Periodismo y política en la era de la posverdad: Redes cloacales - Semanario Brecha
Periodismo y política en la era de la posverdad

Redes cloacales

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En España, un falso sindicato público, liderado por un personaje ultraderechista con pasado franquista, acaba de ensayar su enésima operación, esta vez contra la esposa del mismísimo Pedro Sánchez. Pero a Manos Limpias, tal es el ampuloso nombre de la organización denunciante, el tiro le salió por la culata: el líder socialista no solo no renunció, sino que logró recargar las pilas. Aunque la causa no está cerrada, el propio demandante, Miguel Bernard, admitió que apenas contaba en su arsenal con algunos sueltos de «diarios digitales» y que, si existían errores, esos seudomedios serían los responsables.

Pocos días después, en Uruguay, la militante nacionalista Romina Celeste –acorralada frente a un nuevo round en una alcantarilla televisiva– le admitía a un periodista que la denuncia contra el candidato progresista mejor ubicado en las encuestas era falsa. Con el mismo método con el que en la noche anterior al 8M había puesto al país en ascuas, ensayaba un pedido de disculpas a Yamandú Orsi y a su familia por el «daño causado» y le pasaba la posta a la denunciante, una mujer trans que solo buscaba «fama y dinero». Así, la cuota de legitimidad ganada por Celeste en el caso Penadés se derrumbaba con estrépito y su burdo nicho mileísta en el Partido Nacional moriría antes de nacer. El sainete uruguayo parece aún más berreta que el español, pero el punto es que pudo haber tenido efectos políticos, por no hablar de la banalización con la que infecta a los dolorosos procesos de denuncia de violencia de género.

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Las redes sociales y el ágora digital son espacios que aparentan ser cada vez más influyentes en la política del siglo XXI, aunque aún su real incidencia es objeto de sesudos debates. De todos modos, es cierto que candidatos de las derechas alternativas o ultraderechas 2.0, si bien llegaron al poder gracias a un mosaico de factores económicos, sociales y políticos, fueron eficaces en el uso de estos instrumentos. Las técnicas de desinformación triunfaron en países con ambientes de marcada crispación política y polarización social, como Estados Unidos, Brasil o Argentina. Y fue en las campañas de Trump, Bolsonaro y Milei cuando nos empezamos a hundir en ese micromundo poblado de bots (palabra derivada de robot), cuentas troll, fake news, bulos, influencers y medios truchos.

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La expansión de estos formatos coincide con la crisis de los medios de comunicación, llamémosles, tradicionales, cada vez más permeados por lo peor de las cloacas digitales y el imperio de los clics. Pero, con todo, y más allá de su soporte físico, los medios clásicos son estructuras complejas. Podrán ser empresas con fines de lucro o cooperativas de periodistas, pero son organizaciones plagadas de jerarquías, filtros y debates internos. Lo que finalmente sale publicado o es emitido transcurre en los engranajes de una cadena, que no siempre es lineal, en la que todavía sucede un intercambio de visiones, saberes y objetivos. Esto no quiere decir que el resultado redunde en buenas prácticas –la tevé nos enrostra su infotainment a diario– y que no abunden en ellos implicancias, operaciones y campañas: la grosera maniobra contra la ley de violencia de género en Santo y Seña es un ejemplo.

No se trata de presentar aquí al periodismo tradicional como infalible y puro, sino de entender sus productos como un resultado de reglas aprendidas y consensuadas, en el mejor de los casos asentadas en códigos de ética. La literatura teórica de los mass media hacía hincapié en el rol de los gatekeepers, los guardianes de la información, o para decirlo en criollo: quienes deciden qué se publica y qué no. La línea editorial, la necesidad de recaudar, los recursos materiales y las capacidades de los equipos periodísticos son solo algunas de las variables que intervienen en un proceso que lleva su tiempo. Los medios periodísticos pueden tener formatos más o menos inmediatistas, pero en todos ellos debería existir algún tipo de tamizaje.

La cuestión es que ahora hemos llegado a un punto en que todo luce intercambiable y en que la cultura de decodificación ha sido ferozmente impactada, con mayor o menor intencionalidad. La cara más oscura de la democratización digital multiplicó plataformas de difusión de noticias de dudoso origen, con autorías y financiamiento opacos, que utilizan formatos de diseño y comunicación similares a los de los medios tradicionales. La denuncia periodística del medio establecido convive hoy con el video de TikTok del influencer militante, el posteo ciudadano o el periodista cuentapropista de Twitter. Ya no hay tiempo para filtros: la información no puede esperar al viernes ni a la mañana siguiente. La Justicia también corre de atrás: los juzgados se llenan de denuncias exprés alimentadas a pura alarma pública. A los periodistas no nos gusta demasiado el concepto de lawfare, pero hace rato que sabemos que no es bueno que la política sea instrumentalizada en los juzgados.

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Aunque distintos entre sí, los casos de Manos Limpias y de Romina Celeste son hijos de la matrix de la posverdad. Por eso, vuelve a ganar terreno en el mundo el enfoque crítico de la educación para los medios, a menudo cuestionada desde ópticas liberales. Ya no se trata solamente de formar a las audiencias para descifrar la construcción de un discurso o la producción de una noticia, sino para cuestiones tan básicas como comprender qué es un periodista y cuáles son sus funciones. Hoy se habla también de alfabetización mediática o media literacy, cosas que podrían ser una buena llave para que los Estados empiecen a pensar en cómo apoyar la supervivencia del buen periodismo, si es que en verdad lo consideran importante para la democracia.

Pero para separar la paja del trigo, hay unas cuantas cosas que deberían estar en el tintero de la autocrítica colectiva. En el diario digital Público, y a propósito del escándalo de Manos Limpias, la periodista Ana Bernal Triviño no lo podía decir mejor: «¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Pues es la historia de convertir el bulo en noticia. ¿Y cómo se consigue eso? Dando a la opinión categoría de información. A fuentes contaminadas, categoría de fuentes imparciales. A la falta de contrastar, categoría de exclusiva. A la sospecha, categoría de prueba. Al político, categoría de periodista en tertulias. Al periodista vinculado a partidos, más protagonismo. Al influencer amiguito de la ultraderecha o el negacionismo, seguidores, autoridad y amparo en redes sociales. […] Al que habla en las teles como cuñado, sin preparar nada, un asiento habitual. Aquí todo el mundo ha querido jugar a ser periodista».

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