La anécdota tal vez no rebase las fronteras del mito, mas poco importa. El desenlace concuerda perfectamente con la personalidad que convirtió al Che Guevara en un símbolo de la lucha revolucionaria. Corrían los años iniciales de la década de 1960 y en Cuba comenzaban a sentirse las escaseces provocadas por el bloqueo estadounidense, los errores del nuevo gobierno y el reto de por primera vez intentar satisfacer las necesidades de toda la población. Apostando por un futuro mejor, el país afrontaba con entereza un presente de privaciones en el que incluso una maquinilla de afeitar o un juego de ropa interior pasaban a convertirse en artículos de lujo. Al mismo tiempo se exigían “sacrificios” de los ciudadanos, con largas jornadas de trabajo (a veces hasta 14 horas), con el objetivo de que el país pudiera desarrollarse.
Ni siquiera los domingos quedaban reservados al descanso. Ese día los trabajos voluntarios se extendían como una marea que podía llevar al ingeniero a sembrar plantas de café o al agricultor a levantar las paredes de una obra en construcción.
En aquellos tiempos difíciles el Che parecía inmune al desánimo o el cansancio. Incapaz de aceptar que no todos compartieran su entusiasmo, podía llegar a ser injusto. Así sucedió en una ocasión, cuando increpó a uno de los empleados del Ministerio de Industrias por quejarse de tantos sacrificios. El cuestionado le respondió: “Usted habla así, comandante, porque tiene una dieta especial”. La respuesta desarmó al argentino.
Cuenta la leyenda que esa misma noche el Che confrontó a su esposa en busca de la verdad. En efecto, como las familias de otros altos dirigentes, ellos recibían una asignación adicional de alimentos, ropas y artículos para el hogar. Nada que en cualquier otro país pudiera considerarse muestra de ostentación, aunque sí lo suficiente como para marcar estatus. A la mañana siguiente, el ministro-guerrillero buscó por todas partes a su subordinado y, al encontrarlo, lo abordó con un reclamo de disculpa. “Ayer hablabas con razón”, le dijo, “yo tenía una dieta especial”. Poco antes había exigido que nunca más le dispensaran un trato de privilegio.
LOS MÁS IGUALES. A comienzos de noviembre, Ciber Cuba, un conocido sitio digital, aseguró que “el nieto guardaespaldas de Raúl Castro, Raúl Guillermo Rodríguez Castro”, se había mudado a la lujosa residencia que hasta pocos días antes ocupaba el embajador español en La Habana.
La “noticia” encontró amplio eco en redes sociales y otras publicaciones sin que nadie se asegurara de su veracidad. Un recorrido por la urbanización en la que se ubica el inmueble hubiera permitido comprobar que lo dicho era falso: la vivienda sigue perteneciendo al representante de Madrid en la isla y la salida del anterior embajador se debía simplemente al proceso de relevos que se emplea en servicios diplomáticos de todo el mundo.
Pero Ciber Cuba había conseguido incrementar el número de sus lectores y cuestionar la imagen de las autoridades, objetivo último de su línea editorial. La facilidad con que lo hizo parte de una circunstancia notoriamente pública: los lujos que disfrutan las familias de los principales dirigentes y empresarios del país.
Un ejemplo que lo evidencia es la familia del primer secretario del Partido Comunista. Si bien la historia sobre su nieto era un bulo, la idea en la que se basó no resulta descabellada. De hecho, en el propio reparto Cubanacán, en una vivienda similar a la señalada en el artículo, vive la sexóloga Mariela Castro Espín, la hija más mediática de Raúl Castro. En promedio, las mansiones de esa barriada del oeste de La Habana –en la que antes de 1959 residían muchas de las familias más adineradas de la isla– superan los 600 metros cuadrados y se ubican en parcelas en las que menudean las piscinas y canchas de tenis.
Por el contrario, para el cubano común la vivienda se mantiene como un problema virtualmente insoluble. Durante los últimos años el maquillaje de las cifras oficiales ha hecho descender la proporción de los inmuebles “en regular y mal estado” desde casi 70 por ciento del fondo habitacional a poco menos de 40 por ciento, pero no ha conseguido evitar el reconocimiento de que harían falta alrededor de 660 mil nuevas viviendas para satisfacer las necesidades acumuladas a lo largo de décadas.
