Bienvenido al debate, no sólo ideas sino de realidades. Cuando falta la luz, todos los gatos son pardos. Dejemos de lado las observaciones sobre giros retóricos del lenguaje y vayamos al centro del problema que nos atañe.
La línea de mi pensamiento va siguiendo el mismo camino del artículo de Marcelo Aguiar, que publicara recientemente Brecha, el 22 de enero, un artículo que comparto en su totalidad.
¿Sobre qué estamos debatiendo?
Hay aspectos que compartimos sobre los intereses en juego en torno a la investigación científica que pueden hacernos dudar de sus resultados (lo que creo haber dejado claro en el artículo al que usted critica), pero de allí a cuestionar que no se puede confiar en nada de lo que la ciencia propone hay un paso muy grande y, además, muy arriesgado, sobre todo en la situación actual. Sé que estoy dando por un hecho consumado una crisis de enorme proporciones y de allí este intercambio de ideas. De nuevo y de otra manera, puedo llegar a afirmar que la tierra es plana porque Galileo no me ha convencido; que el átomo no existe porque no lo veo; que los virus no matan porque no veo a los muertos… Cuidado, porque ese camino conduce a perder la contribución de la ciencia y de la medicina contemporánea al bienestar del ser humano.
Podríamos intercambiar ideas sobre la fe y la verdad; sobre creencias y habladurías; entre evidencias reales y falsas, pero lo que no se puede negar es que estamos viviendo una crisis que no es un fantasma, así que el verdadero debate que se debe dar es en relación con las medidas necesarias para contener la pandemia y los diferentes discursos respecto a ello, porque en estas acciones las cosas se ponen en blanco y negro; se ponen en términos de vida y muerte. No se trata de hacer «terrorismo sanitario», sino de abrir los ojos, de ver la realidad del entorno y de conocer la historia de otras pandemias.
No se trata de una gripe fuerte por tres razones que han quedado en evidencia desde que se describieran los primeros casos en China: la primera porque el virus es mucho más contagioso, la segunda porque la enfermedad es mucho más mortífera y la tercera, que es tal vez la más importante y que no se destaca con suficiente énfasis, porque la población no tiene ninguna inmunidad contra el SARS CoV-2.
Cuando desde el punto de vista clínico un médico hace un diagnóstico de apendicitis, se podrá equivocar, pero lo mejor para el enfermo es que lo operen. La apendicitis tiene un riesgo de muerte superior al 30 por ciento, sólo evitable por la cirugía. De igual forma, cuando se hace el diagnóstico de una enfermedad altamente contagiosa por vía respiratoria, con un porcentaje de mortalidad elevado, lo mejor es el tapaboca, el aislamiento y la higiene de manos y superficies. Si esto coincide o no con el discurso hegemónico (ortodoxia covid) poco importa: se trata de lo que hay que hacer. Dirán «pero eso condiciona un montón de otros problemas»; es cierto, lo que significa que es necesario estudiar cómo se pueden implementar estas medidas de modo tal que provoquen el menor daño posible, psicológico, económico, etcétera. Lo que no podemos es esperar sin hacer nada, para conocer cómo será la evolución del paciente con apendicitis, porque muy probablemente se va a morir o sufrir graves complicaciones.
Tal vez esta forma médica y dogmática de ver el problema moleste por la propia forma, pero, desde nuestro punto de vista, no cabe ninguna otra postura para frenar el número de muertos que está en el orden próximo a diez, con más de 500 casos nuevos promedio por día. Lamentablemente ya hay más de 500 muertos en total. Esto ocurrió con sólo un 1,4 por ciento de la población de Uruguay PCR positiva, lo que de alguna manera debe ser visto como un éxito, y esto gracias a las medidas puestas en juego.
Sobre la base de los datos que surgen de otros países, con una estimación de mortalidad del 1 por ciento de los casos positivos, si la epidemia se descontrolara y alcanzara a tomar al 50 por ciento de la población, el número de muertos alcanzaría a los 15 mil.
Sobre esta realidad es que estamos debatiendo, no sobre ninguna otra cosa. Esa realidad se basa en aceptar que los pacientes murieron por causa de covid y no de otra causa asociada a un virus ocasional, como proponen los que no creen, y que los casos positivos no son falsos, y que los datos aportados no fueron expresamente manipulados. Esa realidad incluye la sobrecarga del sistema sanitario y el estrés de los equipos asistenciales, y aceptar que médicos y enfermeros murieron y que otros tantos están cursando la enfermedad por su actividad laboral en permanente exposición al virus. En esto no hay medias tintas. Se trata simplemente de creer o no creer en una realidad que rompe los ojos.
Las diferentes posturas que no creen en esta realidad y que se manifiestan públicamente oponiéndose a las medidas sanitarias que se han tomado provocan desconcierto y descrédito de la población en las acciones preventivas de los contagios. Esas posturas pueden ser sin duda catalogadas como «negacionistas» (prefiero seguir utilizando este término y no el de «percepciones diferentes de la pandemia», como propone Aguiar) y, desde nuestro punto de vista, deben ser rechazadas en la medida en que se traducen en un incremento de los contagios y del número de muertos. Actitudes similares ocurrieron en otras pandemias del pasado.
