Vivir en una ciudad posmoderna como Nueva York tiene muchas ventajas, pero también algunas desventajas. Entre estas últimas está la ausencia de librerías. Prácticamente la única librería a la que voy en la parte central de Manhattan es propiedad de Kinokuniya, una empresa japonesa, y tiene un 90 por ciento de libros japoneses, ya sea en japonés o en inglés, de autores japoneses. De manera que apenas si resulta representativa de lo que la gente lee en Nueva York.
Al principio parece que no importa mucho, porque puedes encargar muchos más libros en Amazon. Pero la desventaja es que no te puedes hacer una idea de cuál es el Zeitgeist. Desde luego, puedes consultar la lista de superventas del New York Times. Pero eso no constituye un Zeitgeist intelectual: es el Zeitgeist de los lectores de culebrones. O si no, se pueden cotejar las ventas de Amazon autor por autor, libro a libro. Pero ¿quién tiene tiempo de hacerlo, o quién puede recordar todos los autores para cotejar y comparar uno con el otro?
Así pues, me sentí encantado de descubrir que Londres no se ha desecho (todavía) de las librerías. Todavía tienen montones de libros, de diversos géneros, y por lo menos el sábado pasado las librerías estaban llenas de gente mirando y comprando libros.
Examinando más de cerca los libros a la vista, advertí algo peculiar. Casi todos los libros (me gustaría decir que “todos”, pero prefiero ser cauteloso) sobre las revoluciones francesa, rusa y china, no sólo eran críticos con las revoluciones –centrándose en la destrucción que acarrearon–, sino que eran denuncias reveladoras de sus líderes, de su naturaleza asesina y sus perversiones sexuales. Robespierre es un misántropo de gafas verdes que nunca mantuvo relaciones sexuales; Lenin odiaba a la gente y sólo quería a su amante; Stalin no sólo fue un asesino de masas sino un depredador sexual en serie, y georgiano (es decir, atezado, moreno y peludo); Mao fue un asesino maníaco y obseso que disfrutaba desflorando jovencitas.
Sentí algo extraño. Los autores, que más que historiadores parecían pertenecer a la escuela sensacionalista del periodismo, reaccionaban, supongo, al endiosamiento de estos líderes por parte de sus seguidores, tratando de hacer lo contrario. Igual que cuando se quiere denigrar al cristianismo, el budismo o el islam, se sacan detalles desagradables de las vidas de Jesús, de Buda, o de Mahoma, estos autores tenían la necesidad de hacer lo mismo con los líderes revolucionarios.
Paradójicamente, lo que hacían no era mucho mejor que lo que hacían sus antagonistas, los que endiosaron a los fundadores de religiones seculares. Un grupo los representaba como sobrehumanos, otro grupo quería derribarlos, no sólo en tierra sino en el barro. Ninguno de ellos prestaba mucha atención al hecho de que la imagen trazada fuera tan unilateral, y, en un caso, hagiográfica y, en el otro, malintencionada. O a que fuera completa.
Esos historiadores sensacionalistas (muchos de los cuales enseñan en las más prestigiosas universidades) obvian el hecho de que resulta imposible explicar un movimiento, sea “bueno” o “malo”, por las virtudes o vicios personales de sus dirigentes, por si nacieron ricos o pobres, en una familia pequeña o grande. Me contaron que Alemania quedó paralizada no hace mucho por varios meses de debates acerca de los testículos (sea aquí una cuestión singular o plural) de Hitler. ¿Nos dice esto algo acerca de la ideología nazi, del movimiento, de su ascenso y caída? De manera parecida, ¿nos dicen algo las costumbres sexuales de Lenin, Stalin, Mao, o por incluirlos también, de Roosevelt y John F Kennedy, sobre la razón por la que la gente les apoyaba y les seguía? ¿O sobre las medidas políticas y las opciones que tomaron?
Creo que se trata de un camino lamentable que resulta destructivo para la investigación académica seria y refleja la cultura sensacionalista hoy dominante: todas las acciones deberían explicarse en función del sexo o el dinero o reducirse a ello; y entre quienes “sufren”, la explicación se reduce al miedo. No queda espacio para los intereses económicos de las clases, la ideología y las creencias, la emulación o la abnegación.
Podría ser que estas “historias” no sean realmente historias del pasado, sino más bien historias de la época en que se escriben, es decir, de hoy en día. En la época en que no hay creencias y todo se individualiza y comercializa, toda la historia tiene que explicarse como si fuera producto del vulgar egoísmo de unos pocos individuos. En el pasado, estos individuos eran judíos o masones; hoy en día, son revolucionarios fanáticos y pervertidos sexuales.
Cómo lograron estos individuos convencer a millones de personas de que les siguieran, o cómo, por ser más precisos, se los encontraron esos millones para hacer de ellos sus adalides y líderes, es algo que se ignora y queda sin explicación. Además, la explicación se considera superflua. Retrocedemos a una visión de la historia en la que no hay fuerzas sociales, no hay clases, sino solamente individuos: los dirigentes y los que son dirigidos, leones y corderos en la terminología de Pareto.
Así que, tal vez, al fin y al cabo, tenemos los historiadores que nos merecemos.
Publicado originalmente en Social Europe Journal. Tomado por Brecha de www.sinpermiso.info