Un plan anunciado a comienzos de noviembre por el presidente Miguel Díaz-Canel pretende cambiar tan adverso panorama contando con la “producción local de materiales y otras reservas insuficientemente aprovechadas”, mas la situación económica de La Habana pone entre signos de interrogación sus posibilidades de éxito (datos de organismos internacionales ubican a Cuba entre los países del continente con menores consumos per cápita de cemento y acero, por ejemplo, y las perspectivas no anticipan un escenario más favorable).
Cualquiera sea el caso, ni la intención ni la realidad apuntan a que las edificaciones proyectadas vayan a semejarse a las lujosas propiedades de urbanizaciones como Cubanacán, desde las que parten cada mañana miles de autos hacia las oficinas donde se decide el rumbo de la nación.
Los privilegios de sus habitantes no se limitan a un techo de mejores condiciones o a disponer de vehículos propios (lujo sumamente valioso debido a la endémica crisis del transporte público). La cúpula dirigente también tiene acceso a opciones de mayor calidad en cuanto a recreación, alimentación o incluso atención médica. Como un símbolo, el más avanzado centro hospitalario del país, el Cimeq (el Centro de Investigaciones Médico Quirúrgicas), se levantó en el corazón del también exclusivo reparto Siboney, colindante con Cubanacán. Entre sus pacientes se han contado Hugo Chávez, y Fidel y Raúl Castro. Mientras en sus instalaciones se suceden los más avanzados artilugios tecnológicos, en los hospitales de provincia siguen utilizándose jeringuillas de vidrio y las listas de espera quirúrgica se extienden por meses o hasta años.
HIJO DE PAPÁ. Una norma no escrita pero férrea impide a la prensa estatal hablar de tal orden de cosas. Sólo en una ocasión, en noviembre de 2015, un periódico de circulación local, Tribuna de La Habana, se atrevió a publicar una críptica alusión a las interminables y costosas vacaciones de Antonio “Tony” Castro, uno de los hijos de Fidel.
Poco antes se había conocido que durante una de sus estancias en un lujoso resort de la costa turca del Egeo, sus guardaespaldas habían golpeado a un paparazzi que intentaba fotografiarlo. Por aquellas semanas el presidente Erdogan preparaba una visita a Cuba, y las autoridades de Ankara se apresuraron a echar tierra sobre el asunto, pero el rotativo cometió la imprudencia de llevar a imprenta el comentario de marras. En él se hablaba satíricamente de un supuesto Gulliver júnior y sus viajes por el mundo. “Navegar en la flota de papá es un privilegio hereditario”, ironizaba el autor del texto, al retratar un personaje casi idéntico a Tony Castro, pero con otro nombre: un playboy que a lo largo de la última década ha tenido bajo su control los destinos del deporte nacional, el béisbol. Más allá de sus pretendidos o reales méritos, cabría preguntarse si –de no haber contado con su apellido– le habría sido tan fácil agenciarse el puesto de médico del equipo nacional de ese deporte, y luego la presidencia de su federación en Cuba y la vicetitularidad de la Confederación Mundial. Todo ello sin perder oportunidad de asistir a las fiestas de cuanta celebridad veranea en la isla y convertirse –en 2013– en el campeón nacional de golf.
EL PARTIDO. Una de las máximas del discurso oficial cubano proclama que “la continuidad de la revolución está asegurada por las nuevas generaciones y la unidad del pueblo”. La frase, sólo con ligeras variaciones, es repetida como un mantra por dirigentes y campañas de comunicación.
Sin embargo, los hechos dibujan un país mucho más diverso y complejo que el que por décadas siguió el liderazgo de Fidel Castro. Su muestra más significativa se presenta dentro del Partido Comunista. Aunque sus órganos directivos preservan como un secreto de Estado los detalles de su funcionamiento, a ojos vistas un problema de fondo pone en peligro su vitalidad actual y futura: cada día menos “cubanos de a pie” aceptan militar en sus filas.
