento está ahí como título provisorio: “20 poemas para Marco”. Se sabe que el nombre deberá ser de una sola palabra. Esa palabra forjada trabajosamente como una espada, “espada roja/ con el filo blanco”, y vuelta ahora “este tierno dolor/ que me corta el aliento”, como escribió una vez Srbo Ivanovski, autor macedonio que Amy tradujo en Sobre el hilo que se llama tiempo. Hubo dolor en la primera noticia de los médicos –síndrome de Down– cuando el nacimiento del zarievitch. Pero ahora ese dolor, transformado por el descubrimiento de lo que tiene de maravilla, se ha vuelto el combustible para la poesía. “Porque ahora no –dice Amy–, ahora no querría un niño diferente a éste.”

Del otro extremo del viaje viene la solución al título. “Brilla” se llamaba el poema que Amy publicó en Retratos del merodeador (Vintén Editor, 1999) y que escribió a propósito de la muerte de su primo hermano. Zarpazo que la poesía convirtió en plegaria: “Que yo lo vea venir/ que yo lo vea volver/ con ternura feroz/ como un día cualquiera/ con sonrisa de niño/ sombra de corales rojos/ quebrados en el pecho”.

La palabra “brilla” también está escrita en aquel poema que tanto le costaba corregir en el ómnibus a Puebla, el de las “12 lecciones”. Es, justamente, la lección número 12.

Brilla se llamará, entonces, este libro de 15 años más tarde. Que también termina con una plegaria. En este caso para la estación que es punto de partida:

“Pequeño viajero
que te protejan
el fulgor azul del cielo
la presteza del relámpago
la cúpula dorada del sol
la sombra del jaguar en el bosque de bambúes
las volutas claras del incienso
la curva de la esponja de Corfú
los lazos de la serpiente más benigna
la comunión de la selva con las ruinas del templo
el golpear acompasado de la cola de los castores
el agua verde del cenote
los mantos azafrán
el volcán del principio”.

1. Teresa Amy es la esposa del periodista que escribe este artículo.

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