Política sentimental - Semanario Brecha

Política sentimental

“Lula, el hijo de Brasil”

“Lula, el hijo de Brasil”

Es difícil escribir sobre esta película de 2009, que cuenta la vida de Luiz Inácio Lula da Silva, sin tener en cuenta el contexto político en que se encuentra hoy, condenado a casi diez años de prisión por crímenes de corrupción, en un proceso judicial cuya legalidad está severamente cuestionada. De hecho, es por eso que la película encontró su lugar en la cartelera de hoy, casi diez años después de su estreno: considerando la notoriedad que está teniendo su figura, los distribuidores se arriesgaron a volver a programar esta especie de biopic sobre su vida.

Las películas sobre hechos reales, y especialmente aquellas que delinean personalidades históricas, cuentan con una gran responsabilidad, y es que después de verlas sucede un poco lo mismo que con las adaptaciones de libros al cine: cuando después de muchos años volvemos a pensar en esa historia y en esos personajes, son las imágenes de la película lo que nos viene a la mente. Meditamos poco sobre el poder del cine para llenarnos el vacío de la imaginación, sustituyendo por imágenes concretas ese espacio simbólico donde había nada más que ideas verbales. Las preguntas sobre quién es y de dónde viene Lula da Silva corren un riesgo de simplificación al ser contestadas por el relato cinematográfico, porque la frontera entre realidad y ficción es borrosa y aún son muchas las personas que buscan en este tipo de materiales una función didáctica.

Lula, el hijo de Brasil responde a ese desafío invirtiendo mucho dinero en producción y tomando la opción menos arriesgada: construye una narrativa de inocencia decimonónica, digna de un culebrón del canal Globo. Relaciones de causa-efecto, elipsis justificadas en secuencias de montaje, personajes como tipos sociales, psicologías simples y una madre heroína que termina siendo el eje de anclaje narrativo más fuerte. En términos de puesta en escena, la apuesta también es clásica, con lógicas de planos de establecimiento, contraplanos bien diseñados que dan lugar al énfasis dramático, continuidad fotográfica y una relación con el espectador que lo pone como testigo privilegiado de los hechos, con una casi nula construcción del fuera de campo. Está todo ahí, prístino y ordenado, desplegando un sentimentalismo calculado que se acompaña con mucha música para reforzar las emociones. Hay en esa ingenuidad una buena dosis de invitación al disfrute: la idea es que uno se relaje, no se pregunte mucho y se deje llevar por esa manera tan conocida, segura y concreta de organizar lo inabarcable, de simplificar una vida tan compleja en modo de discurso. Y además hay recreaciones que son realmente emocionantes para los espectadores afines: esa escena del estadio con miles de trabajadores reproduciendo lo que Lula dice desde el estrado, que termina con una atroz represión militar a la salida, es un golpe directo al corazón.

Pero pienso en esa obra magistral de 2011 dirigida por Adrián Caetano que apenas vio la luz, llamada NK, el documental, sobre el presidente Néstor Kirchner. Es cierto que no es ficción sino documental, pero el punto de vista es el inverso: se nos revela una mirada asombrada, azorada e insegura, que no sabe muy bien cómo acercarse a los materiales con los que trabaja, que reconoce la imposibilidad de definir una personalidad tan compleja con el relato de una película. Porque cuando hablamos de líderes populares, la construcción de una heroicidad es un problema político, y Caetano hace visible ese conflicto, nos deja acompañarlo en la búsqueda de definir las intenciones de su retrato. En Lula, el hijo de Brasil, es la falta de duda racional lo que termina jugando en contra de la verosimilitud. La apuesta al desborde sentimental, jugado a la figura de la madre trabajadora y de esas mujeres que lo rodean y mueren –la construcción de lo femenino está tan ligada a los estereotipos que resulta vergonzosa–, se termina convirtiendo en un giro conservador, que piensa al público popular sólo como aquel plausible de identificación emocional directa.

Ni siquiera hablamos aquí de propaganda, porque lo político está casi escindido: la película no se mete claramente con los contextos históricos, no se toma el tiempo de definir por qué sucedieron determinadas luchas dentro de la burocracia sindical, ni aclara dudas sobre el camino de ascenso de Lula en términos de ideas políticas. El miedo a opinar claramente y a asumir una afinidad ideológica clara, sumado a la opción estética de una narrativa clásica, da como resultado una película que pierde su tiempo en contemplaciones emocionales, escenas cliché de amor o pobreza, planos de rostros compungidos que no guardan ninguna revelación de verdadera intensidad. La sensación es que ciertos estándares de calidad juegan en contra a la hora de hablar de la realidad popular latinoamericana. Basta pensar en la tremenda potencia del Cinema Novo para volver a la vieja idea de que la forma no es inocente para construir una mirada política del mundo, y que no da lo mismo utilizar una supuesta técnica de transparencia estadounidense para contar las luchas de nuestros pueblos. O tal vez, si esta es la única manera de llegar a mucha gente, procuremos que lo colectivo ocupe más espacio que lo individual, o que lo histórico importe más que lo sentimental, o que la polifonía de voces encuentre mayor espacio. De otro modo, no salimos del terreno de la telenovela, y cuesta imaginar que este tipo de cine ayude realmente a construir pensamiento político.

 

  1. Lula, el hijo de Brasil, Brasil, 2009.

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