El precio de los sueños - Semanario Brecha

El precio de los sueños

La película “La La Land. Una historia de amor”, se desarrolla con la adecuada seriedad que sirve de marco a la relación de una pareja de artistas que buscan darse a conocer en el difícil ambiente de Hollywood y aledaños.

Aunque se la anuncie como comedia musical, cabe señalar que, sin llegar a responder a las exigencias de un drama –como lo hacían la legendaria Nace una estrella (1954), de George Cukor, y por cierto la trágica West Side Story (1961), de Robbins y Wise–, la presente historia, más allá de esporádicos toques de humor, se desarrolla con la adecuada seriedad que sirve de marco a la relación de una pareja de artistas que buscan darse a conocer en el difícil ambiente de Hollywood y aledaños. El jazz, por el lado del pianista que compone Ryan Gosling, y la actuación en teatro y cine, en el caso de la joven que personifica Emma Stone, entretejen los encuentros y desencuentros del dúo a través de poco más de un año y el original epílogo que tiene lugar bastante tiempo después. Las canciones y los bailes irrumpen cada tanto pero, como en las mejores muestras del musical –desde la citada Nace una estrella hasta la poética Sinfonía de París (1951), de Vincente Minnelli, o a las contagiosas Cantando en la lluvia (1952), de Gene Kelly y Stanley Donen, Siete novias para siete hermanos (1954), también de Donen, o Chicago (2002), de Rob Marshall–, los mismos se integran con facilidad en la trama, cumpliendo la función de agregar datos o ilustrar sentimientos, todo en beneficio de un asunto que progresa sin obstáculos a la vista hasta su conclusión.

Inspirado amante del cine, el guionista y director Damien Chazelle, responsable de la original Whiplash (2015), la cual no por casualidad seguía los pasos de un empecinado baterista, se mueve con seguridad al echar mano tanto a los escenarios naturales como a otros parcialmente embellecidos, o a la inesperada pincelada de un diseño de corte teatral, a lo largo de un relato que se cuela por las puertas de los legendarios estudios de la Warner y trae a colación nombres como los de Ingrid Bergman, Humphrey Bogart y Casablanca, o el James Dean de Rebelde sin causa (1955), película cuya secuencia filmada en el observatorio de una colina empuja a Gosling y Stone a visitar el sitio en cuestión. De ahí que, con la delicadeza que corresponde, Chazelle amenace con iniciar la narración apelando a las dimensiones de una pantalla normal para de inmediato ampliarla, no a la actual Panavisión sino al tamaño del proceso Cinemascope, obligado requisito de los títulos más espectaculares de las décadas del 50 o 60.

Más que un despliegue de gustos personales, los puntos citados constituyen oportunos ingredientes para narrar los altibajos de un romance cuyos bien delineados protagonistas, al mismo tiempo, se empeñan en cumplir con sus objetivos artísticos en esa “la la land” donde todos quieren triunfar. Gran mérito de Chazelle, por supuesto, resulta contarlo haciendo partícipe a una platea a la cual sabe envolver en el sorpresivo tramo final que la atribulada Stone comparte con cada espectador. Sin duda, para llevar adelante sus planes, Chazelle supo rodearse de los mejores entendidos –las candidaturas a varios premios se encargan de corroborarlo–, desde el iluminador Linus Sandgren, el diseñador David Wasco y el director artístico Austin Gorg –hay que apreciar el uso de las atmósferas nocturnas así como las combinaciones de rojos y azules que asoman por doquier– hasta, claro está, las partituras del estupendo Justin Hurwitz, las letras de Benj Pasak y Justin Paul y el desempeño de Gosling y Stone, dos figuras que actúan, cantan y bailan con la naturalidad y la magia de ilustres predecesores de un género que siempre vuelve por lo suyo.

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