El de “cubano de a pie” es un término que motiva escozor entre la ortodoxia gobernante debido a su constante empleo por parte de agrupaciones disidentes; sin embargo, pocas figuras semánticas permiten contraponer de forma tan absoluta las dos visiones de país que coexisten en la isla: de una parte, los triunfadores (vinculados al entramado estatal o al emergente sector privado); de la otra, la masa. Mientras los primeros se movilizan en autos propios o del gobierno, los segundos penan por llegar a sus destinos empleando los más disímiles medios de transporte. Un abismo separa al satisfecho conductor de su compatriota que espera su transporte bajo el sol junto a cualquier avenida o carretera vecinal. Y el gobierno no pretende ni puede cerrarlo.
“La gente está cansada”, confiesa a Brecha un ex oficial de las Fuerzas Armadas Revolucionarias que luego de más de treinta años de servicio activo, y de misiones internacionalistas en Etiopía y Angola, se ve obligado a depender de la ayuda de un hijo emigrado para llegar a fin de mes. Toda su vida adulta militó en el partido. Por mucho tiempo tal condición fue uno de sus mayores orgullos, pero las decepciones lo condujeron a la tarde en que entregó “el carné” como colofón de una discusión con funcionarios llegados a su núcleo (agrupación básica de la formación política) para “exigir” de los ciudadanos “mayor compromiso y enfrentamiento con lo ‘mal hecho’”. Con lo “mal hecho” se referían a comportamientos ilegales de los ciudadanos como, por ejemplo, comprar en el mercado negro. “Siguiendo su lógica, debíamos combatir a medio mundo, pero ninguno se preocupaba por que las calles de nuestro barrio llevaran años sin alumbrado y llenas de baches, o de que los precios suban todos los días como una espiral sin fin. No me sorprende que en tantos núcleos zonales los jubilados nos estemos dando de baja en masa y que sean tan pocos los jóvenes que quieran convertirse en militantes.”
A semejanza de lo ocurrido en la Unión Soviética durante sus últimas décadas de existencia, desde hace años en Cuba el partido y su rama juvenil (Unión de Jóvenes Comunistas) han tenido que nutrir su membresía con funcionarios de la administración pública y el sector empresarial. Para muchos, el carné rojo constituye un impulso fundamental en sus carreras en los ámbitos del Estado. Poniéndolo en los términos de un joven directivo del Ministerio de Comercio Interior, “ser del partido implica ser ‘confiable’, y ser confiable es la premisa para ocupar cualquier cargo”. Cabría agregar que un militante con tal grado de confiabilidad difícilmente será un militante cuestionador.
DIVERSIDADES. Una vanguardia política anquilosada y un gobierno lastrado por la corrupción y la burocracia resaltan entre las causas de la disminución del “fervor revolucionario” que en otras épocas se percibía en la isla. Además, las nuevas reivindicaciones de derechos (como aquellos de la comunidad LGBT) y las nuevas circunstancias económicas –con su carga de desigualdades– llevan años contribuyendo a una heterogeneidad social que comienza a reclamar cauces políticos.
Así lo resaltaba en una entrevista reciente Ricardo Torres, doctor en ciencias económicas y subdirector del Centro de Estudios de la Economía Cubana de la Universidad de La Habana. “La diversidad de Cuba en todos los ámbitos tiene que estar presente en la representación del Estado y del gobierno, y no solamente a nivel de los representantes, sino en la toma de decisiones. Nuestro sistema político tiene que aspirar a representar esa diversidad. Si se queda al margen, corremos el riesgo de que esa enajenación aumente y se solidifique.”
Sobre la necesidad de una representación política de la diversidad existe un gran consenso en sectores intelectuales cubanos. Algunos, como Mirtha Arely del Río, doctora en ciencias jurídicas y profesora titular de la Universidad Central de Las Villas, alertan que no basta con crear espacios formales “para canalizar la participación del pueblo en los asuntos del Estado”. En contraposición con la práctica cotidiana, la investigadora consideraba algunos meses atrás –en un artículo para la revista Cuba Socialista, la publicación teórica del Comité Central del Partido Comunista de Cuba– que el ejercicio de la ciudadanía no debe asumirse “como un mero fin (…) esto puede llevarnos a dar por democráticas formas o modos de participación que en realidad no lo son, como cuando nos concentramos más en las cifras, en el número de participantes o de asistentes y no en la calidad de la participación, o cuando se da por democrático un proceso en el que los ciudadanos sólo intervinieron para dar su aprobación respecto a decisiones ya tomadas o incluso ejecutadas”.
