El plano secuencia es un recurso cinematográfico en el que una escena es rodada en una toma continua, sin cortes aparentes de edición. Esto significa que la cámara se traslada siguiendo la acción sin interrupciones y con movimientos fluidos, y con una coreografía cuidadosamente ensayada de actores y equipo técnico. Por los avances tecnológicos y los abaratamientos en los costos de producción, los planos secuencia han proliferado en las últimas décadas y se han vuelto un recurso constante de casi cualquier producción cinematográfica. Solo hace falta una cámara liviana y cierto nivel de orquestación y coordinación general para lograr un plano secuencia aceptable. Hoy los planos secuencia pululan, y películas como Birdman, Victoria, Utoya: July 22, 1917 o la maravillosa One Cut of the Dead son solo algunos ejemplos de un multiverso de películas cimentadas con este recurso.
Corresponde preguntarse si esta herramienta cinematográfica es pertinente en cada una de las obras en las que se utiliza; cuál es su peso, su aporte sustancial a nivel de atmósferas, de impacto emocional; si es un catalizador narrativo o, por el contrario, entorpece el ritmo y la fluidez del relato. Por sobre todo: ¿es un medio para un alarde de virtuosismo técnico o se justifica como parte esencial de una experiencia estética? Sería un ejercicio cinéfilo interesante estudiar los grandes planos secuencia de la historia del cine y evaluar hacia cuál de ambos lados de esta tesis acaban por inclinarse. Este cronista tiende a pensar que los celebrados planos secuencias de Aleksandr Sokúrov (El arca rusa) y Theo Angelopoulos (La mirada de Ulises) son ejemplos de lo primero, y aquellos ejecutados por maestros como Alfred Hitchcock (La soga) y Orson Welles (Touch of Evil), de lo segundo.
Adolescencia es una miniserie británica estrenada en Netflix, creada por el guionista y dramaturgo Jack Thorne y por el actor (aquí protagonista) Stephen Graham, y dirigida por Philip Barantini. A apenas dos semanas de su estreno, se ha convertido en un suceso viral que ha fomentado innumerables discusiones en redes sociales y hasta debates mediáticos con especialistas de las más diversas disciplinas. Uno de los aspectos más llamativos de su realización es, en concreto, que cada uno de los cuatro episodios que la conforman (y que duran de 51 a 65 minutos cada uno) está logrado con un único plano secuencia: es decir, fueron filmados sin cortes y con una única cámara en continuo movimiento. Barantini había trabajado con Thorne en su brillante película Boiling Point, también construida con un magnífico plano secuencia, una caótica inmersión en un restaurante colmado de conflictos.
Ahora bien, el plano secuencia tiene una peculiaridad esencial: su simple ejecución supone la articulación detallada de un gran contingente de personas abocadas a un propósito único en un momento determinado, con mucha concentración y riesgo. La sola consecución de un plano secuencia implica una carga de tensión, intrínseca al rodaje, que muchas veces acaba plasmándose en la obra terminada. El cineasta español Rodrigo Sorogoyen, gran ejecutor del artificio, dice haber visto las mejores interpretaciones de su vida emergiendo como por milagro de actores que se encuentran bajo la inmensa presión emocional y psicológica de un plano secuencia.
Adolescencia dispone de una inmediatez y una visceralidad rara vez vistas, actuaciones descomunales, una experiencia inmersiva en circunstancias extraordinarias: una redada policial, interrogatorios de todo porte, la vida en un centro psiquiátrico juvenil y en un hogar desquebrajado. El plano secuencia imprime un dinamismo atípico y, asimismo, permite distender la narración luego de un pico de tensión (en las transiciones en las que los personajes se transportan o trasladan desde un sitio hasta otro). Una panorámica en contrapicado con la cámara volando, adherida a un dron, agrega espectacularidad al tiempo que «Fragile», de Sting, entonada por un coro infantil, habla de marcas indelebles causadas por actos violentos. La comunidad nunca volverá a ser la misma.
EL FRACASO SOCIAL
La trama se centra en un adolescente de 13 años que es arrestado y acusado del asesinato de una compañera de clase. A lo largo de los cuatro episodios se propone un acercamiento a su familia, su liceo, sus grupos de pares, su entorno vecinal; se descubre, además, cierto grado de influencia de las redes sociales y las subculturas en línea, así como del acoso escolar y el ciberacoso. Todo con un grado de verosimilitud y realismo apabullantes, además de una peculiar lucidez para articular problemáticas incandescentes de nuestro tiempo. Lo que se expone, a grandes rasgos, es una sociedad resquebrajada, un universo signado por el dolor de un trauma y
sus variadas consecuencias. Ante un crimen de esta magnitud, las diversas instituciones y los actores sociales se activan proponiendo reacciones variopintas: desde las autoridades de la secundaria temerosas de perder prestigio hasta una familia que pierde todos los marcos de referencia; los policías que siguen protocolos poco pertinentes; investigadores que se demuestran incapaces de comprender el universo adolescente; una psicóloga que, en su pericia, quizá acabe por causar más daño a un menor derruido y condenado de por vida; adolescentes que, temerosos, silencian verdades o explotan en violencia.
Un tema de debate amplificado por la serie es lo que ha dado en llamarse incel, una comunidad virtual de hombres que asumen ser personas incapaces de establecer relaciones afectivas con mujeres, a pesar de desearlo. Dentro de estos grupos, es común la frustración, el resentimiento y, en muchos casos, los discursos misóginos radicalizados. La regla «80/20» se funda en la creencia de que el 20 por ciento de los hombres atrae al 80 por ciento de las mujeres, lo que deja al 80 por ciento restante en desventaja en el «mercado» de citas. Este tipo de grupos tiende a caer en lo que se conoce como posverdad, una signada por un sesgo cognitivo que radicaliza discursos de odio, aísla ideológicamente y deteriora a sus miembros en su autopercepción y su salud mental.
Lo interesante, y quizá lo más valioso del planteo, es que se evitan las respuestas fáciles, los reduccionismos psicológicos, las conclusiones apresuradas. Algunas pistas «falsas» podrían cimentar ciertas hipótesis (sobre la violencia heredada, la incomunicación, la masculinidad), pero las múltiples complejidades de la historia logran refutar cualquier explicación unicausal. Las responsabilidades no recaen sobre nadie en particular, pero nadie está del todo exento, tampoco, de ellas.
¿A qué responde una construcción que no aporta conclusiones, veredictos y resoluciones claras en términos de verdad? Quizás, el mayor atributo de esta serie radica en que es lo suficientemente elocuente y rotunda en la exhibición –y la explicitación– de un verdadero fracaso social. Lo único que queda son incógnitas, pero, por sobre todo, impera la idea de cómo fallamos en ver, comprender e interpretar señales que estaban a la vista de todos. Ante este hueco de sentido, ante estas inquietudes, ante esta angustiosa herida social, lo que resta es el debate, la reflexión y la acción política. Es de celebrar la masividad que conquistó una serie de este porte y su capacidad para remover conciencias, y, por lo tanto, de llamar a la acción. No deja de ser interesante que la misma serie instigue a un movimiento sencillo, al alcance de todos: sentarse a dialogar con los hijos propios podría ser el inicio de una transformación significativa.
*Adolescence, de Philip Barantini. Miniserie de cuatro episodios. Netflix, Reino Unido, 2025.