— Etudiaste algo que solo Frantz Fanon pudo hacer, que es escuchar a los violadores y a las violadas, lo que permite conocer a fondo las conductas patriarcales. Cuando hablás de la crisis del fin de lo humano, ¿qué cambios podés ver respecto a aquellos monstruos violadores que entrevistaste décadas atrás?
—Lo que descubrí en aquel momento, y llamé la fratría masculina, es el hecho de que en la violación hay un disciplinamiento de la víctima, una relación vertical en la que la víctima es controlada, dominada, disciplinada, oprimida por el personaje del violador, que representa la masculinidad. Pero hay otra línea, un eje horizontal, en el cual su acto está dirigido a los ojos de los otros hombres. Siempre el análisis feminista se centró en la relación agresor-agredida, pero yo abordo la relación colocando el foco también sobre los ojos que ven la violación como espectáculo, entonces hablo de ese crimen como violencia expresiva, una denominación muy vigente. No es una violencia instrumental, utilitaria de la libido masculina que se apropia del cuerpo de la mujer. Saquémoslo de ahí. Hasta hoy vengo diciendo eso: el crimen patriarcal es un crimen político, ni moral ni religioso ni de costumbres. Es la primera forma de opresión y de extracción de una plusvalía. Y podríamos decir sin miedo a equivocarnos que es una plusvalía de prestigio, de estatus.
— Si la violación es un hecho político, de afirmación de poder, la exhibición tiene otros objetos que no son solo las víctimas…
—Enfatizo la cuestión de la relación entre los hombres y creo que la novedad de mi argumento es el énfasis en decir que esa extracción de valor del cuerpo de las mujeres es el gozo, un gozo narcisista, autoreferido. El mío es un análisis del poder que se satisface por su exhibición ante otros hombres y ante la sociedad. El sentido común que tenemos inculcado nos enseña a percibir al violador como un sujeto anómalo, desviante, solitario, pero, sin embargo, las estadísticas nos muestran que la mayor parte de los crímenes de violación son perpetrados en grupos, en pandillas. Se trata de un crimen «en sociedad».
—¿Cómo se relaciona esa fratría de poder masculino con las guerras actuales?
—La agresión sexual es un crimen que, a pesar de la cantidad de leyes ya ratificadas, no se puede controlar. Este tipo de violencia no cede. Lo que pasa en el presente es que la fratría masculina, la hermandad masculina que ahora describo como corporación masculina, basada en la lealtad de los hombres entre sí y el carácter jerárquico de la masculinidad, es una estructura que se replica y reproduce en todos los órdenes, en todas las corporaciones, en todas las jerarquías, en todas las relaciones en las que vemos poder y desigualdad. Son réplicas de este primer y basal orden corporativo. De ahí viene también la guerra. Hablando en una ocasión en Buenaventura, costa del Pacífico colombiano, un espacio hiperviolento, alguien del público me preguntó: «¿Cómo se termina esta guerra, que no puede pararse con un pacto o una amnistía porque es una guerra totalmente informal?»
Una guerra así se para desmontando el mandato de masculinidad, que es el dispositivo que permite reclutar los soldaditos que formarán las facciones bélicas.
—¿Y cómo aparece el genocidio del pueblo palestino en esta deriva analítica?
—Gaza es en apariencia un arco lejanísimo del crimen del violador común, que hace un espectáculo de su potencia, que necesita exhibirla, lo que le da el título de macho. Pero Gaza es también un espectáculo. El genocidio de Gaza es totalmente diferente a todos los genocidios anteriores que padeció la humanidad. Porque todos los otros todavía invocaban la ficción jurídica, se escondían detrás del orden del derecho. El primer genocidio y el mayor de todos fue la Conquista, y siempre nos dijeron que en ese tiempo regían las leyes de Indias. Pero nadie puede creer que desde el sur de la Península, del otro lado del gran mar hasta el Nuevo Mundo, esas leyes tuvieran alguna capacidad de conducir a vida. Ahí hay una mentira flagrante, porque nuestro continente fue conquistado por pandillas, que fueron de hecho los grupos armados que limpiaron el territorio. En Brasil esas pandillas hasta tienen nombre y monumento en San Pablo: los bandeirantes.
