No sería demasiado arriesgado afirmar que la lectura de una biografía parte de un mixto de curiosidad y aventura. Las biografías más sonadas, las de los personajes públicos, contienen una fuerte dosis de cholulismo, pero ese componente consigue una forma de depuración y densidad si se lo cruza con el interés por la circunstancia (en) que ese personaje vivió: esa circunstancia hace de él lo que es, lo que fue, o se levanta como obstáculo a ser superado. No pocas veces el aura del biografiado arrastra al biógrafo convenciéndolo de su carácter de elegido o, por lo menos, de que la elección de su vida, su voluntad, supuso la puesta en marcha de una vocación que articuló azar, destino y libertad.
Ahora bien, esa receta procura la complicidad del lector que, entre la explicación y el milagro, admira la excepcionalidad y anhela una vida vicaria en la glamorosa o épica del biografiado. Digamos que la medianía, la docilidad, la normatividad no serían los ingredientes atractivos de una biografía: eso es lo que ya tenemos los lectores, y queremos, como con las novelas, prolongar y ampliar nuestra experiencia en la más accidentada del protagonista de la vida que se nos cuenta.
Disponerse a escribir una “biografía intelectual” obliga a una estrategia que consiga sustituir las ventajas del relato épico por la peripecia de las ideas, su exposición conflictiva, la confrontación con otros pensamientos y maneras de vivir. Agréguese que el biógrafo debe convencer al lector del buen tino de su opción para que descarte pensar que se eligió esa forma alternativa porque no había material para una biografía pura y dura. Frente a todos los inconvenientes, esta biografía sale airosa.
Historia visible e historia esotérica. Marcar como calificación inicial de Carlos Real de Azúa (1916-1977) “hombre indescifrable” (página 7, renglón 5) supuso, creemos, el desafío mayor de la tarea acometida por Valentín Trujillo en su libro. ¿Conseguirán, nos preguntamos, las casi cuatrocientas páginas que siguen a esa afirmación darnos algunas claves que ayuden a que lo cifrado adquiera sentido? ¿O no harán más que confirmar lo que ya se había difundido: la excentricidad, de alguien inexplicable e inalcanzable?
Las fuentes de Trujillo son básicamente tres: el libro de historia, la novela familiar, la obra. Las tres son leídas en forma cronológica apuntando a revelar, en la continuidad, los elementos discontinuos, los conflictos y los traumas. En este sentido, una acertada idea del libro toma la forma de hipótesis histórica: si en el decurso de la vida de un hombre es difícil justificar sus cambios, inflexiones y “conversiones” –como le gusta decir a Trujillo con término religioso–, igualmente difícil resultaría la misma operación en la vida de una comunidad.
Real de Azúa no interesa como sujeto “representativo” y por tanto como respuesta y modelo de un tipo de intelectual. Interesa como sujeto disidente que germina en las fisuras de un sistema que quiere parecer homogéneo. La comprensión de una historia de regularidades que se somete al balizaje de figuras y hechos rectores: el batllismo, la coherencia de Quijano, el país de cercanías, la generación del 45, por nombrar algunas que competen a este libro, no parece suficientemente estable cuando se la somete a la desarticulante presencia de un sujeto como Real, con sus virajes y sus interpretaciones, con sus derivas y sus elecciones. Estamos en las antípodas de la tesis generacional.
Este libro ilustra una historia intelectual que se incorpora a la que el propio Real de Azúa se propuso trazar. Un caso de su manera de ver el proceso de la historia intelectual uruguaya, que Trujillo trabaja con particular acierto, es el de Rodó. No era original negar a Rodó cuando, en los años treinta, Real de Azúa lo hizo. Sí lo era objetar su tolerancia, su individualismo, sus caminos para llegar a la ética desde la estética, no desde el antiarielismo de izquierda que ya practicaban Luis Alberto Sánchez y sus discípulos, sino desde una solitaria posición católica y trascendentalista. El reencuentro con Rodó recorrió también caminos disidentes. Real lo hizo a partir de algunas coincidencias iniciales: su animadversión a la democracia batllista (que llamaba demagogia), su complicidad en la polémica de los crucifijos contra la masonería. Pero sobre todo se reencontró con Rodó cuando, en la exposición del archivo de Rodó realizada en 1947, se vio reflejado en el espejo de esa intimidad.