Las circunstancias en las que se dio el recién concluido debate sobre la reforma constitucional parecieran destinadas a corroborar su tesis. A poco de iniciarse, el joven profesor universitario cubano José Raúl Gallego, doctorando en la Universidad Iberoamericana de México, alertó sobre las dificultades que enfrentaría la campaña de discusión popular sobre el anteproyecto de la reforma debido a factores como la premura con que se pretendía desarrollarla, la incapacidad de sus organizadores para motivar el interés de la ciudadanía, o la falta de confianza de esta última en la utilidad o conveniencia de sus intervenciones. “En medio de este panorama, preguntémonos con franqueza: ¿cuán numerosa será la cantidad de personas que sacrificarán parte de su tiempo para realizar un estudio concienzudo del anteproyecto y llegar a esas reuniones con planteamientos meditados?”
Luego de concluido el proceso, las autoridades publicaron estadísticas aparentemente halagüeñas, pero que para los cubanos no pasan de un lugar común. En primer lugar, porque los altos índices de asistencia en las cerca de 135 mil asambleas celebradas en todo el país estaban garantizados; la inmensa mayoría tuvieron lugar en centros de trabajo y estudio, en los que la participación se consideraba poco menos que obligatoria. En segundo lugar, porque cada encuentro contó en promedio con 11 intervenciones. Discusiones pobres a la luz de la cantidad de artículos (224) del texto que el discurso oficial lleva meses presentando como “decisivo para el futuro del país”.
SOBREVIVIR A FIDEL CASTRO. En la oriental ciudad de Santiago de Cuba, en el cementerio de Santa Ifigenia, reposan las cenizas de Fidel Castro. Movido por una singular interpretación de la modestia, el comandante en jefe decidió que su tumba se ubicara junto a la del héroe nacional José Martí, el paradigma humano y político de mayor relevancia en el imaginario de la nación. Poco después del entierro de Fidel, Raúl Castro completó la remodelación del camposanto trasladando hasta allí los restos de los próceres independentistas Carlos Manuel de Céspedes y Mariana Grajales, padre y madre de la patria, respectivamente.
Cada día, cientos de personas visitan el lugar. La mayoría de los extranjeros lo hace como parte de recorridos turísticos que han convertido Santa Ifigenia en una atracción más de la llamada “capital del Caribe”. Los cubanos, en tanto, casi siempre llegan en visitas organizadas por centros de trabajo o estudiantiles, o diversas organizaciones sociales.
Desde su muerte, los homenajes a Fidel Castro se han convertido en lugar común para la ortodoxia revolucionaria. A su iniciativa se han atribuido todos los logros de los últimos 60 años. Un ejemplo reciente de ello fue cuando el primer vicepresidente del país, Salvador Valdés Mesa, semanas atrás, convocó a consultar los escritos del comandante “en busca de todas las respuestas que necesitamos para rescatar la ganadería”.
Las implicaciones del predominio de la figura de Fidel en la política actual ha sido un tema debatido en círculos de la izquierda cubana disidente en los últimos años. “No es posible hacer un extracto de millones de rostros y sintetizarlos en uno solo; millones de nombres no pueden diluirse en cinco letras”, argumentaba por ejemplo un año atrás la periodista Mónica Rivero, en un artículo colgado en Internet por Late, una revista progresista de jóvenes periodistas latinoamericanos. “La unipersonalidad de estas décadas ha sido trágica para la isla de la revolución. Y no lo es menos el hecho de que ahora se enarbole una bandera de continuidad que se abraza al pasado como si se colgara del futuro”, afirmó.
A tanto tiempo de aquel 1 de enero que la colocó en el centro de los grandes acontecimientos mundiales, la Cuba de 2019 intenta encontrarse entre infinidad de retos e interrogantes. Por entonces, el propio Fidel Castro se apresuró a disipar las esperanzas de quienes creían que luego del triunfo todo sería más fácil, también a aclarar que la revolución no podría ser jamás la obra de un solo hombre.