—Pandillas que tienen mucho de las actuales manadas de violadores. En ambos casos son machos depredadores de la vida, de las mujeres y de la naturaleza.
—Claro, los bandeirantes recorrieron todo el territorio portugués matando indios y todo animal que encontraran, limpiando los territorios para poder ocuparlos. El carácter fundacional y fundamental que tuvieron las pandillas en la limpieza de nuestro continente es clave para entender Gaza.
—Siento que mientras los violadores de Ciudad Juárez no te desconectaron de lo no humano, Gaza sí lo hace, a pesar de la indignación. Quizá porque esto último es un corte en cuanto al «ser humano».

—Este genocidio es un parteaguas de la historia. Porque en el Holocausto se pudo ver, en filmaciones, la sorpresa de los ejércitos aliados cuando ingresaban a un campo de concentración. Se pudo percibir en quienes ahí llegaban la perplejidad y el horror que experimentaban porque se había ocultado al mundo lo que estaba sucediendo en los lager, porque aún había un simulacro jurídico vigente, aún existía una gramática jurídica. En mi texto de 2009, «El grito inaudible», casualmente republicado en el libro Escenas de un pensamiento incómodo en 2023, dije que con el exterminio palestino se acabó la gramática jurídica. Cuando no existe más ley que sea capaz de regir el comportamiento, queda solo la fuerza. La ley es una fe, una ficción, un discurso en el que colocamos crédito. Pero esa ficción jurídica cayó con Gaza. Esa creencia de que existía un orden jurídico que permitía una expectativa de comportamiento desapareció. No se puede no saber lo que está pasando en Gaza. Con esa exhibición sin pudor y sin derecho que la contenga, se puede decir que Gaza anuncia que una nueva ley está vigente, que es la ley del poder de muerte. El poder de la muerte es la ley.
Por otro lado, en momentos de devaneo, se me ocurre que el sacrificio de Gaza es una especie de nueva crucifixión, justo en aquel mismo lugar, que tendrá como consecuencia iluminar las conciencias de una nueva manera. Es una especie de epifanía, y darme cuenta me lleva muchas veces a afirmar que se trata de un parteaguas de la historia, un cambio de era. Hasta algunos miembros de las fuerzas armadas de Estados Unidos están gritando su desacuerdo. Gaza ilumina las conciencias de una nueva forma.
—Los nazis ocultaban los campos, del mismo modo que las dictaduras del Cono Sur ocultaban los centros de detención. No se atrevían a mostrar las torturas ni a su propia población. Benjamin Netanyahu, por el contrario, dice a los suyos que el exterminio es necesario, y lo muestra.
—Es algo casi increíble, enuncian, declaran sin la menor vergüenza que están matando para ocupar esas tierras y hacer negocios. Hay grabaciones de soldados e inclusive civiles israelíes que afirman la importancia de matar a todos los palestinos sin ningún problema ético ni moral. Ni jurídico.
— Durante la Conquista hubo un célebre debate entre Juan Ginés de Sepúlveda y Bartolomé de las Casas sobre si los indígenas tenían alma; un debate de alto contenido ético y político. Pero acá todo se reduce al poder de muerte.
—Es la novedad de nuestro tiempo. Porque el poder de muerte ha sustituido al derecho o, mejor dicho, se ha constituido explícitamente en El Derecho. ¿Podemos pensar que al desaparecer la razón humanitaria del horizonte histórico de nuestra época se ha caído la ética? No lo veo así. Estamos frente a una nueva ética que se basa en ideas que Hannah Arendt desarrolla en Los orígenes del totalitarismo, cuando dice que tanto en el estalinismo como en el fascismo surge un derecho más relevante que los derechos de las personas, que es el derecho de la historia. Para los nazis, el derecho de la historia es construido a partir de la idea de una raza superior, con el objetivo de obtener la pureza de la raza aria. La ley histórica, entonces, es la que determina el exterminio de todo lo que impide ese tránsito. En el caso del estalinismo, es un mundo igualitario sin clases. Todo lo disfuncional, todo lo que impida o moleste el tránsito histórico hacia el destino preconcebido como obligatorio, podrá ser eliminado.
