Estamos en uno de los momentos más bajos desde la recuperación democrática. Los destellos de un episodio bochornoso han iluminado por un instante la superficie sobre la que estamos parados. Luego de 15 años de gobiernos del Frente Amplio (FA) –con sus impulsos y sus frenos, con una oposición conservadora que combinó la producción de miedos con las críticas morales–, llegamos a las elecciones nacionales de 2019 con la letanía de los manuales de ciencia política que señalaban que toda rotación es buena, pues oxigena y tiene efectos positivos sobre la salud general del sistema. Vaya uno a saber qué quiere decir eso. Pero lo cierto es que la alternancia y el empate electoral se dieron en un contexto de predominio conservador, de fuertes cambios en la estructura social, de nuevas fuentes de precariedad y de amplias zonas de descontento. El miedo, el desinterés, el resentimiento y los reflejos autoritarios fueron algunos de los insumos que dotaron de sentido a la nueva ofensiva y garantizaron la alternancia.
Los largos meses de pandemia lo cambiaron todo. Al recurso de la «herencia maldita» del FA se le agregó otra circunstancia que elevó el umbral de aceptación de un gobierno que apostó fuerte a la imagen del presidente y a un discurso de solvencia construido con eficacia. Las reformas regresivas consagradas en el presupuesto, la Ley de Urgente Consideración (LUC) y las rendiciones de cuentas pudieron procesarse, con más tranquilidad de la esperada, gracias a un capital político incrementado durante los dramáticos meses de confinamiento. El estilo presidencial de calculada cercanía y las infinitas promesas de libertad se conjugaron con momentos de despliegue de violencia política que intentaron imponer temas, opiniones y lenguajes. A su turno, la oposición mostró dificultades para adaptarse al nuevo escenario y osciló entre el repliegue y la iniciativa (no sin vacilaciones iniciales, como en el caso del referéndum contra la LUC). La centralidad de lo electoral conspira –y conspirará– contra la comprensión y la codificación de esta nueva realidad.
Trascurrido el tercer año del actual gobierno, muchas de las ilusiones comienzan a desvanecerse. Crecimiento de la economía y aumento de la pobreza, repliegue del Estado en las zonas más vulnerables, incremento de los homicidios a niveles prepandémicos, gestión de la Policía cargada de viejas prácticas, debilitamiento de todo lo público y fuertes transferencias –económicas e ideológicas– hacia los sectores dominantes. A todo esto hay que sumarle una serie de graves episodios que introducen fuertes cuestionamientos sobre las formas de hacer política (ataques a la oposición que terminan con bajas en las propias filas, por ejemplo), sobre los delgados límites entre algunas afinidades partidarias o personales y poderosas redes de ilegalidad (como el caso del pasaporte a Sebastián Marset) y sobre el corazón mismo de la confianza política, teniendo en cuenta que una trama de criminalidad organizada quedó al descubierto en la propia Torre Ejecutiva.
Hay todo tipo de razones –estructurales y coyunturales– para que las alarmas suenen con estruendo. En el caso de su jefe de custodia, la capacidad de comunicación del presidente resultó inútil para controlar una situación desbordante. Aquí no solo quedan al descubierto las inconsistencias, las mentiras y la ausencia de las más elementales previsiones, sino además las heridas a la confianza. El presidente ha señalado con insistencia que no miente, que lo conocemos y que su confianza fue traicionada. Esa insistencia y las evidencias que aparecen a diario hacen más nítida la trama de engaños. ¿Qué tipo de afinidades tiene que haber para depositar la confianza en una persona que irradiaba turbiedad? ¿Cómo alguien puede ser engañado tan fácilmente durante años, sin mediar una intención expresa de dejarse engañar? Cada dato que surge sobre las acciones de Alejandro Astesiano ilumina el perfil del propio presidente. Que se entienda que no estamos hablando de conocimiento, complicidad y encubrimiento de hechos delictivos, sino de algo mucho más difuso, más cercano a las afinidades electivas que van construyendo dinámicas sutiles que luego desembocan en estos resultados.
