No me gusta escribir obituarios y pretendo que este no sea uno. Además la palabra, si está asociada a la muerte de alguien de la generación de tus hijos, mucho más si fue alguien cercano para ellos y para quien escribe, a su intrínseca amargura arrima un angustioso regusto de bronca. No es justo que se altere así la natural sucesión de la vida.
Gaby Fleiss escribió seis libros para niños, incluido uno que sería de lectura en la enseñanza primaria. Desde el inaugural La fiesta sorpresa –que fue finalista en el Bartolomé Hidalgo y seleccionado para integrar las bibliotecas escolares mexicanas– hasta Bandanimal en América, pasando por Bandanimal, Lina y sus amigos, Bandanimal busca cantante y Sueños de verano, todos publicados en Santillana. Completó –aún no llegó a la imprenta– una novela para adolescentes. También una autobiografía, Los años sin lágrimas. ¿Por qué una autobiografía, alguien tan joven? Porque el tiempo y el cuerpo la apremiaban; ella sabía que nunca dejaría de ser joven. Todos esos libros fueron escritos mientras Gabriela, Gaby para casi todo el mundo –y para mí siempre Gabrielita, desde que la vi como un botón rosado en su cuna de recién nacida en Lima–, peleaba una semana sí y otra también contra el cáncer.
¿Los escribió desde una cama de enferma? De ninguna manera. Cumplía sus tratamientos, acataba las órdenes médicas, se sometía a otros tratamientos para paliar los efectos dolorosos de los primeros, pero, apenas conseguía cierto equilibrio, una especie de tregua en la larga enfermedad, ella salía a hacer lo suyo. Escribir, criar a su hijo, Uriel, trabajar en actividades culturales, recorrer escuelas de Montevideo y el Interior para leerles historias a los niños, amar a su familia, salir, viajar cada vez que podía, ya fuera con familiares o con ese grupo de fierro –de oro, diríase– de amigas que la rodearon desde la adolescencia, impulsar y trabajar en una asociación llamada Mimochi, que cada año les procura mochilas escolares completas a los niños de barrios carenciados.
Recuerdo que en una conferencia el escritor mexicano Juan Villoro habló de una tía suya que dijo: “La vida quiso que yo fuera desgraciada. Pero, ¿saben qué? ¡No me dio la gana!”. La frase podría haber sido dicha por Gaby. Vivía como si estuviera perfectamente sana, enfrentando el mal, pero sin darle el gusto de que le quitara su sello de fábrica: su gusto y su pasión por la vida. Mandándole parates a la muerte, se sumergió en la creación de fantasía para los que empiezan a vivir. No me arrogo la facultad de hacer crítica de libros para niños, pero en todos los que escribió Gaby pude constatar la gracia, el humor, la capacidad de hilar estructuras de aventuras con un cuidado y un fino sentido del ritmo, la dosificación de frases para mantener al lector –lectorcito– prendido de la trama. Y contaba cómo su pequeño fue casi un conejillo de Indias para adentrarse en ese peculiar mundo de la literatura infantil. Muchas de sus historias, o quizá todas, nacieron como los cuentos que le narraba cada noche, muchas se modificaron con observaciones o pedidos que Uriel le hacía o que ella intuía que podía hacerle. De ese niño propio que acunaba cada noche y de los cientos o quizá miles de chiquilines a los que iba a leerles en sus giras por las escuelas, que tanto le fascinaban, juntaba anécdotas divertidas y muchas veces emocionantes, y recogía en sus voces una devolución que impregnaba de energía y calor su batalladora vida.
Quien se acerque a Los años sin lágrimas, esa especial autobiografía –especial porque no es el relato de una vida entera, sino de los siete años que por entonces hacía que enfrentaba al cáncer–, no va a encontrar lamentos, quejas, maldiciones por la suerte, autocondolencia. Tampoco consejos ni reflexiones sombrías sobre la enfermedad y el dolor. Va a encontrar, sí, la crónica de una lucha y los entresijos humanos, afectivos y existenciales de una personalidad con una pasión vital tan restallante que podía sacar un elemento cómico de un examen médico muy complicado –de esos que nos aterra a la mayoría de nosotros– y extraer ramalazos de alegría y placer de todos los momentos en que la enfermedad le permitía una pausa.
Amó mucho y fue –es– muy amada. Por sus padres, mis queridos amigos de toda una vida, Luisa y Ricardo; por su único hermano, Pablo; por Daniel, su compañero; por los parientes y amigos que la conocieron; por ese pequeño que tendrá que recurrir, tan tan pronto, al consuelo de los recuerdos. Pero hay algo que sí sabemos todos los que conocimos a Gabrielita: serán recuerdos muy muy hermosos.