—¿Formación formal o autodidacta?
—Soy novena generación de actores en mi familia; me crié entre artistas, músicos, pintores, directores.
—Entre ellos una tía uruguaya, Luisa Vehil.
—Sí, la vocación despertó a los 20 años, me presenté a una prueba para un protagónico de una obra teatral argentina, me lo dieron, y desde entonces no paré.
—Te lo dieron después de probarte una sola vez.
—Sí, y luego nunca paré de hacer cine, teatro, televisión. Hice televisión en vivo, en blanco y negro, ciclos de grandes obras del teatro universal y argentino, cosas bonitas y arriesgadas.
—¿En algún momento sentiste que te faltaban herramientas que un maestro podía procurarte?
—No sé qué me falta y qué me sobra, creo que en esto cada uno maneja su librito. Como no conozco actores geniales que den clases, no creo que pueda enseñarse lo que no puede reproducirse.
—No concebís que este arte sea susceptible de magisterio.
—Creo que esto se aprende, no se enseña. Pero insisto, cada uno con su librito. Lo que se enseña son recursos y técnicas para ejercitar determinadas cosas. Sí me hubiese gustado, cuando tenía mi cuerpo bien, haberlo entrenado mejor, no pensar que su potencia sería vitalicia.
—Sentir eso es parte de ser joven.
—Y está bien, no es bueno vivir angustiado por cosas que nunca sucederán. Aunque el cariño por determinadas áreas tuyas, en este caso el cuerpo, en otro la conciencia, en otro la agilidad mental, en otro la intuición –con intuición me refiero a pensar más rápido–, es una tarea que hay que tomarse a pecho, ya de chico. Sobre todo para este oficio; las energías que uno maneja son muy raras, a veces te juegan en contra, te patean, porque te cargás de emociones que no sabés cómo dominar. Eso termina jodiéndote el cuerpo sin que te des cuenta, o ampliando el concepto que tenés sobre la diversidad de la vida. Y como la prueba y el error son constantes, podés llegar a desvirtuar tu personalidad, tocar una nota que no te corresponde. Y el cuerpo te condiciona, a través del dolor, todo: mente, humor, sensibilidad.
—Estás recordando el accidente que casi te mata.
—Toda mi existencia estuvo signada por el dolor. Antes de hacer El hombre elefante corrí una carrera de canotaje en el lago San Roque, 98 quilómetros, sin haber remado en mi vida. Me produjo microdesgarros en varios músculos, y con ellos subí al escenario, repleto de dolor. La ola que me revolcó después, lesionó la médula y casi me ahoga, triplicó la apuesta.
OLVIDATE DE LA FIACA
—Todos los actores y actrices que entrevisto, y son muchos, aseguran que supieron separar teatro y vida personal. Yo insisto en dudarlo, y lo menciono porque reconociste que el oficio puede alienarte.
—A mi edad ya no. Creo que incide más, en posibles desequilibrios, la falta o el exceso de trabajo. Si hay exceso apelás a pichicatas que te mantienen despierto, y si falta estás pendiente de que alguien recuerde que existís, para poder existir. Es muy rara esta profesión.
—¿Tu equilibrio sufrió oscilaciones?
—Por supuesto, si la vida tiene algo que mostrarnos es que no hay momento de tranquilidad, ni descanso, todo es movimiento. Lo es el teatro, el escribir, el pensar, sacar una foto, mirar con un solo ojo el afuera y tratar de darle sentido con dos. Procurar que las ideas tengan emociones, y viceversa; no es posible viviseccionar trabajo por un lado, vida por otro.
—El peligro es que de tanto especializarte en ser otros, un día no sepas quién sos.
—Sé de actores que han tenido brotes psicóticos, pero lo que decís es un extremo.
—¿Cómo previniste ese tipo de afecciones?
—No tengo la menor idea, para arreglar una máquina hay que pararla, pero si tenés la obligación de llevar plata a tu casa todos los días, ¿cómo detenerse? Es una elección, hacerte bien o darle de comer a tus hijos. Y yo no sirvo para otro oficio, me gusta este. El desequilibrio, creo, surge del encontronazo entre los mundos ideales que este trabajo te plantea, hagas de filósofo o de dictador, y esa suerte de resaca de otra cosa, más grande, que llamamos realidad.
—¿Y es apariencia?
—Sí, partecita a la que tomamos por el todo, y nos adiestra en cómo debemos ser para ser aceptados. Si no aparecés equis veces en televisión, o en tapas de revistas, no sos; el viejo asunto del consumidor consumido. La gente es adicta a las mentiras, necesita consumir las que le cuentan los medios para sentirse parte de un mundo al que nunca accederá. Lo que te salva es la vocación, si de verdad amás esto, te ajustás a elaborar personajes, no a chocar con la realidad.
—Pero ese es el problema, el amor que el exceso transforma en locura.
—Depende de los límites que te plantees. Si querés enfrentar un misil con un escarbadientes es difícil que ganes, pero hasta eso justifica el amor. El amor es la única invención real del ser humano (sonríe); lo demás es pasto de peleas idiotas. La única posibilidad de enloquecer es sentir que nunca alcanzarás lo que querés darle al público, pero esa es una preocupación de dioses, no de mortales.
CUESTIÓN DE DERECHOS
—Tu actual pareja es tu compañera de escena en una obra sobre el vínculo amoroso. ¿Cómo controlás ese nivel de coincidencias?
—No es más ni menos que cualquier ficción que debo volver real para el espectador.
—¿Y los conflictos derivados de llevar el trabajo a casa, y viceversa?
—Los resolvemos antes de salir al escenario; no hay manera, si no. No podés hablar de respeto, entrega, pasión, en escena, si estás peleado con el actor o actriz que te acompaña.
—¿Qué pasa con los conflictos que suele generar el estar dedicados, ambos, al mismo arte?
—Es la vida dentro de la vida, son los mismos conflictos que los personajes necesitan para dar sentido a lo que hacen.
—En la medida en que actuar es mentir, algunos sostienen que si sabés fingir bien el amor, poco importa que odies, en verdad, a tu compañero.
—Aunque no estoy de acuerdo en que actuar sea mentir, si alguien prospera con esa receta, bien por él; no creo que haya que meterle al personaje cosas que no merece vivir. Para eso está la voluntad, que es la que permite, de paso, transformarte en otro. Las emociones del personaje son las de él, no tenés derecho a ponerle las tuyas; y tu probidad, como actor, es ceñirte a eso, no abrumar al personaje con tus miserias.
—Dicho así parece sencillo, ¿lo conseguiste?
—No podría actuar contranatura de lo que pienso y siento. El personaje te va ayudando a colocar las emociones donde deben estar, y es un devenir que sólo cristaliza con el público. Por eso nadie es actor hasta que estrena, porque le falta la respiración, y la energía, de los que vinieron a verlo.
—Volviste de España a una Buenos Aires que, según dijiste, ya no reconocés. ¿Te gustaría, igual, quedarte?
—Sí, porque a pesar de que no es la misma, la amo. Y a mi país. Lo que no tolero es la gente indecente, maleducada, grotesca, que vende seres humanos por pantalla.
—Gente “tinelliesca”.
—Lo dijiste con todas las palabras.
1. Hoy: el diario de Adán y Eva de Mark Twain, de Solá, Blanca Oteyza y Manuel González Gil; con Miguel Ángel Solá y Paula Cancio, dirigidos por Manuel González Gil. Sala César Campodónico del teatro El Galpón, mañana a las 21 y el domingo 29 a las 19 horas. Entradas en Red Uts, Tienda Inglesa, Red Pagos y boletería del teatro.