Entre tanques de gasolina, neumáticos y costales empachados de yuca y plátano va don Eduardo, agarrado de lo que puede para no caer sobre la salvaje trocha. Va recién bañado y pulcramente vestido. El movimiento de la chiva1 que lo transporta en su azaroso techo le ensucia el pantalón y él, sonriente, dice que campesino es campesino, aunque vista de paño inglés. Sus ojos claros se suspenden en la contemplación del paisaje montañoso. Va callado, como un pecado, esquivando las ramas que castigan la altura en la que viaja. Escucha el viento con la solicitud que tienen los amantes de Johann Sebastian Bach y, de vez en cuando, interrumpe la introspección para saludar a algún paisano, siempre con la misma ceremonia: levanta una mano, grita alguna ponderación y vuelve a la sensibilidad. El sol calcina, como podría suceder en cualquier infierno, pero la realidad es otra: don Eduardo va para su cielo, un pequeño cielo llamado Guayabal, perdido entre las apretadas montañas del departamento del Caquetá.
Don Eduardo nació en 1959 y, desde muy chico, comprendió su destino: la tierra. Pero, como la tierra es insegura para quien no la tiene y la desea, ese sueño habitable y perfecto mutó varias veces en algo que él, dice, nunca va a lograr entender con plenitud. Su cielo nunca ha dejado de serlo, pero «otros» se han encargado de volverlo un dolor, y no un dolor de cabeza cualquiera, sino un dolor insondable, de alma.
¿Quiénes? El poder. ¿Qué es el poder? Las elites. ¿Qué son las elites? Las que quieren controlarlo todo. ¿Por qué quieren controlarlo todo? Porque se creen dueños de todo. ¿De qué se creen dueños? Hasta de lo que no conocen y no han trabajado. ¿Quién es usted? Un campesino, no un guerrillero. ¿Qué necesita? Apoyo, no bombas.
Desde aquel momento en que vi a don Eduardo encaramado en el techo de la chiva han pasado 12 horas. A estas alturas de la noche tiene los ojos chiquitos y las mejillas sonrosadas. Su voz se confunde con el sonido de la orquesta, que, en onda merengue, pone a transpirar a centenares de parejas. Entre cervezas y rones, asegura que puede vivir, un poco más alegre, al lado de quienes resisten la indolencia de esos «otros» y que, a su manera, celebran el enmarañado fondo histórico del retorno, que también son voces vivas, memorias irreprimibles y, por supuesto, una realidad en marcha.
Para don Eduardo y miles de campesinos de la zona morir no es abandonar la tierra físicamente, sino perder esa porción que con tanto esfuerzo han labrado. Con un par de desplazamientos forzados instalados en sus evocaciones vitales, dice que ser desplazado del territorio es un cansancio, un cansancio total al que solo se puede hacer frente con dignidad.
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Para llegar a Guayabal desde Neiva hay que transitar cinco horas de difíciles trochas en alturas serpenteadas y climas disímiles, entre 500 y 2.800 metros sobre el nivel del mar. El trayecto solo puede hacerse de día y en la noche está prohibida la circulación. Las oscilaciones automotoras se confunden con las vibraciones sensoriales que despierta el imponente paisaje, en sí mismo una oda a la diversidad geográfica y ecológica del país. Hay hondos precipicios tutelados por vacas, sembradíos de café, frijol, aguacate, yuca y plátano y ríos de corrientes arduas y aguas diáfanas, como Las Ceibas, Balsillas, La Perla, El Oso y El Pato.
La frontera entre el departamento del Huila y el Caquetá es una curva en U con una valla que dice: «Zona de Reserva Campesina Cuenca del Río Pato y Valle de Balsillas, San Vicente del Caguán, Caquetá. La ZRC da la bienvenida a un territorio de paz que construye justicia social». Esta fue la primera zona de reserva campesina en el país, constituida el 10 de noviembre de 1997 para subsidiar y entregar terrenos estatales no aprovechados a comunidades campesinas, con el objetivo de generar «procesos de organización y condiciones de vida adecuadas para consolidar y desarrollar sosteniblemente economías rurales y superar los conflictos sociales que las han afectado históricamente».
Guayabal queda a dos horas de San Vicente del Caguán, acaso la capital de aquello que en el gobierno conservador de Andrés Pastrana se llamó «zona de distención» y que, aunque debía durar unos pocos meses, se extendió de 1998 a 2002. Fueron 42 mil quilómetros cuadrados de territorio despejado por las fuerzas militares colombianas para promover mesas de negociación y acuerdos de paz, que nunca se dieron, con la entonces guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).
