Durante largo –larguísimo– tiempo pensé que era un clavo, pero a través de las décadas y de las mudanzas, cuando tan incómodo se volvía, en que su suerte estaba siempre en cuestión (¿qué hago con este ladrillo, no es mejor tirarlo a la basura?) y se salvaba milagrosamente más que por una acción consciente de rescate, por cansancio, nomás, se fue convirtiendo, tozuda, silenciosamente, en un buen compañero. Nadie sabe como llegó allí, pero allí siempre estuvo. Claro, un allí cambiante. La casa de mis padres cuando nací, cuando empecé a caminar, cuando entré a la escuela, cuando fui al liceo, cuando me fui y volví –operación largamente repetida–, y no eran siempre las mismas casas, pero era, porque era la casa de mis padres. Y él siempre ahí. Tuvo labores prosaicas, totalmente ajenas a su académica y docta vocación. Por tan pesado, creo que más de una vez lo usaron para aplastar el matambre (¿es que alguien hace, todavía, matambre casero?). También fue base de algún árbol de Navidad, de aquellos que eran ramas de pino verdaderas, medio torcidas, mal plantadas en una maceta forrada de papel de regalo. Y con alguno de sus pares –ninguno tan digno como él– también fungió de soporte de aquel televisor chiquito, blanco y negro, donde a mediados de los ochenta mis hijos miraban a Los cuatro fantásticos y yo las mejores telenovelas brasileñas de la historia de las telenovelas brasileñas.
Todavía me emociona leer lo escrito en su última página: “Acabóse de imprimir este libro en Madrid, en casa de los Sucesores de Hernando, el 31 de diciembre de 1914”. ¡A las puertas de una guerra –que a Hernando, evidentemente, le fue ahorrada– esos sucesores con mayúscula imprimían libros como éste! Y hora es de decir su nombre: Diccionario de la Lengua Castellana por la Real Academia Española. Decimocuarta Edición, letras todas inscritas arriba de un grabado que muestra una suerte de fuego sobre el que sobrevuela algo así como una cinta donde se lee la enigmática leyenda: “Limpia, fija y da esplendor”, lo que, con perdón de los beneméritos académicos, se parece un mucho a una publicidad de cera para pisos.
Nunca recurrí a él como se recurre a los diccionarios, es decir, para averiguar qué quiere decir tal palabra. Pero esta guía, por vieja, tiene datos invalorables. Por ejemplo: sus primeras páginas se dedican a detallar, prolijamente, los grados, méritos y virtudes de los académicos que actuaban en el momento de la publicación. Infinidad de méritos intelectuales, no pocas veces aderezados con títulos nobiliarios, cuya enumeración lleva varios renglones. Nombres que nadie recuerda, más allá de sus deudos, supongo. Y en medio de esos renglones cargados, modestísimo, “Benito Pérez Galdós. Diputado a Cortes”. El Balzac español, el único que sobrevivió a la fugaz luz de los méritos circunstanciales, tiene el relato más breve de todos los relatos de quienes trabajaron, hace más de cien años, para dejarme esta maravilla de ladrillo.
Esto va para largo, pero debo agregar que alguien que no ama frecuentar los diccionarios, cada tanto, se solaza buscando al azar alguna palabra que allí figura. Muchas de ellas han muerto, al menos para nuestro rioplatense hablar, son antiguallas que uno se imagina dichas por ese castellano de zetas y de ces perfectamente pronunciadas. Es fantástico, por ejemplo, encontrar que la palabra “diablo” ocupa casi una página menos –dos columnas de una página de tres–, con varios de sus usos. La que más me gusta: “Yo como tú, y tú como yo, el diablo nos juntó, o el diablo te me dio”. Y como el buen castellano identifica perfectamente la zeta, véase esta maravilla: “Zorronguión, na. adj. fam. Aplícase al que ejecuta pesadamente, de mala gana y murmurando o refunfuñando las cosas que le mandan”. Hombre, cuántos zorronguiones tenemos cerca, en la administración pública para empezar. Lo bueno es que si los llamamos así, no van a ofenderse.