El análisis de dos libros del filósofo surcoreano Byung‑Chul Han –probablemente, el nombre más popular de la filosofía mediática de los últimos años– nos acerca a la sugestiva potencia de su teoría para diagnosticar nuestro tiempo. Sin embargo, también nos revela el atasco aparentemente irresoluble en el que la era digital del tardo capitalismo nos ha metido.
EL FILÓSOFO VIRAL QUE VINO AL FRÍO. En 2012, la editorial española Herder comenzó a publicar la obra del filósofo surcoreano Byung‑Chul Han. Para el desembarco en nuestra lengua se eligieron los títulos más representativos de su producción reciente: La sociedad del cansancio (2010),1 La sociedad de la transparencia (2012) y La agonía de Eros (2012). En unos pocos años, la obra en español de Byung‑Chul replicó el éxito que lo llevó a convertirse en un best seller inusual en su país adoptivo, Alemania. Los nuevos títulos y las reediciones se sucedieron y el surcoreano pasó a ocupar, también en español, un lugar central en el reducido espacio que los medios hegemónicos ponen a disposición de la filosofía, y que parece manejarse con una lógica análoga a la del baile de la silla. Los anteriores ocupantes del sitio bajo los reflectores –Bauman, Baudrillard, Žižek… los créditos siguen– ya han tenido su tiempo de cámara, pero estamos cansados de ellos, de sus semblantes pesarosos o exasperados. Sus respuestas ya no consuelan, son insuficientes, no ofrecen soluciones. Así que ahora es Byung‑Chul Han quien concita nuestra atención. Tiene un tiempo acotado para explicarnos qué fuerza mueve al mundo en esta dirección, por qué estamos tan angustiados, por qué todo es tan brillante.
El 7 de febrero de 2018, El País de Madrid publicó un artículo firmado por Carles Geli que buscaba dar un pantallazo de las coordenadas más significativas del pensamiento de Byung‑Chul. El título era una cita breve, un tuit perfecto que se viralizó a una velocidad de la que sólo nuestro tiempo es capaz: “Ahora uno se explota a sí mismo y cree que está realizándose”. Gran parte de la bibliografía de Byung‑Chul surge del ejercicio de desdoblar una y otra vez el origami de ese aforismo. La foto que acompaña el artículo –todavía accesible en la web del diario español– es la de Byung‑Chul sentado en un muro bajo, de espaldas a la pared de vidrio de un edificio. De pantalón negro, bufanda negra, campera negra de cuero, camisa blanca, manos en los bolsillos, el pelo recogido en una práctica colita, el filósofo, juvenil a sus casi 60 años, mira hacia la derecha en una pose deliberadamente calma, seria, reflexiva. En el edificio se reflejan, como borrones, las siluetas de dos personas, el fotógrafo y la periodista. La foto también funciona como acceso a un video de 64 segundos en el que aparece Han hablando en un perfecto alemán –con un acento algo más dulce que lo esperable, quizá–: “Ya no vivimos en una sociedad disciplinada, dominada por órdenes o prohibiciones, sino en una sociedad aparentemente libre, marcada por el lema ‘Sí se puede’. Primero crea una sensación de libertad, pero después genera el ‘tú deberías’. Nos creemos libres, pero nos están explotando intencionadamente hasta el colapso. De esta situación paradójica se extrae una conclusión radical: el proyecto de libertad que caracteriza a la civilización occidental ha fracasado. El exceso de libertad individual se revela como exceso de capital”.
La respuesta de los internautas al artículo –fue visto por más de medio millón de usuarios en los dos primeros días– llevó a que el diario aprovechara la ola. El 10 de febrero, El País publicó otro artículo, titulado “El filósofo surcoreano que se hizo viral”, en el que “pensadores y analistas” trataban de hallar “las claves de este fenómeno”. Así, Byung‑Chul Han fue empaquetado como la nueva estrella de la filosofía. El éxito global de ventas y su aspecto de rockstar maduro son un flanco abierto a las críticas provenientes de los sectores más encumbrados de la intelligentsia, que lo acusan de ser apenas un divulgador de ideas que otros expusieron antes y mejor que él, o un redactor de libros breves y fáciles que las masas, sin refinamiento, pueden digerir.
