Quién lo creyera - Semanario Brecha
Elena Fonseca Muñoz (1930-2024)

Quién lo creyera

Estela Peri

Mientras iba creciendo no le gustaba nada que le dijeran Elenota. No sé si fueron sus padres quienes la llamaban Elenita o sus tres hermanos mayores los que insistían en respetar su altura, pero al final ahí se quedó y hubo Elenota para rato. Tanto que muchas veces la llamaban así los propios hijos y nietos y, por supuesto, sus hijas y nietas, que para eso Elenota era feminista. Para diferenciar, igualar, y cambiar el mundo.

En este Montevideo vacío de fin de año, algunas de esas feministas nos juntamos a hablar sobre Elenota y tomar a su salud el whisky que ella hubiera tomado. Decidimos escribir cada una un poquito. Pero la quisimos tanto y era tanto lo que teníamos para decir que no alcanzó el espacio, y la historia de cómo a los 80 años se compró una moto y las amigas terminamos regalándole un casco quedó para otra ronda.

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Figura y genio. Parto de un lugar común para hablar de una persona excepcional. Y lo hago dando vuelta el dicho, como ella, que tantas veces le dio vuelta al mundo, a su mundo, a nuestros mundos. Elenota, figura, con su porte tan notorio y original, su estética tan transgresora y particular. Elenota, con su genio y ética del buen carácter, pero también su firmeza y su grandeza. Hablamos mucho sobre la muerte, sobre la importancia de vivir de manera autónoma, consciente, digna y con independencia.

Elenota era una mujer querida y apreciada en muchos círculos sociales, políticos y, por supuesto, del feminismo en Uruguay y en la región. Apreciada y amada en su intimidad familiar y en la intimidad de sus amigas. Admirada por su elegancia, querida por su integridad, por su capacidad para no dejarse asustar por nada ni por nadie, y al mismo tiempo por dejarse asombrar por tantas y por tanto. Por construir vínculos entrañables, tan personales y tan individuales. Ella, 40 años más vieja, hizo posible que construyéramos una amistad duradera con la que me sorprendió por más de dos décadas. Al respecto, la cito: «Recupero el término viejas o viejos por considerar que es la acepción original. Las demás acepciones son vueltas de tuerca, eufemismos culposos para no asumir el menosprecio que el término fue adquiriendo en el correr de los años. Y decimos viejas con cariño».

Compartíamos libros y autoras, y hasta se tomó el tiempo de traducir para mí, de su puño y letra, la canción «L’amitié», de Françoise Hardy. Un gesto que refleja la delicadeza y el reparo con los que te cuidaba y que tantas veces le permitió decir te quiero.

Era una mujer de rutinas que, a la vez, se dejaba sorprender por todo lo nuevo que llegaba a su vida. Diría que era una mujer reservada con su intimidad –incapaz de agobiarte con lo suyo– que, al mismo tiempo, te sorprendía hablando sin tapujos de su vejez, de sus límites, de los cambios físicos y los desafíos del cuerpo con los años. Y fue la persona con la que pude conectarme más intensamente en torno a la libertad para morir, y la que me enseñó que también en la vejez se podía vivir con dignidad desde el feminismo.

La voy a extrañar profundamente, soberanamente. A ella, una mujer soberana, una mujer de todos los tiempos y de ningún tiempo. A ella, una mujer coherente, una mujer elegante, sin escándalos pero digna de algunos excesos. Como en el poema «Pido al dolor que persevere», de la colombiana Piedad Bonnett (último mensaje que compartí con ella el 21 de diciembre), pienso en cómo hacer no solo para recordarla, sino para que el dolor de su ausencia persevere en mí, volviéndola presente.

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En el último mensaje que intercambiamos el viernes, me dijo que se encontraba sumergida en un mundo de emociones, todas adorables. Es que ella supo cultivar una emoción y un diálogo singulares con cada persona de los diferentes mundos que habitaba. Siempre admiré la sabiduría de esas conexiones y la forma llana, profunda, crítica y generosa que las impregnaba. Compartimos 40 años de complicidad feminista, aprendiendo a pensar revoluciones y también a envejecer sin matar la pasión y el deseo de cambiar la vida, como escribimos en la primera revista de Cotidiano Mujer. Elenota llevó siempre una bolsa llena de comienzos, como dice Ursula K. Le Guin, con muchos más trucos que conflictos; y en eso se expresaba su sabiduría.

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Conocí a Elenota en 1984, último año de la dictadura. En aquel tiempo se hacían charlas informativas para pequeños grupos que se reunían para que familiares de presos políticos, de desaparecidos y de exiliados pudieran denunciar las terribles situaciones de reclusión, la tortura, el exilio y, por supuesto, la desaparición forzada y el secuestro de niños.

Con un grupo de compañeros, estudiantes de Comunicación, participábamos desde 1983 de estos encuentros proyectando audiovisuales que hacían llegar la información con otro lenguaje, el de la imagen.

Elenota, muy amiga de Luz Ibarburu –madre de un desaparecido y una de las más activas referentes del colectivo–, se vinculó solidariamente a estas reuniones informativas. Fue allí donde la conocí. Compartí con ella momentos inolvidables de militancia por los derechos humanos en una época difícil, en la que convivíamos con el miedo, pero sobre todo con el amor y la solidaridad.

En 1985, a la vuelta de una de estas charlas, me comentó que la habían convocado a una reunión con un grupo de mujeres que querían publicar una revista feminista. Nos reímos porque le dije que yo también participaba de esas reuniones.

La revista salió y se llamó Cotidiano Mujer. Elenota integró este colectivo durante casi 40 años. Desde allí desarrolló su veta de periodista radial y aportó al pensamiento feminista sobre la vejez. Era lindo encontrarla, sin falta, en reuniones y marchas. Me guardaré todo su cariño y su ternura para no extrañarla tanto.

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Llegué al feminismo con los zapatos prestados por tantas mujeres que fueron pasándome los suyos y fueron abrigando mis pies casi descalzos. Pero vos, Elenota, también abrigaste mi alma. Pero hoy… pero hoy… pero hoy estoy más sola y voy buscando ese calor en los libros que me recomendaste leer y tu enseñanza vital. Elenota, pienso en vos y detrás de la pena y la tristeza que me produce tu muerte siento: ¡pura vida!

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«Voy contra mi interés al confesarlo», pero creo que Elenota era más amiga mía que de sus otras amigas… aunque hace un tiempo vengo sospechando que cada una de esas amigas creía lo mismo. Mérito de su arte incomparable para el diálogo porque con Elenota se podía conversar de verdad –¡conversar, dar vueltas en compañía!–; el resultado era siempre una grata sensación de escucha e intercambio.

Dimos muchas vueltas a lo largo de 40 años, conversando, en la ciudad y en la playa. Las últimas fueron por El Prado, al paso lento que imponían sus emociones y sus pulmones. Descansamos en el rosedal, pasamos por el Hotel del Prado y nos detuvimos frente a su casa de la infancia. En cada pausa ella ordenaba el aluvión de recuerdos y los contaba con gracia y un poquito de malicia, sabiendo que paseaba con una taimada periodista. 

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