Como el propio Real de Azúa le diría a Bordoli en un insoslayable reportaje radial: su postura de intelectual se cumplía en el derrotero de los pensadores americanos, esto es, en observar una manera comprometida y militante. Simplemente que esa militancia y ese compromiso se hallaban, muchas veces, dislocados de los de sus coetáneos. Esos años sesenta en los que Real ya podía hacer un balance de su estar en el mundo, revelaron su posición excéntrica y a la vez irradiadora. La Antología del ensayo uruguayo contemporáneo (1964), la polémica con Arturo Ardao mantenida en el año 1966, su artículo “El problema de la valoración de Rodó” (1967), resultaron ejemplos de un esfuerzo constante y coherente: el que implicó la pelea contra los lugares comunes, contra los conocimientos consagrados.
Pista de despegue y balance. La importancia de esta “biografía intelectual” debe ponerse en diálogo con los esfuerzos anteriores que se habían hecho para la recuperación de Carlos Real de Azúa. Los nombres de Lisa Block, de Carlos Filgueira y de Ruben Cotelo son emblema de los dos momentos primeros de ese rescate: el de 1984, con la publicación del inédito Uruguay ¿una sociedad amortiguadora? y la aparición del suplemento especial del semanario Jaque dedicado a Real; y el de 1987, con la organización de las jornadas de homenaje al cumplirse diez años de su muerte. Carlos Real de Azúa de cerca y de lejos, publicado por Cotelo en ese mismo año, fue un mojón, y lo fue también el Cuadernos del Claeh número 42 en el que apareció la “Bibliografía completa” realizada por Martha Sabelli. El año 1987 fue también el del ingreso del archivo Real de Azúa a la Biblioteca Nacional. Los inéditos tendrían a partir de entonces atención editora. Nada de esto desconoce el trabajo de Trujillo, y se beneficia de ese importante background. La obra de Real iba a recibir, en los años siguientes, la puesta a punto de los especialistas de cada disciplina que había practicado. Así lo hicieron los historiadores a través de los escritos de Gerardo Caetano y José Rilla; la ciencia política en el juicio de César Aguiar, o las ciencias sociales en las intervenciones de Romeo Pérez y Carlos Filgueira; en menor medida la literatura o, mejor, sus clases, en el recuerdo y valoración de Alejandro Paternain y Roberto Appratto. Es posible afirmar que el libro de Trujillo ordena esos espacios de reconocimiento, breves zonas de aterrizaje, y, en la nueva biografía intelectual, los convierte en ampliada pista de despegue para valoraciones futuras.
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Fue inmensa la tarea que acometió Trujillo (lectura de libros, fascículos, artículos, papeles), con la convicción sensata, creemos, de que, dada la diversidad de asuntos, difícil iba a ser evaluarlos a todos con la misma acuidad. Y no se extralimitó nunca con pretensiones desmedidas para “explicar el personaje”. Atisbos de correlato entre su vida y su obra asomaron cuando no hubo otra manera de entender el sujeto tratado: por ejemplo, ante la originalidad del estudio sobre el patriciado uruguayo.
El mérito, sin embargo, no debe impedir hacer algunas observaciones. Hay defectos minúsculos, casi erratas, producto de una información apresurada y no comprobada, o de una lectura demasido veloz. Hay asuntos más conceptuales y por lo tanto más interesantes, que encendieron alertas en mi lectura. El período 1934-1943, el de la doble conversión de Real, creo que debió ayudarse más de la siempre delicada anotación psicológica. La cuidadosa reflexión de fuentes tal vez debió incluir alguna referencia regional, especialmente argentina, que era a la que Real podía acudir naturalmente. Presumo también que a la lectura circunstanciada que hace Trujillo de España de cerca y de lejos (1943) habría que superponerle (se me dirá que excede la intención de este libro) otra más apegada al campo de la ciencia política. También creo que está ausente, al final de la vida, aquello que el propio Real razonaba como rasgo del género: el doble movimiento del “ensimismarse” y volverse hacia afuera (“alterarse”), el dual aspecto de com-posición y ex-posición. Tal vez así pueda entenderse mejor el efecto que sobre él y sobre su salud tuvo la doble destitución: la de su cargo en la Universidad y la que efectuó el Consejo Nacional de Educación (Conae).
Tómense los dos casos, si su crítica es convincente, como acicates para seguir una tarea de investigación incesante y como advertencia, además, de que en cada ocasión hay que volver a leer, interpretar, rastrear en los documentos, si se quiere mejorar el dibujo incompleto de los hechos.