De lo que nadie puede acusarlo es de ser un advenedizo. Byung‑Chul Han nació en Seúl (Corea del Sur) en 1959. En su juventud estudió metalurgia, una carrera que no le interesaba demasiado y que abandonó después de casi hacer explotar el edificio donde vivía. “Yo, en realidad, quería estudiar algo literario, pero en Corea no podía cambiar de estudios, ni mi familia me lo hubiera permitido. No me quedaba más remedio que irme. Les mentí a mis padres y me instalé en Alemania, pese a que apenas podía expresarme en alemán.” Aprendió rápido. En 1994 se doctoró en la Universidad de Múnich con una tesis sobre Heidegger, comenzó su carrera de profesor en Basilea y actualmente enseña en la Universidad de las Artes de Berlín, donde cultiva su jardín de invierno.
A LA AUTODESTRUCCIÓN POR EL CAMINO DE LA AUTORREALIZACIÓN. Las 118 páginas de La sociedad del cansancio contienen diez ensayos que plantean las mismas conclusiones cuantas veces haga falta, en una larga sucesión de variaciones leves, como un profesor con paciencia inoxidable ante un auditorio de alumnos un poco lentos. Cada ensayo se articula mediante la polémica con la obra de otro filósofo; así, Byung‑Chul practica una especie de aikido dialéctico, utilizando las fuerzas de sus adversarios para exponer las zonas flojas de sus conclusiones y mostrar la forma en que construye sus propios caminos. En cada partida, contra Arendt, Espósito, Ehrenberg, Baudrillard y otros, Byung‑Chul utiliza sin miramientos la ayuda de aliados como Nietzsche, Handke y Benjamin, pero la brevedad de los ensayos no es adecuada para largas exposiciones de argumentos y contraargumentos, de modo que el lector sale de este libro con unas cuantas tareas: leer las obras citadas y comprobar si no ha sido hábilmente manipulado por un autor convincente. También cabría preguntarse –no a modo de innecesaria defensa de Byung‑Chul, sino como una forma de comprender su popularidad– cuánta gente leería sus libros si sus frases no fueran cortas, concretas y asertivas, es decir, tuiteables.
Más allá de los procedimientos que se ponen en marcha para hacer surgir las conclusiones, los ensayos le sirven a Byung‑Chul para presentar, en cada página, una inmensa cantidad de afirmaciones, breves sentencias que se ubican una sobre otra. Por ejemplo, en el primer ensayo, “La violencia neuronal”, dice que las enfermedades propias de nuestra época, como la depresión, el trastorno de déficit atencional y el síndrome de burnout –sorprende que no mencione las crisis de ansiedad–, surgen de un exceso de positividad producido por una saturación y, que por lo tanto, se trata de una violencia que “no parte de una negatividad extraña al sistema, sino que más bien es sistémica, es decir, consiste en una violencia inmanente al sistema”. Quizás el secreto del éxito de Byung‑Chul es que sus sentencias tienen el sabor de verdades que ya intuíamos, pero que adquieren un sentido más coherente cuando se las estructura con la forma de un diagnóstico plausible.
Si el poder restrictivo de las sociedades basadas en el disciplinamiento ha cambiado, si las amenazas ya no son inmunológicas –es decir, externas–, sino que surgen en nosotros mismos como resultado de un exceso –de actividad, de información, de posibilidades, de ilusión de libertad–, entonces hemos transitado el camino que lleva de la sociedad autoritaria a la del rendimiento: somos nuestro propio proyecto. En el segundo ensayo, “Más allá de la sociedad disciplinaria”, Byung‑Chul dice que el análisis de Foucault ha demostrado ser obsoleto para pensar nuestro tiempo. Pero ¿son así de limpios los cortes entre las épocas?, ¿no persisten, en el núcleo de nuestra sociedad del rendimiento, aspectos que pueden ser explicados desde la lógica del disciplinamiento? Esta es una de las objeciones que pueden hacerse a las ideas de Byun‑Chul: la forma en la que, para presentar de manera aprehensible ciertos conceptos, los simplifica y esquematiza con trazos gruesos donde debería haber utilizado líneas de sombra.
