Benasayag es, según su propia definición, un “militante investigador”. Se sumó con apenas 17 años a la guerrilla guevarista del Ejército Revolucionario del Pueblo. Fue detenido y sufrió cuatro años de prisión y torturas. Tras la muerte de dos religiosas francesas bajo el gobierno militar de la Junta, pudo beneficiarse de su doble nacionalidad (su madre judía abandonó Francia en 1939) y gracias a una maniobra diplomática fue liberado en 1978 y recaló en Francia, país que no conocía. Allí se convirtió en escritor, psicoanalista y filósofo, participando activamente en distintos colectivos y asociaciones (la red No Vox, el colectivo Malgré Tout, Act Up París).
En su libro Política y situación. De la potencia al contrapoder, escrito junto a Diego Sztulwark y publicado en 2000, desarrolla una reflexión de enorme relevancia sobre los medios para mantenerse fiel a la exigencia de libertad y solidaridad de las luchas revolucionarias pasadas, pero en un contexto radicalmente transformado. Allí podemos leer que “la nueva radicalidad no implica ser más radical que antes, sino serlo de manera distinta. Se trata de asumir que ‘somos las situaciones que atravesamos’ y, en consecuencia, transformar esas situaciones”.
¿A qué nivel actuar? ¿A qué escala se cambia el mundo? El concepto de “situación” está en el corazón del pensamiento de Miguel Benasayag, es la “unidad que permite volver a territorializar la vida, el pensamiento y la acción” en el desgarrón de la posmodernidad. Y a partir de él como hilo conductor, repasamos en esta entrevista algunos de sus temas políticos clave: la naturaleza necesariamente “localizada” del neoliberalismo y las resistencias, la crítica del militante clásico en tanto que militante que sobrevuela las realidades concretas, el elogio del conflicto como principio de convivencia, la diferencia entre política y gestión, entre potencia y poder, etcétera. La vigencia, intempestiva y polémica, de su reflexión política en el contexto actual se hará evidente enseguida para el lector.
—¿En qué contexto nace el concepto de “situación”?
—Aparece en determinado momento, para mí, para mis compañeros y la gente cercana, como una necesidad, no sólo teórica, sino vital. Te explico esto un poco.
En 1978 llegué a Francia, tras mi salida de la cárcel, justo en el comienzo de lo que se llamaría la “posmodernidad”. Era el momento de los “nuevos filósofos”, luego llegaría Fukuyama, el fin de la historia y las ideologías. Digamos, en breve, que en esos años se evidencia un agotamiento de la posibilidad de un pensamiento en términos de universalidad abstracta, ya sea kantiana, hegeliana o marxista. Es decir, no funciona más la idea de que tu situación y realidad concreta –y lo que debes o puedes hacer desde ahí– se puede explicar o deducir desde un universal exterior a ella, un deber ser de las cosas. Hay toda una cosmovisión que se agota, no tanto por falsa, como por lo mismo que se agotan las civilizaciones o las culturas, son ciclos. Y de ahí resulta el triunfo de la dispersión.
—¿A qué te refieres con dispersión?
—La dispersión, el individualismo, la posmodernidad, un mundo donde ya no hay más verdad ni mentira, todo se reduce a placer, displacer, interés, lo inmediato, lo que funciona… Una tendencia perfectamente homogénea con la economía neoliberal.
Entonces, entre el universal abstracto ya irreconstruible y la dispersión total se nos aparece la necesidad de pensar una unidad múltiple, convergente, que permita un nivel de inteligibilidad y comprensión, de exigencia ética y política, que no mire con el espejo retrovisor al pasado ni se haga cómplice tampoco de la dispersión y, en definitiva, del individualismo neoliberal. Y es en ese sentido que empezamos a trabajar el concepto de situación, entre varios compañeros e intelectuales, buscando una unidad que permita volver a territorializar la vida, el pensamiento y la acción, investigando una nueva racionalidad que permita diferenciar, como dice el tango argentino, “entre ser derecho y ser traidor”, es decir, donde haya principio de asimetría.
—¿Podrías ponerme un ejemplo para entenderlo mejor?
—Te pongo uno de mucha actualidad ahora aquí en Francia. El pensamiento situacional es lo que me permite decir, a mí que no soy musulmán o islámico ni nada parecido: “aquí y ahora, en Francia, el ataque a las chicas musulmanas que llevan velo es una injusticia, porque ese velo significa una búsqueda de sentido y dignidad frente a la desestructuración neoliberal, a un colonialismo mal resuelto”. Es decir, situacionalmente, dentro de una unidad, un espacio y un tiempo determinados, un territorio, hay una asimetría entre un fascista del Frente Nacional o un humanista laico-radical y quien dice por el contrario: “espera un poco, aquí hay una búsqueda de dignidad, hay que ver, escuchar, dialogar”. Sin embargo, en otra situación, en Arabia Saudita o Qatar, el velo significa por el contrario el horror total de la opresión de la mujer y habría que ayudar a cualquier chica que tenga el coraje de quitárselo.