Hay toda una realidad que se procesa por fuera de los discursos de la transparencia y de las estrategias de comunicación, en la que los ricos acumulan más riqueza, la violencia política se hace más ostensible, los pasaportes llegan a manos indebidas, las operaciones de inteligencia policial ponen el foco en periodistas y gremios, la pareja de algún ministro es sospechada internacionalmente de participar en redes de corrupción, los personajes oscuros se adueñan de espacios políticos, la falta de voluntad para regular el financiamiento de los partidos políticos no se doblega, las imputaciones por delitos de lavados de activos son igual a cero, las conductas violentas o ilegales en varios espacios son toleradas o disimuladas por razones de conveniencia. Ni realidad generalizada ni hechos aislados: de lo que se trata es de una matriz sociocultural que habilita prácticas solidificadas (algunas de ellas ilegales) y muestra cómo se reproducen las formas de poder político, económico y social. Si esto fuera así, dudar es casi una obligación: ¿quiénes, en verdad, nos gobiernan?
La reacción del presidente ante la detención e imputación del jefe de su custodia no debe interpretarse como un mero error de comunicación. En todo caso, si hubo error, fue producto de la presión de una realidad incontrolable que se salió por completo del libreto. No hay capacidad de disimular las profundas heridas de confianza en la acción política que sobrevinieron de la inexplicable confianza del presidente hacia un personaje oscuro. Hay y habrá desesperados intentos por disciplinar los relatos y por traer al tapete condenables actos ajenos. Pero, en el intento por salvar el propio pellejo, se rifan las bases mismas de la legitimidad democrática. Aun así, creemos que la indiferencia, los recursos clientelares para modelar demandas e indignaciones y el control del aparato de opinión jugarán a favor del gobierno para evitar una crisis que en otro contexto sería destituyente.
Hay otros efectos que también hablan de la profundidad del fenómeno. El poder institucional y mediático vive cotidianamente de la posibilidad de mostrar los antecedentes penales de las personas que delinquen en los espacios sociales de mayor precariedad, pero los delitos que se cometen desde el poder deben ser borrados. Una red de voluntades impidió que quedaran registros y huellas en los legajos de un hombre cercano al presidente. Otra idéntica red de voluntades nos dice a diario que quienes sufren violencia se la tienen merecida, pues sus antecedentes salen a la luz con la velocidad del rayo. A esto hay que añadirle un cinismo que se naturaliza como estrategia política: se promete más libertad, pero al mismo tiempo se vigilan todas las disidencias; se señalan mejoras en los resultados de las políticas de seguridad, aunque los niveles de violencia homicida no paren de subir. Ese cinismo no solo es un estilo, también es un reflejo de las heterogéneas bases sociales que sostienen estos proyectos políticos regresivos.
Comprender y encontrar conceptos para estas realidades es una tarea impostergable. Los efectos de esta deconstrucción conservadora nos han desconcertado: limitaron nuestra capacidad expresiva y nos obligaron a abusar de los argumentos de siempre. Encontrar un nuevo lenguaje para transitar estos tiempos es uno de los grandes desafíos políticos. Encontrarlo en medio de la violencia, las delaciones cotidianas, la vigilancia, pero también en medio de tanta ameba instrumental que solo piensa en tácticas electorales. Ni el conocimiento preciso ni las ficciones del camino del medio nos serán de gran utilidad para atravesar una coyuntura que, desde luego, también obliga a ensanchar las bases, siempre y cuando los que se sumen estén dispuestos a romper con todo ese mundo de verdades implícitas que sostiene social y culturalmente a quienes hoy nos gobiernan. Un poco de ese porfiado impulso (el mismo que activó la resistencia contra la LUC) y mucha voluntad colectiva para desentrañar las claves complejas de este presente (que no se despachan con repeticiones o con reseñas de literatura) nos ayudarán a construir algún rumbo.