Que un joven de 24 años muera baleado por la espalda al recibir un disparo en la nuca es un drama. Pero, además, debiera ser el recordatorio definitivo del fracaso del Estado chileno para avanzar, esta vez de verdad, hacia un nuevo trato con los pueblos indígenas.
Un nuevo trato. Un concepto que fue el sello de la comisión que se creó en 2001: la Comisión Verdad Histórica y Nuevo Trato con los Pueblos Indígenas. La presidió Patricio Aylwin (N de E: ex presidente de Chile) y la integraron diversas personalidades, como José Bengoa, el actual senador Francisco Huenchumilla, Aucán Huilcamán, el empresario Juan Claro y Felipe Larraín. Sí, el actual ministro de Hacienda.
Todos ellos estuvieron de acuerdo en recomendaciones que pretendían buscar soluciones de fondo y en las cuales poco o nada se ha avanzado. Y ello, a pesar de que algunas han vuelto a ser recogidas en otras instancias, también en la más reciente: el Plan Araucanía.
Desde Larraín a Huilcamán concordaron en la necesidad de darles a los pueblos indígenas reconocimiento constitucional, entregarles cupos parlamentarios y puestos en los consejos regionales, reparar los daños ambientales por actividades productivas, impulsar acuerdos de impacto-beneficio (teniendo como modelo a Canadá y Australia), la necesidad del entonces no ratificado convenio 169 (N de E: de la Oit, sobre pueblos indígenas y tribales en países independientes), el respeto a la justicia comunitaria siempre que el conflicto afectara a miembros de un mismo pueblo (dejando fuera el derecho penal). También, en que las forestales certificaran su producción (la meta propuesta era que el 50 por ciento de ellas cumpliera nuevas exigencias para el año 2010) de acuerdo a parámetros ambientales, contrataran mano de obra local, con condiciones de sus trabajadores, compraran a productores de la zona, etcétera.
Esa comisión también propuso en 2001 un plazo de tres años para resolver todas las reclamaciones que lograran acreditarse como ciertas respecto de tierras y despojos de los que fue víctima el pueblo mapuche por parte del Estado. “La Corporación de Reparación debiera dar cumplimiento a su mandato en un plazo no superior a tres años. La brevedad de este plazo se justifica por la necesidad de resolver las reclamaciones de los pueblos indígenas y de disminuir la inevitable incertidumbre en las propiedades sobre las que existen reclamaciones.”
La Comisión del Nuevo Trato vaticinó lo que ocurriría si se llegaba a optar por “entregar los reclamos de tierras de los pueblos y comunidades indígenas al tiempo, esperando que el olvido las sepulte: constituiría un error que alentaría los conflictos frecuentes y permanentes”.
Las propuestas eran amplias, abarcaban a todos los pueblos originarios del país. Sin ser perfectas, apuntaban a temas profundos y estructurales. Enfatizaban, además, la necesidad de avanzar rápido para que no siguiera latente ni se agravara el conflicto.
Pero los medios de comunicación no hicimos ningún seguimiento serio a estas ideas. Los ciudadanos apenas las conocieron y las autoridades de los tres poderes del Estado o bien no las comparten o están en el debe.
Hoy la muerte del baleado joven mapuche Camilo Catrillanca se debiera alzar como recordatorio no sólo de lo no hecho, sino de lo precarios que son nuestros consensos democráticos y de valores. Se ha cuestionado la importancia del uso proporcional de la fuerza (no se cura una fractura con un parche curita, así como no se mata una mosca con una piedra), se ha reivindicado en grupos radicales la violencia política como método de “lucha ante un Estado opresor”, se ha vulnerado la presunción de inocencia del comunero muerto al atribuírsele –sin fallo ni investigación previa– participación en el robo de autos y también el derecho a la presunción de inocencia de carabineros al tratarlos de asesinos apenas conocida la noticia.
La calma y la mesura en ciudadanos, y lo que es peor en autoridades, han estado muchas veces ausentes en esta semana.
“El origen de la intolerancia y la xenofobia es la ignorancia”, dice José Bengoa en su libro La emergencia indígena en América Latina. Y conocer al otro implica estar dispuesto a conversar y renunciar a la violencia. Significa no comenzar con prejuicios, como por ejemplo que es muy difícil dialogar con los mapuches porque no tienen una autoridad única, olvidando los antiguos parlamentos y pretendiendo que hay una única forma correcta de negociar.
Hemos olvidado tanta historia y tantas historias… Recordarlas serviría para entender qué hacer y qué evitar. Una de ellas resuena en el tiempo: en la isla Wellington, en Puerto Edén, existió un kawésqar, Lautaro Edén Wellington, que en los años cuarenta fue llevado a Santiago, donde ingresó a la Fach (N de E: Fuerza Aérea de Chile) y la sociedad chilena lo “civilizó”. Aprendió español y las costumbres modernas, y luego se lo envió de vuelta a Puerto Edén para que “liderara” a su pueblo. Pero Lautaro (por algo su nombre había sido puesto en honor al toqui mapuche) se rebeló. Retornó a su vida anterior junto a un grupo de los suyos, literalmente se despojó de lo que nunca había sido propio, tomó su canoa, y vestido con pieles y algo más volvió a vivir de la pesca. Murió un día ahogado en fiordo Calcetín.
Ése ha sido el proceder del Estado moderno en América Latina: “Un factor de homogeneización cultural. El colonialismo interior de nuestros países conducía a negar la existencia de diversidad interna, y que fuera sólo aceptable para el espacio del folclore. Mujeres vestidas a la usanza tradicional eran fotografiadas como parte de una idea simpática de que alguna vez fuimos indios”, explica Bengoa.
Reconocer esa historia, aprender de ella y cambiarla a futuro es imperioso. Y asumir que, con respeto, con diálogo y sin violencia, se debe afrontar un nuevo trato. Nuevo trato de verdad.
(Tomado del Centro de Investigación Periodística por convenio.)