Rito y renovación - Semanario Brecha

Rito y renovación

Máscaras de guerreros, de diablos y de pájaros, de monos y borricos. El aspecto externo y tieso de las máscaras, sin sus portadores, distribuidas a lo largo de paredes como un desfile escalonado es lo que propone esta muestra de la embajada de México en Uruguay.

La peluda máscara del Carnaval de Huejotzingo en Puebla y la imberbe máscara de la muerte –una calavera que se distribuye, democrática, por todo México– nos observan, una muy cerca de la otra, con sus ojos vacíos. Máscaras de guerreros, de diablos y de pájaros, de monos y borricos. Es decir, el aspecto externo y tieso de las máscaras, sin sus portadores, distribuidas a lo largo de paredes como un desfile escalonado, tan colorido como fantástico, es lo que propone esta muestra de la embajada de México.1 De pronto nos asalta un rostro con hocico de salamandra y otro cuya nariz es una vaina alargada y barrullenta de semillas, como un sonajero. Esta colección de máscaras “es una huella de un pasado que se nos evanesce”, afirma Claudio Rama, responsable de la colección, ya que los procesos de folclorización y mercantilización, de transculturación de las comunidades, de los altos costos o de la rareza de algunos materiales constitutivos, hacen de estas piezas etnográficas “apenas una ventana a muchas dimensiones”, pero una ventana que ha comenzado, en cierta forma, a cerrarse.

La presencia de la máscara en la cultura mexicana se remonta a miles de años y sobrevive en registros impensados, como las caretas en la llamada lucha libre mexicana –con personajes como el Santo, Blue Demon y Mil Máscaras–, buscando nuevas formas para insertarse en la cultura popular. De barro y de madera –estas últimas las más abundantes, de copal, copallillo, cedro, mezquite, zompantle–, han sido empleadas para danzas tradicionales, celebraciones populares, fiestas religiosas, especialmente las patronales, en donde se confunden moros, cristianos, negros, indios, pastores, pilatos, diablos y ermitaños (como en las fiestas veracruzanas). Es un sincretismo de culturas pero también de formas expresivas, ya que en ellas conviven la danza, la música, la plástica, el teatro popular y el rito. Un mundo en el que sueño y realidad interactúan. La aparición de nuevos materiales, como la tela de jean en la “máscara de la tigrada” en Zitlala, estado de Guerrero, no disminuye su valor simbólico sino que, por el contrario, enriquece las posibilidades “escultóricas” del artificio y le aporta una retórica barroca.

La expresividad rígida de la máscara es funcional al temor y al efecto de fascinación que provoca, es mucho más que el mero ocultamiento. “La máscara equivale a la crisálida”, afirma Eduardo Cirlot, en referencia a la transformación que supone en el portador. Todo impresiona en estas máscaras mexicanas, todo está puesto allí para “descolocar”: al que se enmascara primero, a los que observan el nuevo rostro después… los ojos que se multiplican –las hendiduras para los ojos encima de los pintados–, las lenguas que salen, flamígeras, de cabra y de serpiente, el pelo que llueve sobre las facciones salvajes con cerdas y crines, elementos realísticos que dan tersura y movimiento, que funden lo artificial con lo natural. Además de la incorporación primaria, es decir, la del animal, del espíritu o del personaje en que trasmuta el enmascarado, los atributos se combinan. Por ejemplo, en la “máscara que representa la relación entre los hombres con el inframundo”, la serpiente y el jaguar apuntalan un mismo ser. En todos los casos hay una verdadera disolución del yo cotidiano que da paso al otro (o lo Otro), sin el cual la máscara no tiene mayor efecto. Y esta virtualidad desintegradora es común al juego y al rito. Es decir, no importa la función sacra o profana que cumplan, las máscaras siempre actúan con un poder de cambio, de mutación. “El origen del drama –sostenía Mircea Eliade– se ha encontrado en ciertos rituales que en términos generales, desarrollaban la siguiente situación: el combate entre dos principios antagónicos (vida y muerte, Dios y dragón, etcétera), pasión del Dios, lamentación sobre su ‘muerte’ y júbilo ante su ‘resurrección’.” Las máscaras mexicanas reviven “en persona” el espectáculo de los antagonismos ancestrales, actualizan la eterna dinámica de la felicidad y la tristeza, escondiendo en cada pieza el misterio de la otredad.
1. Exposición de máscaras. Sala Vicente Muñiz Arroyo, embajada de México en Uruguay.

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