Predestinada - Semanario Brecha

Predestinada

Con María José Siri

Foto: Amati e Bacciardi

El mejor regalo que se le podría hacer a la soprano uruguaya María José Siri es un patio de escuela pública a la hora del recreo. La charla que sigue revela por qué y descubre el costado resiliente de una artista de trayectoria mundial.

—Naciste en Tala, Canelones. ¿Qué parte de ese contexto incidió en tu rumbo posterior?

—Cuando tenía 4 años, mi padre me regaló un pianito de cola de madera, con las teclas negras pintadas. Sonaba muy mal y yo ya tenía oído musical. Me cansé de decírselo, hasta que decidí partirlo al medio con un martillo y argumentar que se me había roto, para que me comprara uno de verdad. No tardó en hacerlo. Recuerdo el día que lo trajo, en el camión que usaba para proveer de mercadería el supermercado que tenía. Yo estaba en la terraza de casa, ubicada arriba del supermercado, y vi a ocho o diez hombres subir el instrumento a mi cuarto. Algunas noches soñaba que tenía un piano y cuando despertaba y lo veía ahí, cerquita, no podía creerlo. Hasta los 5 años el piano concentró todos mis juegos; después comencé a estudiarlo con monjas.

¿La rápida respuesta de tu padre obedeció a que sos hija única o a una afición por la música?

—Ambas. Soy hija única, y Rogelio –así se llama mi padre– me enseñaba guitarra. Y cantábamos tango y folclore. Siempre fuimos compinches.

¿Por qué comenzaste a estudiar piano con monjas?

—Vivíamos frente a una escuela pública. Todas las tardes Dionisia, la señora que me cuidaba, lamentablemente fallecida, me bañaba, me ponía un vestidito y me sentaba en la terraza, desde la que veía el recreo de la escuela de enfrente. Ansiaba el instante en que me pondría la túnica blanca y cruzaría a compartir juegos con aquellos niños y aquellas niñas. Pero mi madre me envió a un colegio de monjas que estaba a varias cuadras de casa. Fue el primer golpazo que experimenté en la vida. No condeno a mi madre por su decisión, pero el pasaje por ese lugar fue áspero. Mi naturaleza rebelde me llevaba a cuestionar casi todo lo que las hermanas pretendían inculcarme, y por eso ligué numerosas penitencias. Era fatal yo y les di mucho trabajo. Hoy, sin embargo, tamiz del tiempo mediante, evoco esa etapa con ecuanimidad y hasta cierta ternura.

Con la palabra “ternura” supongo que aludís a que tu pasión por el piano te ayudaba a cargar, a edad tan temprana, con el peso de una enseñanza musical religiosa.

—[Sonríe.] Me refiero a algo que siempre menciono: aprendí a leer música antes de aprender a leer. Está en mí. Por momentos me resulta más divertido leer una partitura que una novela. Debo admitir que una de las hermanas de aquel colegio, Ernestina, me enseñó música bien. Más adelante me recibí de profesora de piano en el conservatorio Franz Liszt, de Montevideo.

Perfilada como estabas para desarrollar una carrera como concertista de piano, ¿qué provocó el viraje hacia el canto lírico? —Está vinculado con el segundo palazo que me dio la vida. Como era buena intérprete de piano y aspiraba a ser concertista, me presenté al examen de ingreso de la licenciatura en la Escuela Universitaria de Música, de la Universidad de la República. Preparé ese examen durante dos años. Su altísima exigencia obligaba a tocar de 12 a 15 obras. Yo lo hice apoyándome en las partituras, no de memoria. Cuando terminé de interpretar la última pieza, el tribunal, integrado por tres docentes, me dijo que no podían admitirme porque no había tocado de memoria. “Teniendo en cuenta que no pudo prescindir de partituras para preparar este examen, si le mostramos el programa de primer año, la asustamos”, dijeron. Sentí que el mundo se detenía; me angustié y estuve semanas deprimida. Había hecho sexto de medicina motivada por mi costado científico y curioso, así que pensé en inscribirme en la Facultad de Medicina, o en Psicología, que también me gustaba. Pero sin música no podía vivir. Así que recurrí otra vez a mis padres para pedirles que me compraran un saxo, porque me encanta el jazz y adoro ese instrumento, y comencé a tomar clases de saxo en la Asociación Uruguaya de Músicos, que estaba por Maldonado y Río Branco, creo. Sucedió cierta vez que erraron el día y la hora de ese encuentro y, en lugar de acceder a la clase de saxo, golpeé la puerta de una de canto. La profesora, Gilda Dolara, me invitó a quedarme. La última alumna que recibió Gilda esa tarde cantó un aria. Me ocasionó una especie de escalofrío corporal y emocional, que los italianos designan con la bella palabra “brivido”. Gilda descubrió que yo tenía una voz adaptada a la lírica y fue mi primera profesora de canto. Desde ese momento hasta hoy el canto lírico me enamora, y sana, cada amanecer.

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