Dicho esto, continuemos. El pasaje a la sociedad del rendimiento, según el surcoreano, es el resultado de un impulso propio del tardocapitalismo: “Con el fin de aumentar la productividad se sustituye el paradigma disciplinario por el de rendimiento (…). La positividad del poder es mucho más eficiente que la negatividad del deber (…). El sujeto de rendimiento es más rápido y más productivo que el sujeto de obediencia”. Llegados a cierta meseta de la gráfica ascendente, para producir más ya no alcanza con la explotación del individuo, sino que hay que crear las condiciones para que el individuo se explote a sí mismo. La autosuperación, esa fuente inagotable de energía limpia que ni siquiera produce el residuo de la desobediencia, genera un nuevo salto en las ganancias. Y esto se da en un marco de libertad ilusoria cuando la coerción deja de parecer coerción: es interiorizada y naturalizada como un deseo legítimo. Así, el fracaso en la autosuperación lleva al reproche autodestructivo. “Sí se puede” significa, también, “tengo que poder”. ¿Y si no puedo? ¿Qué pasa si no puedo? ¿Contra quién tengo que rebelarme?
La confluencia paradójica de estas líneas de fuerza da lugar a la mejor imagen de todo el libro al caracterizar los modelos perfectos de este sistema –pensémoslos siempre persiguiendo el éxito, la salud, la belleza; individualistas, ciegos a las circunstancias–, aterrados de la muerte y, por lo tanto, de la vida misma, una clase de perfectos zombis funcionales: “Su vida parece la de un muerto viviente. Son demasiado vitales para morir y están demasiado muertos para vivir”.
Como se ve, el análisis de Byung‑Chul parte de asumir que el exceso de positividad está en la base de los problemas de nuestro tiempo. Para él adquieren una gran importancia todos los valores negativos: la ausencia, el silencio, la opacidad, la quietud, la inutilidad, la rabia, el aburrimiento… bienes escasos en un tiempo hiperdigitalizado capaz de llenar todos los intersticios e impedir cualquier pausa, cualquier demora. En los ensayos “El aburrimiento profundo” y “Vita activa” señala cómo, ante la pérdida de sentido de la vida y el engrosamiento de su sensación efímera –que para Byung‑Chul es la consecuencia de una pérdida de la capacidad de narrar, de crear sentido a través de la forma en la que nos contamos la vida–, “se reacciona con mecanismos como la hiperactividad, la histeria del trabajo y la producción”. Esto tiene, a su vez, un efecto sobre la percepción del tiempo, su aparente aceleración. La diferencia entre aceleración y atomización temporal es un aporte importante de Byung‑Chul, quien afirma que la sensación de aceleración es producto de una atomización de las partículas del presente; la rotura del tejido de sentido que explicaba y relacionaba cada elemento “hace que el tiempo se desboque, que los procesos se aceleren sin dirección alguna, y precisamente, por no tener dirección alguna, no se puede hablar de aceleración”.
En el ensayo “El tiempo sublime” explicita un sentimiento desolador que sobrevuela todo el libro: “En este contexto resulta imposible toda resistencia, toda sublevación, toda revolución”. El modo de funcionamiento del mundo tardocapitalista que Byung‑Chul describe parece una máquina sin fisuras, una matrix capaz de alimentarse para siempre de nuestro calor corporal, con la big data a su disposición para prever nuestras reacciones, anticipándose incluso a las anomalías de su funcionamiento, aprendiendo, cambiando, adaptándose, es decir, comportándose como un organismo perfecto que obedece al único impulso de subsistir y proliferar. Así, Byun‑Chul llega a la misma conclusión que Baudrillard en El crimen perfecto (1995): “Ya no tenemos los medios para parar los procesos que ahora se desarrollan sin nosotros”.
Para encontrar el atisbo de una alternativa, tenemos que ir al libro Psicopolítica (2000), en el que Byung‑Chul decía que la única manera que una persona de la actualidad tenía de acceder a un tipo de libertad más verdadera, por fuera de toda relación de explotación (incluso de autoexplotación), podía provenir “de una fuerza totalmente diferente (al trabajo) que dejara de ser fuerza productiva y no se dejara transformar en fuerza de trabajo, esto es, de una forma de vida que ya no es una forma de producción, sino algo totalmente improductivo”. Como es evidente, dado el estado actual de las cosas, esta alternativa sólo puede existir de modo marginal, casi residual, por fuera del sistema global, pero no hay modo de erigir, a partir de ella, un contrasistema, una forma política de reventar la máquina desde adentro que no implique retirarnos a zonas deshabitadas, a alimentarnos de ardillas.