El pensamiento situacional permite encontrar dinámicas universales que, aquí y allá, se manifiestan de modos radicalmente distintos, incluso opuestos. Lo que podríamos llamar universales concretos. Mientras que el universal abstracto es una perspectiva “desde ninguna parte y para todas”, el universal concreto es aquello que existe aquí y ahora, aunque se reproduzca (es un universal) de modo distinto en cada aquí y ahora.
—Afirmas que tanto el neoliberalismo como las resistencias sólo existen “situacionalmente”. Es una visión muy poco normal, porque tendemos a ver el neoliberalismo como una serie de políticas que vienen de arriba a abajo, que se derraman desde unos centros de poder hacia abajo, hacia unas víctimas (la gente, el pueblo, etcétera). Es una inversión de perspectiva muy fuerte la que propones.
—El neoliberalismo –digamos, la gestión empresarial de la vida– es una lógica global, pero que se dispersa en el infinito de las situaciones (por ejemplo, la escuela, la salud y la naturaleza son gestionadas como empresas). “El todo está en cada una de las partes”, diríamos filosóficamente. Uno no “encuentra” al neoliberalismo más que bajo sus diversos modos de existencia. Está compuesto de prácticas cotidianas, de relaciones sociales y nosotros mismos participamos en esta explotación a la que estamos sometidos.
Como muchas otras estructuras, por ejemplo la lengua, el neoliberalismo tiene una autonomía, nuclea, orienta la vida de toda situación, pero sólo existe dentro de cada situación concreta. Es decir, no nos equivocamos cuando decimos que está por encima de la vida, sobre la vida, pero a la vez esta dimensión sólo se manifiesta como un virus que contamina cada elemento de la vida. Y en ese sentido la respuesta al neoliberalismo no puede ser más que múltiple, difusa, contradictoria y situacional. Resistir no es sólo oponerse, sino crear, situación por situación, otros modos de vida y otras relaciones sociales.
—Entiendo desde ahí tu crítica a la política clásica (incluyendo la política revolucionaria), en el sentido de que ésta por lo general no ha asumido este carácter situado del capitalismo y las resistencias.
—Hablo del “militante triste” para referirme a una manera de entender el compromiso. ¿En qué sentido? Este tipo de militante no está comprometido con la construcción de situaciones concretas, sino que tiene una idea de cómo el mundo debe ser, una idea de cómo deben ser las cosas. El problema es que las ideas son ideas. No todo lo que es posible en el mundo de las ideas es, por usar un concepto de Leibniz, “composible” o realizable en la realidad. Por eso digo que este tipo de militante es triste, en el sentido de impotente y agrio. Para él, la realidad concreta, las situaciones concretas, nunca alcanzan el ideal. El mundo no es como debería ser, el mundo verdadero es otro, está en otra parte.
El militante triste comulga con esa visión platónica donde siempre hay una especie de asco hacia la vida, hacia la fragilidad, hacia lo mezclado, lo indeterminado. Me refiero a cuando Platón habla de la corrupción de la carne. Los platónicos aman las ideas, los programas, las arquitecturas políticas ideales. Y, en el fondo, la visión del mundo nuevo que tienen es la de un mundo donde se haya vencido por fin a la carne corruptible.
—Y en este planteamiento, las situaciones serían la “carne corruptible”, ¿no?
—Claro, en la figura del militante triste este odio a la carne se expresa como indiferencia de fondo a las situaciones concretas, porque sólo son señales en la autopista hacia el mundo mejor. No se ve una pregunta concreta por cómo luchar aquí y ahora, con la gente que está aquí y ahora, sino sólo señales hacia el mundo por venir, hacia lo que debe ser.
Yo tengo mucha bronca con el militante clásico, con el militante triste. Porque cuando hay luchas siempre aparecen esos que saben por dónde pasa la historia, con el fin de disciplinar a la gente según tal o cual programa, tal o cual estrategia de conjunto, tal o cual coyuntura electoral, descuidando la lucha a nivel de construcción de situaciones concretas. Me atrevería a decir incluso que las organizaciones revolucionarias, los militantes revolucionarios, en tanto que militantes clásicos, extra situacionales, vanguardias, son los anticuerpos que la sociedad segrega cuando la potencia libertaria de la base se desarrolla.
—En El compromiso en una época oscura desarrollas otra idea del compromiso muy distinta, otra figura de la militancia.
—Sí, una figura de compromiso no volcado hacia el futuro, sino hacia lo que ya está aquí. No orientado por un programa (siempre definido en función del futuro y la totalidad), sino por un proyecto que parte del presente e implica a los que buscan respuestas a los desafíos planteados por situaciones concretas.
