Putear es un placer, genial, sensual… - Semanario Brecha
Murió Enrique Pinti (1939-2022)

Putear es un placer, genial, sensual…

De los artistas más inteligentes que han pisado los escenarios porteños. Porque Enrique Pinti era un porteño de ley, por más que las luces de Broadway lo atraparan año a año. Este gran puteador era el mejor disector de la sociedad de su tiempo.

Oscar Bonilla

Se nos murió Enrique Pinti. A todos. A argentinos, uruguayos y a todo ser que camine por este mundo. Porque, verdaderamente, nada le era ajeno. Pinti, el de la palabra justa, el del diluvio que avanzaba sobre la platea anegándolo todo, arrasando con los poderosos, con los corruptos, con los discriminadores. Sus monólogos eran puertas abiertas al pensamiento crítico, a la diversión y al estilete sin concesiones.

La reputa madre que la parió. La concha de la lora. Que te recontra, muerte de mierda. Algo de esto y mucho más, porque sus límites eran insondables, le debe haber dicho a la Huesuda el otro día, cuando logró llevárselo con ella. Justamente en el Día Internacional del Teatro, como para joderlo del todo. Como para vengarse de lo que había denunciado en su larga, rebelde y maravillosa vida.

Y diré más. No sé si la Huesuda logró que se fuera así nomás, sin que le lanzara un discurso de tres cuartos de hora para dejarla hecha un felpudo. Por dentro, Pinti debía tener atragantados muchos improperios, muchos más de los que derrochó desde un escenario, muchos más de lo que se permitía cuando los reportajes los admitían. De repente, más que en su vida privada. Una vida resguardada bajo siete llaves y con candado.

No tengo ninguna duda. Antonio Gasalla en la creación de personajes y Pinti en el monólogo de actualidad –de eterna actualidad– son de los mayores exponentes del humor en el Río de la Plata. Y no pongo en consideración a otros muy valiosos que han marcado la historia en ambas orillas. Pero ahora que se fue puteando Pinti, Gasalla permanece con sus grotescas criaturas como un obelisco resistiendo el paso de los años, resistiendo a una televisión en la que el humor está ausente o bastardeado. Ya sé. Muchos me van a hablar de Tato, de Niní, de Espalter o de Almada, que ya no están, por lo menos, de este lado del telón. O de Perciavalle, el divo de los teléfonos, que vive y lucha desde su Laguna del Sauce.

Pero lo de Pinti era único. Un tipo cultísimo, que podía pasar de Homero a Shakespeare, de Nerón a Perón, con la facilidad de quien estudió como nadie, de quien palpó la realidad como nadie, de quien hizo del escenario su vida. Pinti no podía vivir sin un escenario. No pudo superar el encierro de la pandemia, por más que proyectaba y proyectaba espectáculos a sus 82 años. Con todos sus achaques a cuestas. Pero lúcido, imponente, brillante en sus réplicas, siempre audaz, atacando la injusticia, denunciando a quien fuera y sin miedo.

Sus estudios de lengua y literatura asomaban a cada rato. En Pan y circo, Salsa criolla, Candombe nacional y El infierno de Pinti. Pero no había que saber de Dante o de Colón para disfrutar de sus espectáculos. Había que dejarse llevar por su torrente de palabras, verdaderas cataratas en las cuales no existía el silencio. Cuando se instalaba en medio del Maipo o en su entrañable teatro Liceo, todo lo demás quedaba en un segundo plano. Los actores que lo acompañaban, los bailarines, las bailarinas, hasta los rubros técnicos. Porque el espectáculo era él. Esa figura enorme, tan alejada de los galanes, que vivía bromeando con sus pocas bondades faciales. Podía luchar con sus quilos, pero los llevaba con contundencia. Y los convertía en motivo de goce. Se regodeaba con un derrame verbal que nunca perdía su hilo, que ensamblaba a la perfección con todas las puteadas que se convertían, en su boca, en ramos de flores, como marcaba Brassens.

¿Quién podrá analizar el mundo político argentino y mundial con la apertura de Pinti? ¿Quién convertirá el escenario de una simple y bienvenida diversión en una tribuna donde los malcagados y los corruptos asomen en cada segundo, quizás sentados en esa misma platea, recibiendo los cachetazos sin inmutarse? El teatro era su trinchera y no había bala que lo atravesara. Porque el manso poder de la razón sobre los hombres, al decir de Brecht, estaba unido al fervor, al conocimiento del aquí y ahora, a la sabiduría de seducir a argentinos y extranjeros, jóvenes y viejos, oficialistas y opositores, aunque la cachetada podía doler con la crueldad de un Aquiles mientras vencía a Héctor al tiempo que dejaba que pudiera hablar y sufrir más.

