A los tibios los vomita el diablo (La Gringa), creación colectiva del grupo Pastillas para Morir, dirigida por Emiliano Pereira Modzelewski, revela los esfuerzos de los intérpretes que, ante aquello de “el espectáculo debe continuar”, salen a escena, a pesar de la deserción del resto de sus compañeros. El resultado, como era de esperar, se aproxima a un caos de padre y señor mío, que nadie es capaz de aliviar. No se entiende, sin embargo, por qué quienes sí se presentaron en el teatro no suspenden la tal función, como harían otros colegas en caso semejante. Tampoco se entiende hacia dónde apunta la maltrecha representación que intentan rearmar y que incluye hasta el famoso monólogo de Hamlet dicho en inglés (?) y, menos aún, el sentido de la propuesta general que roza el disparate sin la menor justificación o casi, como acontece con el título, a no ser que los tibios sean quienes no se atreven a continuar con el espectáculo. Por lo que se puede apreciar, entonces, a este flamante grupo en el que, pese a quien pese, salen a relucir las aptitudes de la joven Daniela Velázquez, le haría falta medirse con las exigencias de un texto hecho y derecho de cualquier género, pero, eso sí, bien escrito.
Tengo una muñeca en el ropero (Circular, sala 2), de la argentina María Inés Falconi, con dirección de Alfredo Goldstein, da pie a que la platea se entere de los altibajos de Julián –un formidable Fernando Amaral–, para quien no ha sido fácil poner en práctica la decisión de salir de un ropero en el que, según muestra a la concurrencia, la muñeca del título no se encontraba sola. Tan creíble como digno de ser compartido, el texto de Falconi, al parecer, apuntaba a un público adolescente que, en realidad y sin más ni más, le hace aquí lugar a espectadores de cualquier edad, listos para percatarse de los sinsabores y las conquistas de alguien pronto para pelear por su lugar en un mundo que todavía no comprende no sólo que todos sin excepción somos en verdad diferentes, sino que la autenticidad –como la que busca esgrimir Julián– constituye una virtud a salvaguardar. Único intérprete en escena, Amaral saca a relucir sus mejores dotes a lo largo de un trabajo en el que la sinceridad y la emoción se entrelazan con la risa. Falconi empuja al personaje –y por consiguiente, al actor– a desdoblarse como su azorado padre o el amigo que más lo apoya, de modo que todos capten que dentro o fuera del mueble en cuestión lo que importa es el ser humano. Gran mérito de la afinadísima dirección de Goldstein –hay que ver cómo en un determinado momento utiliza un par de sillas– es que todo lo que antecede y varias cosas más surjan dentro de la mayor naturalidad.