Hay que tener un coraje enorme para desarrollar luchas, proyectos, iniciativas múltiples sin pedir una visión arquitectónica de la realidad, una visión de hacia dónde va y de dónde viene todo lo que pasa, sin necesitar la promesa de un mundo nuevo, sino desarrollando nada más (y nada menos) la potencia de las situaciones, aquí y ahora.
—Frente a una idea ingenua de “unificación” o “convergencia” afirmas que las luchas no se acumulan sino que más bien se contradicen. ¿Podrías desarrollar esto?
—Lo explico con un ejemplo: en Argentina, hay una contradicción entre justicia social y justicia ecológica. Porque la justicia ecológica dice no a los transgénicos y a la minería, y justamente de ahí está sacando el gobierno de Cristina Kirchner la plata para pagar los planes sociales. Entonces, al chico que está en una villa miseria con riesgo de morir de malnutrición, la justicia ecológica le puede parecer perfectamente un lujo de ricos y una abstracción. Las dos luchas son coherentes, pero no armónicas.
No hay solución global en un mundo complejo, no hay síntesis. Es decir, hay luchas que son justas y sin embargo no son armonizables, son irreconciliables (al menos en esta época). No se puede exigir la coherencia de la lucha y la armonía de las luchas. Cuando aparece el típico partido que pone juntos a un representante de cada lucha –una mujer, un homosexual, un obrero, un inmigrante, una prostituta– eso está podrido de entrada. Tenemos que aprender a vivir y a pensar entre situaciones múltiples que deben abandonar todo deseo de armonía. No existe “el movimiento”, sino una pluralidad de situaciones que no encajan, no convergen, no se sintetizan en ninguna unidad.
—¿Pero cómo pensar entonces, desde estos presupuestos, la posibilidad de una “coordinación” de las luchas?
—Por un lado, a partir precisamente del conflicto. La conflictualidad, la no armonización posible, lejos de marcar una dispersión, es la condición de un zócalo común. Entre las diferentes organizaciones y situaciones se pueden encontrar terrenos conflictuales comunes. Cuando uno dice que la villa miseria es un problema ecológico y social, la cosa no es encontrar una solución global, sino más bien un territorio de conflictualidad donde se pueda negociar, coordinar, sin negar la contradicción y la complejidad. No estamos de acuerdo, no tenemos el mismo objetivo, pero compartimos un deseo de vida, un deseo de desarrollo, entonces se dialoga, se negocia. El conflicto –distinto del enfrentamiento– es la base de la vida y del tejido social, no algo que debe desaparecer. Eso por un lado.
—¿Y por el otro?
—A partir precisamente de la constitución de redes (de intercambio, de ayuda mutua, de intercambio de conocimientos y experiencias entre luchas de diferentes naturalezas y situaciones) hay múltiples procesos, no una totalidad englobante. No se puede deducir de ninguna lucha una “generalización” o “estrategia ganadora”.
Esto es lo que llamo “contrapoder”: una dinámica de composición de las diferentes situaciones. Lazos e intercambios, no una dirección o estructura centralizadora. Una red de resistencias que respete la multiplicidad sería una especie de círculo que posee, poética y paradójicamente, su centro en todas partes.
Por último, decir que lo que se va coordinando, lo que se va estructurando, nunca depende sólo de la voluntad de los seres humanos que deciden “coordinarse” u “organizarse”, sino que es una resultante de múltiples cosas.
—¿La política no puede ofrecer respuestas globales o de conjunto?
—Yo hago una diferencia, que para mí es de vital importancia, entre política y gestión. La política siempre es horizontal, en la base, son luchas creadoras. Y luego está la gestión, que es indispensable. La gestión no se confunde con la política, pero podemos reivindicar una gestión diferente, progresista y no reaccionaria, para todos, y no elitista.
—Explícame por qué la gestión no se confunde con la política.
—La política puede “polarizar”: luchas por esto y no quieres saber de lo otro. Por ejemplo, luchas porque los inmigrantes que llegan sean acogidos y no te haces cargo de otros argumentos (que si la demografía, que si la jubilación, etcétera). La gestión no puede hacer eso, no puede polarizar, siempre es gestión de una complejidad (y no puede escuchar un solo sonido de campana.
La política es polarizada y conflictual, nunca globalizante. La gestión, si es democrática, es compleja, global y no polarizada. Es la garantía misma de la democracia que los actos “polarizadores” de radicalidad se den por abajo, sin pretender la normatividad. Si gestionas en clave de polarización te vuelves un tirano. Un gobierno democrático es para todos, puede tener orientaciones pero no polarizar.
—¿Y por eso afirmas que, paradójicamente, “el poder es el lugar de la máxima impotencia”?