—¿Cómo interviene ahí el capitalismo?
—Hoy, la concepción de la historia respalda la acumulación-concentración como valor, como el valor que orienta el derrotero de la historia. Casi diría que es la nueva utopía de la historia, por increíble que para muchos pueda parecer. Todo lo que sea disfuncional a la acumulación-concentración debe ser eliminado. La humanidad perfecta es la de los dueños. El adueñamiento en curso del planeta determina la existencia de un sobrante humano, los que no son funcionales al proceso de adueñamiento, al proceso de la acumulación del capital, están destinados a la muerte. Esa es la ideología del presente.
—Es el caso de los Bukele, Donald Trump, Javier Milei y diría que de toda la ultraderecha europea y buena parte de la derecha.
—No es, como pensamos quienes lo hacemos desde el campo crítico, que hay una crisis ética. Lo que hay es otra ética, otra ideología que ha pasado a ser hegemónica. Nos encontramos frente a un cuadro de valores que afirma el derecho, el deber de la acumulación como superior a los derechos de las personas. Este capitalismo no es de explotación del trabajo asalariado, sino, sobre todo, de despojo, de guerra contra los pueblos y la madre tierra…, en el cual una pequeñísima minoría se adueña del planeta. Ya no debemos hablar de desigualdad porque es poco, sino de dueñidad. Arendt menciona en un pie de página que Hitler, en su diario, escribe que los próximos a ser exterminados serían los cardíacos.
—Pero todos ellos fueron elegidos de forma democrática.
—Las definiciones de democracia afirman, de manera equivocada, que una mayoría en las elecciones garantiza un orden democrático. Es un gran error porque permite que se entienda por democracia una dictadura de la mayoría. Hay algunos electos que transforman la democracia en una dictadura. No podemos olvidar que no hay democracia posible sin pluralismo.
Hay algo que está pasando que es muy difícil de entender en la historia de Estados Unidos en este momento. Es sorprendente el cambio de estrategia en la conducción de ese país. Y esto, que debe ser notado y considerado, se presenta difícil de entender porque es un descarte de una estrategia de medio siglo. Pensemos: cuando termina la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos le saca una ventaja a Rusia –que, aunque fue fundamental en la victoria contra el nazismo, no lo puede aprovechar–: se presenta al mundo como la democracia, su tarjeta postal ante el mundo es la imagen de un país que ha destruido el mal del totalitarismo. A partir de ahí se constituye como una nación montada sobre dos patas: una de ellas es el poder mismo, económico y bélico. Es decir, la nación más rica y mejor armada del mundo y, progresivamente, con la mejor inteligencia bélica (espionaje, capacidad de infiltración, etc.). Pero la otra pata en la que apoya su potencia es la de la hegemonía: la «ficción democrática», la «ficción jurídica» de derechos plenos para su ciudadanía.
—La hegemonía era el poder de seducción de Estados Unidos, la tierra de la libertad donde migran los perseguidos por el nazismo y el fascismo, pero también los perseguidos por Stalin. Un país que parecía ofrecer oportunidades a todos.
—Exacto. Después de 1948, en una segunda etapa de este proceso de construcción de la hegemonía en el mundo, es decir, de la presentación al mundo de una serie de valores capaces de representar los intereses de toda la gente, sobreviene una pieza faltante, asumida en los años sesenta por Lyndon Johnson, después del asesinato de John F. Kennedy: el combate al racismo y el fin del apartheid en los estados del sur; la gran ley de derechos civiles, que prohibía la discriminación racial y la segregación en los espacios públicos, la educación y el trabajo, y la ley del derecho al voto de los afroamericanos y otras minorías.