¿Negacionistas de qué? De la importancia de la epidemia y de su mortalidad, de las formas de contagio, de los métodos de diagnóstico, del número de enfermos, de los protocolos sanitarios propuestos por el grupo asesor científico, de la utilidad de las vacunas, de las acciones necesarias para impedir los contagios, etcétera. Si esta situación da pasto a las fieras, genera mayor control social y da más poder a los poderosos; es una cuestión paralela que debe ser analizada y expuesta con todas las letras, pero de ninguna forma ello puede ocultar las vidas que se perdieron y su causa.
Las posturas negacionistas deben separarse de aquellas otras discrepantes con las medidas sanitarias que tomó el gobierno o con la forma como se maneja la información periodística, pero que parten de aceptar la pandemia y sus potenciales consecuencias.
Discrepo con las autoridades, pero no por las posturas restrictivas que han tomado, sino porque «se han dormido en los laureles»: se han quedado cortos y no las han adaptado a cada circunstancia particular. Discrepo sin duda con la forma en que se ha manejado la información y con los tiempos de la negociación por las vacunas.
En el caso de «médicos por la verdad» (denominación que de plano es ofensiva para todos aquellos médicos que no participamos del movimiento porque se nos dice que somos parte de una gran mentira), son profesionales que integran una corriente que se puede catalogar de internacional, ya que tiene asiento en varios países y tiene sus «representantes» en Uruguay, que son los que de alguna manera llevan la «voz cantante profesional» que niega la gravedad de la situación, se basa en el concepto de plandemia, uno de los tantos tipos de negacionismo conspirativo, y que aconseja tratamientos con sustancias tóxicas que ponen en peligro la vida de quienes las utilicen, como el dióxido de cloro.
Los movimientos negacionistas surgen de una manera multicéntrica con un patrón común: teorías conspirativas que se canalizan en la plandemia, término acuñado por una bioquímica estadounidense, Judy Mikovits (autora del video realizado a modo de documental «Plandemic: The Hidden Agenda Behind Covid-19»). En la redada cae la ciencia, sus resultados y sus proyecciones, a los que se los muestra tergiversados por el interés de agentes de dominación. Si bien la ciencia puede ser una herramienta al servicio del poder y que permita el lucro desmedido de muchas empresas, no por ello se puede negar todo lo que ella produce, ni tampoco se puede negar que gracias a ella se hayan producido beneficios gigantescos para la humanidad como, por ejemplo, el desarrollo de las vacunas.
Quizás nunca en la historia de la ciencia un tema fue tan analizado en tan poco tiempo: en un año se publicaron más de 80 mil trabajos de investigación de todas partes del mundo que se ocuparon de estudiar este virus y sus consecuencias. Se está aprendiendo mucho sobre la marcha y todavía hay muchas incertidumbres. De allí surge un cúmulo de evidencia muy importante. ¿Se pueden negar de un plumazo esos trabajos?
Si se requiere, podemos conducir el debate a las metodologías empleadas y a los resultados obtenidos de tales investigaciones, pero nos llevaría mucho tiempo y creo que no es el centro mismo de la cuestión que nos ocupa. Ni tampoco a contrastar con los dichos punto a punto de los médicos «negacionistas». Si tenemos que hacerlo, lo haremos, aunque sea una tarea ardua. Aquí se necesita un acto de fe sin el cual no se puede seguir: o confiamos en esos trabajos o, de lo contrario, todo es mentira, absolutamente todo; la realidad es una puesta en escena de poderosos dramaturgos dueños del mundo.
Hay quien piensa que la Tierra no es redonda, que en realidad es plana; una intuición al fin y al cabo sin fundamento; una duda sobre el postulado de la redondez que no se transforma en problema concreto a resolver. Puede que algún día se demuestre que la tierra es plana, pero desde el punto de vista práctico, aquí y ahora, la base de gran parte de nuestras acciones se fundamenta en que la Tierra es una enorme esfera flotando en el espacio, lo que permite que satélites la rodeen brindando la posibilidad de interconexión por ondas electromagnéticas entre los distintos continentes, observaciones precisas sobre la geografía y el clima, viajes hacia el horizonte sabiendo que no nos caemos al más allá y hasta las distintas formas de usos bélicos. Hay acciones concretas, prácticas, sólo posibles vinculadas con esa condición de redondez; hay una historia cultural que construye la redondez. Este convencimiento general es el resultado final de un gran número de observaciones, todas las cuales confluyen en esa condición. Se trata de una «ortodoxia terrasférica» que contradice al terraplanismo, una primitiva versión del negacionismo, que todavía reflota de tanto en tanto.