No cantaba muy bien, pero eso no importaba. No solía tener, sobre todo en sus últimos años, un gran despliegue corporal en la escena, pero eso tampoco importaba. No tenía la capacidad de ser un bailarín de fuste, pero eso importaba menos aún. En tiempos en que se habla tanto de stand up, en los que se negocia con ese subgénero nacido en Canadá y Estados Unidos de manera formal, desafío a cualquiera a intentar acercarse a este fenómeno de la naturaleza que fue, y es, Pinti. Sin duda, podía ser un standupero de primer orden, pero creo que siempre prefirió lo de showman. Aunque, por momentos, la risa se congelaba. Se volvía un bloque de hielo que restallaba en el espectador para avisarle que el entretenimiento solo era el comienzo de una conciencia necesaria, exigencia básica para ser un ciudadano del mundo como corresponde. Y por supuesto, a la vez, intransferiblemente argentino.

EL CINE QUE LO EVADIÓ

Siempre se quejaba de que el cine no le había dado las oportunidades que buscaba. Apareció en distintos papeles a cargo de directores de peso, pero en un plano secundario, como a la espera de que alguien se convenciera de que podía dar el batacazo con una labor extraordinaria, incluso en las antípodas de sus proezas verbales. Hay quienes lo asocian a ese pequeño y grotesco personaje de Esperando la carroza, ese borracho que se metía casi de prestado en un velorio en el que no entendía nada. Prefiero recordarlo en su merecida labor de Perdido por perdido, de Alberto Lecchi, en ese expolicía rengo y antiheroico que revelaba ribetes oscuros. Logró varios premios con ese papel, como también los logró con sus aventuras teatrales. Pero en cada reportaje televisivo titilaba en sus ojos la desilusión de ese cine que tanto había visto y había estudiado, y que le era esquivo, tal vez porque no entraba en los cánones que se requerían.

No importa. Pinti hizo cine igual, cuando pudo. Hizo televisión y radio, cuando pudo. Adaptó varios musicales y creó canciones y obras infantiles de enorme éxito. Sin ser un cantante, estuvo al frente de musicales de fuste como Hairspray y Los productores. También combinó la tribuna de la revista o del monólogo con Clifford Odets, Joe Orton e, incluso, Molière, en la única ocasión en la que lo llamó el teatro San Martín para El burgués gentilhombre. El teatro Cervantes nunca intentó contratarlo. Y es que no cuajaba con los oficialismos de turno, ni con ningún oficialismo, creo. Para seguir su lenguaje, había mucho culorroto que se cagaba en las patas cuando Pinti abría la boca y vomitaba las barbaridades de una Argentina que amaba profundamente.

Nunca se fue de su país. Aunque religiosamente se tomaba sus vacaciones y anclaba en Nueva York, donde los brillos lo volvían a cargar de energía para retornar al mango. Nunca tuvo celular, por lo menos hasta donde yo sé. Solamente un teléfono, el de línea, el de su casa, que difícilmente atendía, salvo a sus allegados. Sus amigos eran los elegidos incondicionales. Y la célebre mesa del restaurante Edelweiss, en la calle Libertad de Buenos Aires, debe estar de luto. Por más que Pinti hubiera lanzado una puteada y les hubiera pedido que por favor brindaran con champagne francés. Del mejor.

Hacerle una entrevista a Pinti era un placer. Un profundo placer. Era solo lanzar una pregunta para que la catarata derramara sus aguas como en el Iguazú, sin tiempos muertos, sin tapujos, sin miedo a palabra alguna. Y todo lo que decía tenía peso. Tenía una razón de ser. Una idea sólida y compartible. Un paseo cultural que una vida dedicada al arte y a la lectura convertía en una lección, sin querer serlo. Y lo mejor para cualquier periodista: la tortura de desgrabar, en su caso, se transformaba en una doble felicidad, porque hablaba con una estructura perfecta, sin errores, con una sintaxis envidiable, que desde su oralidad se transformaba en texto escrito sin necesidad de elaboración. Su mente construía todo como para que nadie se tomara el trabajo de reconstruir un diálogo.

«Una vez amé, pensando que me amarían, pero no fui amado. No fui amado por una única razón inmensa. Porque no tenía que serlo», dice un célebre poema de Fernando Pessoa. Pinti dijo más de una vez que nunca se enamoró… Que su trabajo era su amor. Que hubo calenturas, claro. Pero amor no. O quizás amor no correspondido, como Pessoa. Pero todo ese mundo lo cerró a cal y canto, reservado para alguien o para nadie.

«Si te dicen que el teatro está muerto, no les creas. Es la trampa que nos hace desde hace siglos. Es muy astuto y sabe que las malas noticias venden más», lanzaba en un discurso de 2001, justamente para el Día Internacional del Teatro, ese mismo día en el que él, entre carajos, mierdas, conchudos y otras delicadezas imborrables, se alejaba cantando bajito lo que quizás, ¿por qué no?, pudo haber sido un sueño de cine: «I’m singin’ in the rain, just singin’ in the rain…».

Artículos relacionados