Poseía un aura innegociable. La del último de los bellos sin mácula, de los galanes de un star-system que agonizaba cuando él arrancó su carrera. Y, sin embargo, en esa química de un milagro pagano, en puridad única e intransferible, llamada Robert Redford, habitaban claras incrustaciones de Bogart (Havana es un apenas mal encubierto remake de Casablanca), de Gary Cooper (La jauría humana como espejo de A la hora señalada) o de Cary Grant (Descalzos por el parque o Peligrosamente juntos).
Su toque singularísimo provenía de sobreponer a esas huellas del Hollywood clásico un aggiornamento que supo administrar como nadie: su compromiso –más que con las mujeres– era con su tiempo, el del Estados Unidos liberal de la inocencia perdida. El caballero sin espada que combatía los molinos de viento en aquel fondo de reptiles nixonianos del Watergate (Todos los hombres del presidente, El candidato) o de la caza de brujas del macartismo: en El valle del fugitivo, que dirigió y guionizó el perseguido Abraham Polonsky; en Nuestros años felices y su idealismo antifascista bajo la égida de Franklin D. Roosevelt; de nuevo, en La jauría humana, escrita por Lillian Hellman durante lo que ella misma definió como un «tiempo de canallas».
Ese equilibrio lo gestionó Redford sin aparentes puntos de ruptura entre el estrellato de los moribundos del Hollywod Babilonia y el Nuevo Hollywood de los jóvenes bárbaros, con el que convivió pero del cual en ningún caso fue partícipe: nunca lo dirigieron Coppola, Scorsese, De Palma, Polanski, Cimino, Spielberg o Bogdanovich. Esa distancia muy marcada le permitió –como a Paul Newman y gracias a sus dos hits de taquilla juntos: Butch Cassidy y El golpe– moverse en unas coordenadas fuera del tiempo. Y, por tanto, devenir imperecedero.
De nuevo individualista, decidió que frente a ese Nuevo Hollywood en revolución permanente, con demasiados dantones y marats haciendo la guerra por su cuenta, condenado a una rápida y cruenta extinción a manos del establishment, él iba a construir su virreinato indie y unipersonal desde las nieves de Sundance, del que fue mecenas. Peter Biskind trató de arrugarle algo el traje en su libro Sexo, mentiras y Hollywood (Anagrama). Hay que leer con pinzas el perfil de tipo caprichoso y controlador que le atribuye Biskind, siempre tentado ante el dilema de que la verdad no le estropease un buen exabrupto.
Redford supo asimilar el compromiso suavemente político de su zeitgeist. Pero lo metabolizó no al modo coral europeo de ese momento, sino con las maneras del héroe individualizado que sublimaba la mejor cara de Estados Unidos: enfrentado a la CIA de Los tres días del Cóndor, al hoyo carcelario de Brubaker. O incluso asumiendo los bien ocultos rescoldos del idealismo de grupos armados de los sesenta, recuperando para un cine mainstream a la banda Weather Underground1 en ese último hurra de su espíritu contestatario que es la incómoda Causas o consecuencias: el filme fue boicoteado por la industria en la medida en que los Weather Underground y su terrorismo de bajo perfil había sido borrado de las páginas de la Historia. Y hasta fue rebautizada en España como Pacto de silencio, en un muy claro acto fallido de sus censores.
También cupieron en ese arquetipo de Redford como agonista siempre en soledad las batallas contra los elementos: el duelista con la naturaleza salvaje de La ley del talión. O el navegante solipsista en el océano agresivo de All is Lost, proeza que protagonizó en 2013, con 77 años, y que merecía ese Oscar como mejor actor que siempre se le negó.
Como director se lo concedieron a la primera: la espléndida Gente como uno, una revisión del drama familiar hollywoodiense pasado por el filtro de una amargura sin concesiones, casi propia del cine europeo autoral, definió ya una mirada tras la cámara empeñada en mostrar el reverso del sueño americano: el que esbozó con titubeos en Leones por corderos. El que ya había llevado a la cima en su opera magna Quiz Show o cómo desentrañar las vísceras de la corrupción de las más altas jerarquías del capitalismo a través del soft power de la televisión vintage.
Nadie supo desvanecerse en el tiempo como él. Su desaparición en África mía fue la cima de esa romantización de quien nunca llega a ser cadáver porque no llega a verse más allá de los nimbos. La repitió –atenuada– en la menor Algo muy personal. También supo acompañar hasta su ocaso trágico y prematuro a una mujer que portaba el estigma de la fatalidad: la Natalie Wood de Intimidades de una adolescente y de una formidable y olvidada inmersión en las esquirlas del dolor de Tennessee Williams en Una mujer sin horizonte, con la cual inició su esencial maridaje por siete veces con Sydney Pollack.
En sus últimos años lo engañaron los cirujanos o su miedo a la herida del tiempo. Se mostró mortal o frágil por vez primera en esas costuras desafortunadas sobre su piel. Debió haber asumido, como el Scott Fitzgerald para el que fue un Jay Gatsby fuera de edad y aun así magnífico, que la vida es un proceso de demolición. Ahora que se nos ha desvanecido, como su aviador o su periodista, nos sumimos en el sebastianismo anhelante de su regreso, ante una Norteamérica del espanto, en las antípodas de la que él encarnó. No te vayas, capitán Trueno.
- El Weather Underground fue una organización política marxista de Estados Unidos fundada en 1969 en el campus de Ann Arbor, de la Universidad de Míchigan. Pelearon contra la guerra de Vietnam y eran, fundamentalmente, antimperialistas. ↩︎