Estoy convencida de que esto último demuestra ese empeño por la consolidación de la hegemonía de los valores estadounidenses en el mundo. Es un primer paso en los años sesenta, a través del cual esa democracia difunde la idea de la integración racial. Posteriormente, se presenta el paso siguiente de ese esfuerzo y ocurre en conjunción con la caída del muro de Berlín. Estados Unidos da un nuevo paso hegemónico que es el multiculturalismo, que entiendo como contrapartida al gesto de devolver sus estados a las naciones que componían la Unión Soviética. Dos gestos, al este y al oeste, de cuño democrático. El gesto del mundo capitalista, liberal, el gesto del Oeste, denomina y visibiliza lo que hoy llamamos identidades políticas y les ofrece derechos y recursos. El mundo pasa a percibir a las mujeres, los afrodescendientes, los indígenas, las sexualidades disidentes LGBTTTIQ+ como identidades querellantes en la escena pública. De cada una de estas parcelas, como ha señalado el gran intelectual negro estadounidense Cornel West, una parte conseguirá la inclusión y otra parte, la mayoría, permanecerá excluida. Analizo por extenso este tema en mi libro La nación y sus otros de 2017,y hoy soy enfáticamente crítica de la trampa de la minoritización en la que nos sumió el multiculturalismo.
La propuesta multicultural, respaldada con fondos de todos los órganos de cooperación estadounidense, fue un tercer momento de construcción y esfuerzo por la hegemonía.
—¿Por qué afirmás esto sobre el multiculturalismo?
—Porque claramente construyó un régimen de colonialidad al interior de los movimientos sociales. Al interior del movimiento negro, por ejemplo, impone formas de autoidentificación, comportamientos, construcción de imagen y lucha que no nacen de la historia colonial y esclavista de la latinidad. En mi libro sobre el tema insisto en una distinción entre identidades políticas multiculturales y «alteridades históricas», que surgen de historias otras, con estructuras de enajenación, discriminación y exclusión propias. Las mujeres del mundo han percibido y han denunciado el carácter colonizador del feminismo eurocéntrico. Y en Brasil, por ejemplo, es muy clara la forma de discriminación y dominación al interior del movimiento LGBTQ+, que, aunque permitió conquistas, al mismo tiempo impuso, a veces manera dolorosa, su modelo.
En nuestras sociedades hay formas muy ancestrales de hombres femeninos. En el candomblé hay una transitividad de género muy fuerte. Pero aparece el gay estadounidense que tiene que ir al gimnasio, crear musculatura, y pasa a imponerse como modelo. Este es uno de los ejemplos de la colonialidad al interior de los movimientos sociales. Hoy puedo decir que soy enfáticamente crítica del identitarismo, la minoritización y el wokismo. Toda diferencia es universal.
Menciono todo esto para hacer visible que hubo al menos tres etapas del esfuerzo de Estados Unidos por presentar al mundo y, en verdad, influenciar al mundo mediante la construcción de proyectos de imagen democrática. Esto es lo que estoy describiendo como la construcción de una hegemonía mundial. Esos tres períodos –la victoria sobre la opresión nazista en la Segunda Guerra Mundial, el fin del apartheid y el multiculturalismo– han sido parte del proyecto hegemónico de Estados Unidos. Y la ciencia y la industria cinematográfica y televisiva forman también parte de esa estrategia.
Pero –y esto es lo que se necesita comprender– de golpe la estrategia de la hegemonía queda cancelada. Se destruye la idea de una nación democrática y el mundo presencia un cambio de rumbo radical, un cambio de discurso y de construcción de imagen radical. Estoy convencida de que nuestro esfuerzo a partir de ahora es tratar de entender por qué el Norte se decide por ese cambio de estrategia y de rumbo. Por qué elige la construcción de otra imagen para sí, en la que la misoginia, el racismo, la guerra, el exterminio e inclusive el respaldo al genocidio pasan a ser la tarjeta postal, la autoimagen de la nación presentada al mundo. Por qué se abdica del proyecto de país hegemónico, en términos de valores e imagen democrática. ¿Qué estrategia lo sustituye?