—Efectivamente. Si la gestión es democrática, tiene que gestionar un país donde vive también “el otro” (para el progresista, sería el cura reaccionario o el propietario de tierras, por ejemplo). Hay lugares de gestión y lugares de transformación política de la sociedad. Si estás en el lugar de la gestión (el Estado) tienes que aceptar una cierta impotencia que es la de ser gestor.
La política son situaciones de lucha, de conflicto, que van dibujando la sociedad en un sentido o en otro. Un gestor administra (mejor o peor) la potencia. Un rebelde la despliega, crea y lucha. Si quieres cambiar las cosas, entonces vuelves a la base, a la multiplicidad situacional en la base.
Política y gestión pueden y deben cohabitar, sin confundirse. No hay por mi parte ninguna crítica a los compañeros que, en determinado momento, se pasan de la política a la gestión, digo simplemente que siempre hay que saber cuál es el trabajo de cada uno, son dos tareas diferentes. No conviene que la ejerzan las mismas personas, los mismos movimientos.
—¿Cómo sería, en tu opinión, una “buena” gestión? ¿Qué se puede hacer, positivamente, desde el ámbito de la gestión?
—La buena gestión depende en gran medida de la potencia que se desarrolla en la base. La política que influencia, que decide cómo va a ser la cosa estatal, se juega permanentemente afuera de los aparatos estatales –de la gestión– sin que, sin embargo, pueda decirse mecánicamente que se oponga a ellos.
Una buena gestión puede darse cuando la gente que ocupa los lugares de gobierno comprende que la gestión no es un lugar geométrico, arriba en una pirámide, sino un lugar más de la horizontalidad. Me explico: la gestión no es “la situación de situaciones”, sino una situación en sí misma. Una situación que tiene la particularidad de que, en cierta medida, refleja o representa el estado de las luchas y las resistencias, la potencia de la base.
El problema es que hay como un efecto óptico de “verse arriba”, dirigiendo, cuando en realidad lo que uno puede o no puede hacer desde el lugar de la gestión está completamente entrelazado con lo que pasa en el resto de las situaciones. La gestión es un momento, una tarea, un aspecto, el problema es que se pretenda el todo y se jerarquice. Es el peligro de fetichizar la gestión.
—El problema entonces para ti sería confundir política y gestión, potencia y poder.
—Sí, en la insurrección argentina de 2001, por ejemplo, inventamos el “que se vayan todos”. Es verdad que luego volvieron, pero ya no igual que antes. Cristina Kirchner no es Menem. Quiero decir: cuanto más potente es el “no nos representan”, más aseguras que cuando vuelvan –porque van a volver, la gestión es indispensable– no lo harán igual que antes.
—No es fácil ver cómo esas resistencias por abajo podrían limitar el poder de Monsanto, de los fondos buitre, de la fuga de capitales, etcétera.
—Claro, uno ve que los ricos están cada vez más ricos, más ofensivos, más destructores, más bárbaros y eso hace pensar que tienen el poder. Pero, en realidad, los banqueros, los economistas, los directores de recursos humanos, toda esta basura, no son los amos del neoliberalismo, sino sólo sus servidores sumisos.
El neoliberalismo se desarrolla como una “estrategia sin estrategas” que tiene autonomía y que no es manejada por nadie. Los que se benefician de él no lo pueden dirigir ni orientar. Los estrategas están dentro de la estrategia, no la manejan desde fuera. Es lo que dicen todos los años, y lloran por ello, los grandes destructores del mundo cuando se encuentran en Davos (ciudad suiza sede del Foro Económico Mundial).
—Por último, ¿cómo se piensa, desde un planteamiento situacional, el cambio social (lo que en otro tiempo se llamó la “cuestión revolucionaria”)?
—Como una resultante de fuerzas. Recuerdo cómo era la mecánica, para los que hayan olvidado sus clases de física. Hay tres personas que empujan un mueble y los tres empujan en direcciones más o menos diferentes. Pues bien, el mueble no va a ir en ninguna de las tres direcciones, sino en otra. En la resultante de las tres fuerzas.
Todo cambio pertenece al orden de los procesos, múltiples y descentralizados, no a una voluntad cualquiera, ni a un plan. Las sociedades no cambian, o al menos no lo hacen ni profunda ni definitivamente, por una simple toma del poder, sino por movimientos revolucionarios cuyo éxito mismo se explica por la larga duración de los procesos de cambio sociales.
Francia no se hizo republicana porque hubiese cortado la cabeza de Luis XVI, sino porque hubo un largo proceso, práctico y teórico, de resistencia-creación ante la monarquía y el Antiguo Régimen, que posibilitó la emergencia de otro régimen. Para reimaginar el cambio social necesitamos en primer lugar una racionalidad más compleja, más rica y menos lineal.
(La entrevista, publicada en eldiario.es, fue realizada a mediados de 2015).