La región fue medular en la gestación del conflicto armado colombiano y, lejos de exteriorizar una estricta idiosincrasia rebelde, sí ha tenido la necesidad de organizarse. No en contra de un enemigo común, sino más bien en contra del olvido al que ha sido sometida históricamente. Para no ir más lejos: hoy, en 2021, la luz eléctrica llega dos veces al día en horarios puntuales, los sistemas de acueducto funcionan prácticamente igual que hace 50 años y hay un solo centro de salud, que parece más bien una desnutrida farmacia. Ahora bien, esto no ha llevado al conformismo de sus habitantes: por el contrario, los procesos organizativos han permitido, a partir de la autogestión y la división social del trabajo, asumir las reformas como propias y solventarlas con lo que está al alcance.
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La noche dominguera, pletórica en grillos y estrellas, es limada por estrepitosos corridos y rancheras. La justa mitad del pueblo dejó de ser una cancha deportiva múltiple para convertirse en bar y pista de baile. Alrededor de 2 mil personas colman las graderías y sus alrededores. La ingesta alcohólica tiene vida propia y los ánimos permanecen tan empapados de júbilo que no se presenta un solo malentendido. Caldos, asados, fritos y comidas rápidas sirven como colchones para apaciguar borracheras, y diversos juegos de feria enredan las atenciones de los más chicos.
Es la noche de coronación de la nueva reina del Retorno y no hay esquemas de seguridad estatales. La Policía no existe. Nunca existió. Tres competidoras: Balsillas, Paraíso y Guayabal. Las apuestas y las bullas se inclinan por la representante local, pero falta la prueba más difícil, aquella con la que saldrá a flote la indudable casta regional: el baile de «El barcino», tema que forma parte importante del erario musical colombiano, compuesto por Jorge Villamil en 1968. Villamil provenía de una familia acomodada del Huila y desde su infancia atestiguó las luchas campesinas en contra de los terratenientes y latifundistas (años veinte y treinta del siglo XX), cuando el universo rural colombiano alojaba a casi el 80 por ciento de la población total del país.
«El barcino» es la historia de un agraciado novillo que desaparece de forma misteriosa y se convierte en motivo lírico a propósito de incidentes políticos relacionados con las épocas de La Violencia (1948-1958) y el Frente Nacional (1958-1974). Dice la letra: «Cuando los tiempos de La Violencia/ se lo llevaron los guerrilleros/ con Tirofijo cruzó senderos/ llegando al Pato y al Guayabero». Tirofijo es uno de los alias de Pedro Antonio Marín Marín, personaje que, junto con Luis Alberto Morantes Jaimes, alias Jacobo Arenas, fundó las FARC, en 1964. Así las cosas, «El barcino» es una evocación directa no solo de la resistencia guerrillera y campesina («¡Arre, torito bravo, que tienes alma de acero/ que llevas en la mirada pudor de torito fiero!»), sino también de aquellas regiones en proceso de soberanía e insurrección que evadían el arbitraje gubernamental y que, en su momento, fueron bautizadas por el entonces senador y posterior candidato presidencial conservador Álvaro Gómez Hurtado como repúblicas independientes (Marquetalia, Riochiquito, El Pato, Guayabero y Sumapaz).
Sobre la medianoche el selecto jurado da el veredicto: la nueva reina del Festival del Retorno a El Pato es la representante de Balsillas. El traje tradicional, la sonrisa emplazada como un escudo en su rostro, la pulcritud de sus pasos en el desfile y la respuesta precisa a la pregunta de cuáles son los productos más representativos de la región le dieron la corona a esta señorita de 18 años. Perder no es malo. La barra local entera hizo una misma cosa: aplauso a la soberana, copa al cielo para pasar el episodio y a seguir la fiesta. En Guayabal y en toda la región de El Pato, piedemonte amazónico, buenos y malos no son absolutos, sino relativos. Son conceptos rebatibles, no dogmas ni verdades. Algo malo jamás puede brillar más que nada y lo bueno de esta noche es la unión, o por lo menos eso asegura el ganador de un bingo de tres millones de pesos –750 dólares– después de convidar con tres botellas de ron a los organizadores del evento y con incontables cervezas a todos los que se acercaron a felicitarlo.