La vuelta de tuerca de esta idea amarga nos lleva a preguntarnos qué papel juega, en esa maquinaria, el pensamiento de filósofos como Baudrillard y el propio Byung‑Chul, y cuál es la contorsión del gran aparato que puede utilizar un libro como La sociedad del cansancio para su propio beneficio. ¿Estos libros nos ayudan a crear una ilusión de libertad más sofisticada? ¿Al leerlo creemos que accedemos a, al menos, un nivel más verdadero de existencia? ¿Le damos así un nombre a la angustia? ¿Se vuelve menos angustiante si podemos nombrarla? ¿Qué hacer después del diagnóstico, si las únicas posibilidades a nuestro alcance parecen ser las acciones individuales? Huir hacia los refugios del arte y el amor, que son refugios del sentido, sí, pero ¿y si eso no alcanza? Ya sabemos que no alcanza. ¿Cómo cambiarlo todo? ¿Cómo pasar de la etapa del diagnóstico a la fase de la intervención? ¿Cómo cambiar la vida? ¿Cómo salvarla?
YA HE ESTADO BASTANTE EN BARBECHO. En 2017, Byung‑Chul Han publicó un libro muy distinto a los otros, que, sin embargo, parece una posible forma de concreción doméstica de algunas de sus ideas: Loa a la tierra.2 El libro es el diario en el que Byung‑Chul evidencia de forma pormenorizada su experiencia como jardinero a lo largo de tres años en el difícil suelo berlinés, y combina observaciones muy concretas sobre las especies de planta elegidas con confesiones intimistas y reflexiones que se conectan con su corpus teórico: “El trabajo de jardinería ha sido para mí una meditación silenciosa (…). Ese trabajo hacía que el tiempo se detuviera, se volviera fragante”.
Atravesada por muchas citas de poetas románticos alemanes, la lectura de Loa a la tierra se convierte, con el lento paso de las páginas, en un reposado ejercicio de vita contemplativa capaz de otorgar una forma reparadora de goce. A medida que Byung‑Chul relata cómo ha ido eligiendo las forsitias blancas, las anémonas, las camelias y los azafranes, porque desea un jardín capaz de dar flores aun en los peores meses del invierno alemán, vamos comprendiendo el peso simbólico de ese minúsculo acto de optimismo esperanzado: “Una vez que ha pasado la rigurosa helada persistente, mi jardín invernal engendra como por ensalmo una pequeña primavera en pleno invierno”. Ese es el corazón del libro, la simple metáfora que no se molesta en ocultar: la posibilidad de florecer en tiempos adversos.
El jardín funciona para Byung‑Chul como un espacio de resignificación en el que la existencia, ya sin mediación, vuelve a adquirir una materialidad olvidada y el tiempo, al ceñirse al ciclo natural de las flores, recupera su narrativa y, por lo tanto, su duración y su fragancia. Este retorno a la tierra aparece, entonces, como una propuesta susurrada, o como el paso siguiente a toda la teoría previa. El jardín se postula como un rincón en el que es posible vivir experiencias que el mundo ya no proporciona, porque “es rico en sensibilidad y materialidad; contiene mucho más mundo”. Aunque no se lo menciona en todo el libro, merodea sus páginas el espíritu de Thoreau, aquel hombre ejemplar, de mirada luminosa, que escribió en su diario un día de noviembre de 1850: “Amo la naturaleza, amo el paisaje, porque son sinceros. No me degradan. No gastan bromas. Son alegre y musicalmente serios. Confío en la tierra”.
Claro está que Byun‑Chul no huye a los bosques: él es un profesor universitario, un conferencista, un autor solicitado que no puede irse a vivir a una cabaña de troncos. Como lectores, agradecemos este modesto remanso esperanzador, pero no podemos dejar de preguntarnos si eso es todo lo que está a nuestro alcance, si ante la avanzada arrasadora del mundo nuestro margen de acción ha de adquirir únicamente el carácter de un gesto individual –y, digámoslo, un poco esnob– del que se refugia en su propia parcela, consolándose con la idea de la divinidad: “Desde entonces tengo la profunda convicción de que la tierra es una creación divina”.
Cerradas las tapas de esta Loa a la tierra, devuelto el volumen a su lugar en la repisa, flota una incómoda sensación de intento de consuelo, de apaciguamiento, y dan ganas de sacudirse esa calma amodorrada, dan ganas de ser espinoso, de pinchar un dedo hasta que sangre, de brotar fuera de temporada, de exceder los límites del cantero… Volvamos a Thoreau, entonces: “Me siento maduro para algo, aunque no haga nada ni descubra de qué se trata. Simplemente me siento fértil. Es la hora de la siembra para mí. Ya he estado bastante en barbecho”.
1. Título original: Die Müdigkeitsgesellschaft (2010).
2. Título original: Lob der Erde (2017).