La similitud de los objetivos y en algunos casos, incluso, de las políticas adoptadas es producto de las similitudes en la evolución de la desigualdad de las últimas décadas y del mayor consenso social actual con respecto a que hay que hacer algo para frenarla.
En el momento en que se introdujo el sistema de responsabilidad (privatización de la tierra), en 1978, y se hicieron las primeras reformas de mercado, la desigualdad de ingresos en China se encontraba en un nivel extremadamente bajo, estimado en 0,28 puntos del índice de Gini; hoy está en 0,47, un nivel casi latinoamericano. La desigualdad de ingresos en Estados Unidos, usando la misma métrica, era de 0,35 cuando Ronald Reagan llegó al poder; hoy es de 0,42. El aumento de la desigualdad en China, impulsado por el notable cambio estructural (movimiento de la agricultura a la industria y luego a los servicios) y la urbanización, ha sido más dramático que el estadounidense. Solía estar «oculto» por el hecho de que, al mismo tiempo, los ingresos chinos, en general, habían aumentado enormemente y, por ende, la torta había crecido tanto que, aunque los pedazos se distribuían más desigualmente, casi todos los ingresos reales se elevaban.
En la última década, quedó claro que tanto en China como en Estados Unidos la desigualdad debía controlarse y, si era posible, revertirse. El proceso estadounidense es bien conocido: se remonta a, por lo menos, el Occupy Wall Street, cuyo décimo aniversario se celebró el mes pasado. La situación china es menos conocida. La alta desigualdad ha dado lugar a muchas protestas. En 2019 (año al que corresponden las últimas mediciones disponibles), el recuento oficial era de 300 mil casos de «alteración del orden en lugares públicos», la mayoría de ellos por motivos económicos o sociales (Anuario estadístico de China 2020, cuadro 24.4). La causa inmediata de muchas protestas tiene que ver con las expropiaciones que enriquecieron a los propietarios de empresas constructoras y alimentaron la malversación de fondos por parte de funcionarios locales, al tiempo que desposeyeron de sus tierras a los agricultores. La brecha de ingresos urbano-rural, estimada oficialmente en casi dos a uno, está entre las más altas del mundo (calculada a partir de encuestas en hogares urbanos y rurales). La brecha regional entre las ciudades y las provincias prósperas del este, y las zonas occidentales y centrales de China amenaza la unidad del país. En las grandes ciudades, una vivienda digna se ha vuelto algo prácticamente inasequible para las familias jóvenes. Esto ha contribuido a la caída de la tasa de natalidad y ha acelerado los problemas demográficos de China (el envejecimiento y, por lo tanto, la disminución de la proporción de la población en edad de trabajar).
Los líderes chinos, de cierta manera en sintonía con los críticos sociales estadounidenses y los participantes del Foro de Davos, han lamentado estas desigualdades durante años, pero no han hecho casi nada para revertirlas. Ese estado de cosas está ahora en proceso de cambio. Las decisiones anteriores de aumentar las inversiones estatales en las regiones central y occidental, extender la red de ferrocarriles rápidos por todo el país y otorgar autoridad a las provincias sobre la implementación del sistema hukou (permiso de residencia) –incluso con el derecho de abolirlo por completo– pueden ser vistas como un intento de reducir la desigualdad en toda China, al reducir la disparidad de ingresos entre las provincias, facilitar el movimiento de la mano de obra entre las áreas rurales y urbanas, y reducir, así, la desigualdad entre ambas.
Las últimas medidas del gobierno chino muestran una conciencia incluso mayor de lo que debe hacerse para detener el aumento de la desigualdad. Se parecen, en algunos aspectos, a medidas que Estados Unidos podría estar por aprobar en los próximos años. El esfuerzo concertado para tomar medidas enérgicas contra las plataformas y las empresas digitales y aumentar su regulación es similar a las demandas antimonopolio presentadas en Estados Unidos contra Google y Facebook. Debido a sus muchos contrapesos y al poder del lobby de los gigantes tecnológicos, el sistema estadounidense se mueve mucho más lento que el chino, pero el objetivo de poner un límite a los sectores que son monopolios naturales y han adquirido un enorme poder económico y político es común a ambos países. Las decisiones de Xi Jinping a menudo se interpretan casi únicamente en términos de disputa política. Si bien tal elemento existe, frenar el poder de los monopolios tiene sus propias motivaciones económicas (eficiencia) y sociales (igualdad).
La educación, tanto en Estados Unidos como en China, se ha vuelto extremadamente competitiva y, en sus mejores niveles, es accesible solo para una pequeña minoría. La transmisión de privilegios familiares a través del sistema educativo es algo ampliamente documentado en Estados Unidos. Un trabajo reciente de los economistas Roy van der Weide y Amber Narayan muestra que la movilidad social en China es tan baja como en Estados Unidos. La reciente decisión de Xi de prohibir las empresas de enseñanza particular con fines de lucro es un intento de democratizar el acceso a la educación superior y reducir los privilegios de las familias ricas. Se puede cuestionar si la medida tendrá éxito. La desigualdad subyacente y la competitividad educativa no se verán afectadas, ya que los padres ricos aún pueden pagar por tutorías individuales. Sin embargo, la intención de la medida va en la dirección correcta. También Joe Biden ha hablado en los últimos tiempos sobre la revitalización del sistema de educación pública, que fue la columna vertebral de la prosperidad de Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial, pero que desde entonces se ha deteriorado.
La «prosperidad común», el nuevo eslógan del gobierno chino, apunta a promover políticas que corrijan las desigualdades acumuladas durante los últimos 40 años –algunas de ellas, quizás inevitables en el proceso de transformación del país–, poniendo el énfasis ya no en una búsqueda a toda costa de altas tasas de crecimiento, sino en una sociedad más equitativa. No es muy diferente de lo que en Estados Unidos el ala izquierda y una parte del establishment del Partido Demócrata han defendido en los últimos tiempos: el fin del neoliberalismo que ha regido las políticas económicas de todos los gobiernos estadounidenses desde principios de la década del 80. Si este «giro a favor de la igualdad» tiene, finalmente, lugar en ambos países, las medidas que hemos visto hasta ahora son solo un preámbulo. La larga era que comenzó con Deng Xiaoping en China y Reagan en Estados Unidos podría estar llegando a su fin.
* Branko Milanovic es profesor distinguido visitante en la Graduate Center City University de Nueva York y académico sénior en el Stone Center for Socio-Economic Inequality. Economista líder en el Departamento de Investigación del Banco Mundial durante casi 20 años, es autor de varios libros sobre desarrollo y desigualdad, como Desigualdad mundial. Un nuevo enfoque para la era de la globalización (2016) y Capitalismo, nada más: El futuro del sistema que domina el mundo (2019).
(Tomado del blog del autor. Traducción de Brecha.)