Nuestro cambio
El 17 de agosto los trabajadores de Brecha decidieron “socializar” su medio de producción. Aquí se repasa a todo galope el camino que nos trajo hasta este lugar.
En la prehistoria era el caudillo. Un hombre formidable, sus amigos y la manera “natural” de hacer las cosas. Marcha era una empresa de propiedad privada, tan privada que cuando Hugo Alfaro llegó por primera vez a su local, ansioso por descubrir la redacción donde se fabricaba el semanario que compraba cada viernes, a quienes encontró fue a los socios del bufete del doctor Carlos Quijano.
“No se preocupe, yo lo voy a ayudar”, asegura Alfaro que le dijo el “Viejo” cuando resolvió nombrarlo administrador. La esperanza no duró poco. Si durante la semana el “dire” le preguntaba preocupado por la cantidad de avisos contratados, durante el cierre de los jueves los levantaba intempestivamente para hacer espacio a las notas. “¡Sacá el de Manzanares! –ordenaba don Carlos–. El Gordo Ferrari no se va a enojar.”
El Gordo Ferrari, como ciertos jerarcas del Banco Comercial y alguna gente de tierra adentro, habían compartido con Quijano la aventura política de la Agrupación Nacionalista Demócrata Social. Marcha no era órgano oficial ni oficioso de ésta ni de nadie, pero los amigos de Quijano “lo sabían y respetaban las reglas de juego” y al cabo –según lo que “Alfarache” dejó escrito– “acudían felices a tapar los agujeros” que generaba aquel singular “patrón”.
Pero la pregunta sobre cuál era la estructura empresarial consecuente con una definición de izquierda no parece haber sido planteada. Cuando en 1985 algunos quisieron reanimar el proyecto, entendieron que necesitaban la autorización de los herederos legales del “Viejo”. Se reunieron con José Manuel Quijano en el Sorocabana. Pepe dijo que no y santas pascuas. El semanario que nació el 11 de octubre de 1985 se llamó Brecha.
Los fundadores decidieron ser una sociedad de responsabilidad limitada. Dicen que como quienes firmaron esos papeles fueron Guillermo Waksman, José Wainer y Ruben Svirsky, Brecha fue conocida como “La tiendita de los judíos”. Está claro que aquella fue una decisión práctica y punto. Opción política de mayor alcance fue que las cosas se resolviesen en el Consejo Editor conformado por los fundadores.
Y a puerta cerrada. Al menos algunas veces. Todavía algún compañero se recuerda del otro lado de la puerta, intentando pescar algo de la discusión. Parece que las hubo duras. Mariana Contreras, que junto a Daniel Gatti trabajan en una historia del semanario, refiere una “anécdota no confirmada” según la cual durante una de estas polémicas circulaba entre los participantes un frasco con pastillas para el corazón.
La participación de “los nuevos” se conquistó lenta y trabajosamente. Durante la dirección de Alfaro el consejo accedió a incluir a algunos de ellos, pero nombrados por rigurosa cooptación. Recién hacia fines del 90 la verticalidad del mando se puso en cuestión. Guillermo Waksman ocupaba entonces la dirección y en el llano se había formado “la fracción de los franceses”, denominada así porque algunos de sus integrantes más notorios venían de pasar el exilio en la Galia.
“Los franceses” agitaban la idea de definir la dirección mediante elecciones. Gatti, que fue uno de ellos, recuerda que una vez que lograron la aceptación de aquel principio la cuestión fue definir quiénes tendrían derecho al voto. Los “franceses” proponían que lo tuviesen los periodistas y algunos funcionarios calificados de otras áreas. Guillermo González acaudillaba el ala opuesta, que pretendía extenderlo a todos los trabajadores. En 1998 los “franceses” descubrieron sorprendidos que la mayoría los acompañaba.