La elaboración del conocimiento tiende a conformar conceptos como constelaciones (al decir de Vaz Ferreira), hasta que se mira con un telescopio o, como en el caso de este virus, con un microscopio electrónico. A este virus se le ha penetrado hasta las entrañas y se le conocen ya muchísimas de sus mañas; y también cómo va cambiando su camuflaje. La constelación ya tiene una enorme cantidad de estrellas. El cielo, como el conocimiento, se organiza interrelacionando sus elementos, concatenando los sucesos. Así vamos construyendo las verdades (aunque puedan ser transitorias).
El problema que tiene la verdad es que, cuando uno cree en ella, tiende a tomar una postura dogmática y en ese sentido me disculpo por dejarme atrapar. Soy consciente de que es necesario reconocer y aceptar las críticas que permiten nuevas verdades que tiran por tierra las anteriores, pero se necesita para ello que se aporten nuevos elementos de prueba. ¿Cuáles son las críticas específicas a la ortodoxia covid? En el caso de esta pandemia, ¿cuáles son las críticas con fundamento y la nueva verdad que se propone?
Frente a la pandemia, se pusieron en marcha acciones concretas que permitieron disminuir su impacto. Se puede dudar de ello, se puede solicitar más información, se pueden proponer alternativas a la soluciones actuales, pero lo que no se puede es obrar en contrario, negando la existencia del riesgo, porque eso conduce a aumentar el número de contagios; se puede plantear la adaptación de las medidas de control del virus a situaciones específicas, pero no afirmar que son innecesarias; se pueden modular, pero no negar.
Y aquí también hay un problema moral: no sólo se puede sino que se debe, por el bien del congénere. Así como se debe aconsejar el uso de las vacunas, se debe condenar con contundencia el uso dióxido de cloro, que es un tóxico que recientemente ya causó la muerte de un niño en Argentina.
La sensación de asfixia informativa y de pérdida de la libertad que ha condicionado la atmósfera mediática covid es real, como lo es la sensación que produce el uso del tapaboca por períodos prolongados. Pero también es real que los integrantes del equipo de salud trabajan con mucho miedo de contagiarse y contagiar la enfermedad a su familia, porque es real que murieron compañeros a los que ellos mismos tuvieron que asistir. La curva en Uruguay se aplanó y, aunque no tengo prueba objetiva de la causa, creo que esto sucedió gracias a la conciencia de la población.
Lo humano, lo verdaderamente humano, no sólo debe contemplar el sufrimiento que conlleva el aislamiento, el miedo al virus, los riesgos de ser estafados por mercaderes, el incremento de poder de los gobernantes, sino que consiste en implementar aquellas medidas necesarias para evitar más desgracias en un delicado equilibrio. Quien argumenta en contra o desconsidera el riesgo de la enfermedad y de las medidas para evitarla está poniendo en juego la vida de muchas personas. El control de esta epidemia, por ahora, depende exclusivamente de la conducta de cada uno de nosotros.
Lo humano, lo verdaderamente humano, consiste en luchar por políticas que impidan el impacto de esta crisis en las familias y las personas más vulnerables, adoptando las medidas a cada circunstancia particular para evitar males mayores, en la búsqueda de soluciones a la falta de trabajo, en evitar que se utilice como pretexto para otros fines o postergaciones; luchar para impulsar la investigación científica nacional y la producción de recursos sanitarios propios, apoyar la educación en todos los niveles y bajo todas las formas posibles. La historia habría sido distinta si Uruguay hubiera podido desarrollar su propia vacuna.
Hoy el esfuerzo del gobierno debería centrarse en aportar prolija información acerca de las vacunas, de lo que significa el efecto rebaño, volver a llamar a la solidaridad. Trabajar en conjunto con los equipos sanitarios y centros educativos para aunar criterios educativos a propósito de la inmunización, con los periodistas para evitar el sensacionalismo que provoca daño en el terreno emocional. Dar a conocer el plan de vacunación mucho antes de la llegada de la vacuna (como si fueran circuitos de votación).
Cabría preguntarse: si el voto es obligatorio por compromiso ciudadano, por responsabilidad civil, ¿por qué la vacuna no es obligatoria? ¿Debería ser obligatoria? Desde mi punto de vista la vacunación no debería ser obligatoria porque existe la posibilidad de informar a la ciudadanía y a partir de allí convocar a la responsabilidad individual, como hasta ahora ocurrió con las medidas que se han tomado y además, por otra parte, porque, por ley, los ciudadanos tenemos el derecho a rechazar cualquier procedimiento médico que se nos quiera imponer. También se debe reconocer que esta libertad tiene sus límites cuando está en riesgo el bien común. Sobre esto dejamos aquí la puerta abierta para su discusión en el futuro.
La importancia de acelerar el proceso de la vacunación radica en cortar cuanto antes la epidemia, pero también para evitar la aparición de mutaciones que produzcan cambios antigénicos que pongan en riesgo la eficacia de las vacunas. Para que la población acepte la vacunación debe recibir una información veraz, acorde a la realidad que vivimos, sin desvíos negacionistas ni teorías conspirativas.