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El Festival del Retorno a El Pato es un pretexto que permite recordar la marcha por la vida, en 1980, en la que unas 5 mil personas se trasladaron desde Guayabal hasta Neiva para entregar al país un solo mensaje: este territorio es habitado por campesinos trabajadores y honestos que llegaron en busca de tierras para ponerlas a producir y construir sus respectivos proyectos de vida, campesinos que han sido vulnerados, bloqueados, arrinconados, olvidados y desplazados por el solo hecho de trabajar y defender la tierra.
Como proclamas principales en lo que devino pista de baile aparecen «Marcha por la vida 1980», «Retornamos para quedarnos» y «Digna expresión de un pueblo». Escenas campesinas, paisajes montañosos y banderas de Colombia engalanan un mural que muy al final tiene la imagen de Humberto Moncada Britto, líder campesino desaparecido por fuerzas del Estado el 6 de junio de 1983. Toda esta digna parafernalia es obra de la Asociación Municipal de Colonos de El Pato (AMCOP), una organización social que se ha consolidado comunitaria y horizontalmente en las últimas décadas. Con el lema «La paz comienza en el campo», es una muestra de resistencia de una población civil en medio del conflicto armado.
Más que identitaria y autonómica, la AMCOP ha sabido forjar relacionamientos sociales y territoriales genuinos, que se alejan de las jerarquías concentradoras de poderes para estacionarse en paradigmas de cooperativismo y solidaridad que privilegian la seguridad alimentaria y la seguridad humana, pasando por la construcción de modelos de diálogo y trabajo colectivo. Después de la firma de la paz entre el gobierno y las FARC en 2016, la AMCOP ha tenido proyectos no solo de inversión rural y desarrollo social, sino también de resguardo de la memoria colectiva, como la construcción de corredores turísticos y artísticos y un museo que permita reconocer los avatares de la guerra sufrida y que, a su vez, consienta la edificación de un saber histórico basado en la verdad y el orgullo campesino.
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En Guayabal hay muchos, muchísimos perros. Interpretar sus aullidos es tarea imposible: altos y bajos, algunos de terror, de drama, otros de desolación y hambre. No obstante, los coros perrunos juguetean con las cambiantes luces de las montañas de arriba y los valles de abajo. A la hora del atardecer el empinamiento del paisaje se convierte en una sola garganta que no se puede trepar, sino simplemente habitar, con los ojos desflecando la naciente oscuridad y los oídos patrullando la aparición de la noche. Es un placer de 18 o 19 grados centígrados, un goce que se mastica con la mirada y se oye con las manos.
«El Estado colombiano sufre de un pavor terrible por no estar a la altura de nosotros, sus campesinos. Tal vez por eso la opresión y el abandono al que nos ha sometido», dice Lucía, mientras destapa una botella de aguardiente comprada en uno de los tres puntos del pueblo habilitados por la AMCOP para el expendio de alcohol. En sus palabras hay un eco que destroza la ranchera número 600 mil del fin de semana: «Intentaron meternos por los ojos una incertidumbre que no sirve para nada, porque ni construye ni destruye. La realidad está hecha para ser intervenida, modificada, y eso es lo que intentamos hacer, con unidad».
Los solitarios y los borrachos de tres días y noches sin treguas de ningún tipo, los hombres y las mujeres que no tienen con quién hablar se desdoblan y, entre sus viajes interiores, pasan las horas finales de la fiesta con sus manos colmadas de hastíos. Pero no desfallecen, uno o dos tragos más y se recuperan y vuelan alto, como si fueran aves sedientas de vida. Para estas personas –postreras y sobrevivientes– la violencia solo sirve para sacarlo a uno de adentro de uno. Acá nadie toca con nadie: la persona problemática paga cinco millones de pesos (1.200 dólares) como multa y si no tiene el dinero, paga con trabajo comunitario.
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En la profundidad de la gallera del pueblo, epicentro de juegos y apuestas, Darwin –un desmovilizado de las FARC con marcas de guerra grabadas en su cuerpo– dice en referencia a El Pato: «Tierra bella, como un poema». Cuenta anécdotas de sus años en combate, bajo el alias Talento, del tiempo que pasó en la cárcel como guerrillero y de lo poco que lleva caminando la vida civil como un hombre común y silvestre. «Está difícil, pero un día espero estar tranquilo», añade. Toma un último sorbo de cerveza, suspira con potencia y se va a recibir el producido del último día de fiesta. Afuera todos, al igual que él, esperan un amanecer en serio, uno que rompa la estigmatización y traiga la anhelada anexión de esta tierra al imaginado país real.
1.Camión de carga reconvertido artesanalmente en autobús, típico de las zonas rurales de Colombia y Panamá, con portaequipajes en el techo.