Desde entonces los cargos de director y jefe de redacción fueron elegidos por los periodistas. Éstos integraban además una Asamblea Institucional que la dirección consultaba cuando las decisiones a tomar eran de relevancia. Al principio alcanzar consensos fue bastante difícil. A la hora de convocar el primer acto electoral se constató que ningún candidato reunía una mayoría suficiente, así que la nueva era comenzó con una fórmula negociada (Waksman-Gatti). Con el correr del tiempo la situación se normalizó y las siguientes direcciones surgieron de las urnas.
Más de una crisis sorteó este colectivo. Para un semanario donde la política ocupa un lugar de primer orden, los períodos interelectorales eran terribles: las ventas caían y los salarios se atrasaban. “Yo cobré mis primeros 500 pesos cuatro o cinco meses después de empezar a trabajar”, recuerda Contreras, que llegó a esta casa durante el amargo invierno de 2002.
La era progresista introdujo un nuevo desafío. “Algunos de los gobernantes habían sido compañeros de militancia e incluso de cana de muchos periodistas de Brecha.” Mantener la independencia periodística resultó muchas veces desgarrador. La voluntad de seguir orejanos costó también unos cuantos lectores.
“Siento que no nos entendían”, dice Mariana. “Cuando denunciamos algo siempre lo hicimos después de chequeos rigurosos y porque el asunto nos parecía de magnitud. Pero no hay argumento suficiente contra las ganas de creer”, barrunta. El malhumor pareció ser nuestro rasgo principal. “Cuando Brecha se desmaya no vuelve en sí, vuelve en no”, soltó una vez Rodrigo Abelenda.
Más o menos por la misma época comenzaron a sentirse por aquí los efectos de la expansión de la prensa digital. El mercado para la de papel se volvió tremendamente rígido. Las novedades tecnológicas y políticas hicieron temer por la supervivencia del semanario.
El presupuesto logró equilibrarse a fuerza de recortar gastos y mantener las remuneraciones en un nivel muy modesto. Aun así agobiaba la sensación de que no podíamos intentar nada realmente importante pues cualquier cambio implicaba una inversión. Al mismo tiempo estábamos convencidos de la necesidad de Brecha y del valor del equipo que la producía. A veces lo único que puede hacerse es aguantar, pero esto no es algo que llene de alegría.
La alegría nos la devolvieron los jóvenes. Algunos veteranos habían encontraron otros caminos y había que completar el cuadro. Apareció “la sub-25”.Los nuevos valoraron la oportunidad; se apropiaron desfachatadamente de la redacción y le devolvieron el bullicio de otros días. Claro que reclamaban (y siguen reclamando) orientación. Creo que eso ayudó a que los que ya no nos cocemos en el primer hervor aceptáramos que era tiempo de terminar con los lamentos, que ya era hora de hacernos cargo.
Cooperativizarse se trataba de eso, de hacerse cargo. Si había un futuro para Brecha necesitábamos el compromiso de todos sus trabajadores. Si pretendíamos que todos asumiésemos el esfuerzo, todos debían participar de las decisiones. Por lo tanto nuestra estructura debía cambiar. Había que profundizar el camino iniciado en el 98.
Pasamos el verano preparando una propuesta de estatuto. En otoño fue puesta a consideración de todos. La parte divertida era darle un nuevo nombre a la empresa. Quisimos que fuese “Coobre” pero se nos adelantaron unos metalúrgicos de la Aguada, así que cambiamos de sexo y nos quedamos con Labrecha. Después hubo una ansiosa espera. Cada trabajador debía expresar personalmente su intención de ingresar, y esto llevó su tiempo. Bajo las lluvias del 17 de agosto signamos el acta fundacional con una firma más de las que esperábamos. Somos 33, de una plantilla de 40.
Poco antes de iniciar este proceso empezamos a sentir que el público estaba revalorando nuestra opción por la intemperie. De todos modos, como definió Pablo Azzarini en la última asamblea, “recién estamos levantando el ancla del barro”. Hay que cinchar duro, pero el viento está soplando lindo.