Como te digo una cosa te digo la otra: desde que se aprobó la ley de acceso a la información pública, que consagra un derecho del ciudadano largamente reclamado, aquellos que la impulsaron y la votaron trabajan, sin prisa y sin pausa, para debilitarla y limitarla, para que la transparencia que se pretendió consagrar se desdibuje detrás de velos que extiende la opacidad. O el gobernante se arrepintió o su voluntad es voluble y caprichosa.
En una suerte de acción y reacción perversa –podría decirse maquiavélica–, los reclamos por conocer los detalles de las políticas públicas –y sobre todo sus resultados, para confrontar intenciones con hechos– tropiezan con la resistencia de los funcionarios; el abanico de justificaciones –interpretación de otras normas, la ley de hábeas data, por ejemplo; la formidable batería de secretos: bancario, judicial, registral et al, o la simple voluntad secretista del administrador que trata de interpretar lo que el superior hubiera querido– borran con el codo lo que se escribió con la mano.
La inmensa mayoría de los organismos públicos incumple la norma que los obliga a informar sobre los pedidos de acceso que han recibido y cuáles son las respuestas a esos pedidos. Salvo algunas excepciones meritorias, la información solicitada es ignorada o parcialmente entregada; la unidad que controla la aplicación de la ley de acceso a la información ni siquiera sabe cuántos pedidos ha recibido al cabo del año cada unidad de gobierno, nacional o departamental porque, entre otras cosas, no ha sido dotada con los recursos necesarios para ejercer ese control. Ello ocurrió con la información sobre delitos de lesa humanidad, invariablemente negada pese a que la ley establece que los organismos demandados no podrán invocar ninguna reserva.
En un proceso de retroalimentación de la opacidad, el Estado acepta firmar con privados cláusulas de reserva en los contratos, y después se excusa de explicar lo que hizo para no violar esas cláusulas. La confidencialidad fue la que permitió la privatización escandalosa de Pluna; ¿qué hubiera pasado si se hubieran conocido los términos del acuerdo antes de firmarlo, si se hubiera confesado antes que no existía inversión y que el dinero lo ponía el Estado por la vía de una garantía? La tenaz negativa de Ancap a revelar los acuerdos de prospección petrolera tenía por finalidad ocultar la aceptación de la aplicación de la tecnología del fracking, una forma de explotación salvaje que en nuestro caso pondría en peligro las fuentes subterráneas de agua. Sólo la revelación de los términos del contrato con Montes del Plata impidió que se produjera una reclasificación de suelos que permitiría a la empresa convertir en polo forestal una buena parte de la cuenca lechera. Son apenas algunos ejemplos de cómo el secretismo encubre aquello que es imposible de justificar abiertamente.
Si la cacareada transparencia tiene un derrotero epiléptico, ahora, con un decreto emitido el 13 de febrero, el Poder Ejecutivo acciona un freno de mano: los funcionarios públicos que divulguen o den a conocer a terceros documentos, solicitudes, informes, proyectos o dictámenes, podrán ser sancionados con la destitución por la comisión de falta muy grave. Según los considerandos del decreto, la Presidencia cayó en la cuenta de que existe una contradicción entre los principios de publicidad y transparencia de la gestión administrativa, y el deber de lealtad y reserva de los funcionarios públicos. Contradicción que resolvió mutilando la transparencia.
El decreto invoca la lealtad hacia la Administración en términos que van más allá de la responsabilidad administrativa consagrada en la propia ley de acceso a la información y que refiere a información confidencial o secreta, cuyo carácter reservado debe ser debidamente fundado; el decreto, por el contrario, es ambiguo, de modo que todo puede caber en la “lealtad”. Y esa interpretación vuelve a fojas cero la norma legal que prohíbe clasificar información como secreta, confidencial o reservada en forma genérica.
Un comunicado difundido por varias organizaciones sociales interpreta que “el discurso jurídico y político subyacente del decreto dirigido a los funcionarios públicos vuelve a ser la del secreto, reafirmando la concepción de que la información le pertenece a la Administración y no a la sociedad en su conjunto”.
Pero no sólo se trata de extender el secretismo; el decreto se sustenta en la difusión del miedo, en la amenaza como forma de disuadir al funcionario de atender la transparencia. Si el reflejo casi genético del gobierno es callar, negar y ocultar, ¿de dónde puede provenir la noticia de los chanchullos, los negociados y la corrupción? Durante mucho tiempo el sistema financiero hizo terrorismo con el secreto bancario aunque el otorgamiento de préstamos, el mecanismo más usado para el vaciamiento, no estaba comprendido en el secreto. Hoy cualquier maestra tiene terror de hablar con un periodista sobre las goteras o los cables al aire en su escuela, porque hay una prohibición del Codicen; y es imposible conocer el estado actual de la plombemia entre la población porque, aunque en los laboratorios de la Facultad de Química existen las estadísticas, los investigadores y docentes no hablan por temor al Ministerio de Salud. Lo mismo podría decirse de aquellos que saben con exactitud el nivel de pureza del agua que consumimos.
A los muchos miedos que constituyen la herencia de la dictadura, ahora deberemos sumar éste. De modo que la transparencia se abre camino por “izquierda”, como ocurrió con las revelaciones sobre el espionaje militar, que no habría sido conocido y documentado si alguien no hubiera resuelto revelar los documentos. Apoyando el antecedente de los Panama Papers, o mejor aun, el del escándalo Watergate, que puso fin a la presidencia hipócrita de Richard Nixon, habrá que estimular una, dos, muchas gargantas profundas.