Las complicadas interrelaciones de un mundo globalizado introducen en las vidas más corrientes un componente de lo extraordinario. Tal la conclusión –o una de ellas– que se viene a la cabeza al mirar este documental1 dirigido por Gabriel Szollosy (1968), y en cuyos créditos, junto al del editor Fernando Epstein, relumbra dos veces el apellido Jancsó (Nyika, en la fotografía, y Anna, en la producción), lo que empieza a aclararse al recibir la información de que Szollosy, que vivió y trabajó en Hungría, participó allí en realizaciones de Miklos Jancsó y Marta Mészáros, los dos nombres más famosos en el cine de aquel país. Szollosy, cineasta trashumante, con el pie en dos países, se ocupa acá de alguien que, a su manera, tiene también algo de esa condición.
Un marino, farero en la Isla de Lobos, habitante con su familia en un barrio de Maldonado, que se enrola en una de las misiones uruguayas de Cascos Azules al Congo, para obtener así una suma de dinero que le permita montar un taller de máquinas de coser. Su esposa es costurera, y de tanto reparar sus máquinas aprendió el oficio, que no existe en su ciudad. Pero además, el abuelo de este hombre vino del Congo, y su misión está por lo tanto teñida de sentimientos de curiosidad, extrañeza y pertenencia. El documental sigue a este hombre de edad indefinida y expresión melancólica, por las calles de su barrio, por el interior y el exterior del faro, por el mar que debe surcar con frecuencia, por su vida con mujer e hija, por su entrenamiento militar, y se va a África con él. Los primeros tramos son morosos, lentos, detenidos en la belleza incuestionable de los atardeceres marinos –quizá más de la cuenta, pero ya se sabe que cualquiera que se pone a filmar océano al atardecer sufre estas tentaciones–, y sólo de a poco, en los diálogos que el protagonista tiene con su compañera, en cosas que ésta dice, o en conversaciones con algún camarada, va surgiendo la materia interior, el hilo de aspiraciones y miedos que nutre a este hombre. Hilo que más tarde, en una escena en el Congo que probablemente sea la mejor de la película, se redondea con ribetes de verdadera emoción. Así el espectador va midiendo lo que significa transitar el mar un día sí y otro también para alguien cuyo padre murió ahogado, y que también estuvo en un accidente marino en el que murieron otras personas. Y potenciar los sentimientos que vibran en la mencionada escena en Congo, cuando el protagonista –al que pese a ser mulato pocos minutos atrás se lo muestra hablando con unos chicos que lo ven como “hombre blanco”–, se comunica con los miembros de un grupo en el que sobresale un anciano muy anciano, y les habla de sus orígenes. Una escena de reencuentro, sencilla y contundente. El farero volverá a su faro, a su casa, a su ritmo –no cualquier pueblo tiene el hábito de meditar de a dos, mate mediante– pero es fácil intuir que el abrazo con ese señor viejísimo, como una resurrección del abuelo que fue arrancado de África, lo acompañará el resto de su vida. Pese a que hay como una sensación de que cuesta “arrancar”, es decir, involucrar al espectador en lo que ve, por el ritmo y porque lo que importa demora en llegar, El destello es un documental sensible sobre una pequeña y gran historia de las tantas que seguramente bullen, escondidas, en tantos rincones de nuestro territorio.
1. Uruguay, 2011.