“Sumario instruido a Sara Posadas Ríos por heridas a la superiora del Monasterio del Buen Pastor”, dice en una perfecta letra manuscrita la carátula del expediente del Juzgado del Crimen de Primer Turno, fechado el 28 de abril de 1894 en Montevideo.
La categoría “presunto criminal” fue tachada de la ficha de datos personales y se le agregó a tinta la palabra “mujer”. A continuación aparece el nombre completo de Sara, una chica uruguaya de 18 años, soltera, de estatura alta y de color blanco, cabellos negros, nariz chica, cara “obal” (sic) y fuerte complexión. Ella agrega luego: modista de profesión.
La joven declarante da su versión ante el juez, y en las actas consta que “fue conducida al Asilo del Buen Pastor por orden del juez departamental y como ella se negó a entrar, el guardia civil y el cochero la empujaron para que entrara. Una vez adentro del asilo dos hermanas la agarraron de las orejas brutalmente y empezaron a pellizcarla, entonces sacó una navaja chica que llevaba en el seno y le dio algunos tajos a una de las hermanas, no recuerda cuántos ni en dónde se los dio porque estaba fuera de sí”.
Sara iba a ser internada en el correccional de las hermanas del Buen Pastor por visitar –y no por primera vez– el prostíbulo de Rosa Pensado, aquel de la calle Municipio número 1. Fue arrestada allí mismo y a pedido de sus padres. Luego de la escena en el monasterio fue a parar directo a la Cárcel Central de Policía. Su juicio recién comenzaba.
BUENOS MODOS. La madre superiora, sor María de San José Vila, chilena, de 50 años, es visitada por el juez para ser interrogada en su propio monasterio. Según la superiora, aquella tarde del 10 de abril se presentaron en el asilo dos agentes de Policía acompañando a la joven que por disposición del juez debía ser recluida en ese edificio. Pero cuando la invitó a entrar al asilo “fue agredida en seguida por Sara, quien empuñando un arma le dijo ‘Tomá’, infiriéndole una herida en el rostro y varias otras en el velo que no penetraron. La declarante le dijo en seguida a los que traían a la chica ‘Lleveselan [sic] no me la dejen’. Después de un rato y de haber Sara manifestado que sentía haber herido a dos religiosas en vez de a todas, la dicha Sara fue sacada del establecimiento y restituida a la Policía”.
Fue sor María de San José Albez, española de 36 años, la otra atacada en la misma escena. Al salir en defensa de su superiora, la navaja de Sara le cortó el rostro, oreja, le rozó el cuello y le rebanó completamente la toca que cubría su cabeza, según la versión asustada de la monja que se persignaba al contarlo.
Sor María Agustina, portera y testigo de lo acontecido, agregó a su turno que “al bajar del carro que la traía empezó a gritar improperios contra las hermanas religiosas de este asilo. Una vez que se presentó la superiora, Sara la tomó por el velo y empezó a darle de tajos con un cuchillo o cortaplumas grande”. Luego Sara se dirigió hacia la portera pero para advertirle que no le tuviera miedo, que no la iba a atacar, que ahora sí estaba lista para entregarse a la Policía. Y golpeándose el pecho también le dijo a sor Agustina que no le importaba ir a prisión puesto que había cumplido su gusto. Por lo menos así lo recordó la única de las hermanas que escapó al filo en cuestión.
El cochero Liborio Cotto era el encargado de conducir el carro que esa tarde dejaría a Sara en la puerta de las hermanas del Buen Pastor. A priori no era un trámite de grandes complicaciones. A su lado, el cadete de policía Marcos Mendiondo, de tan sólo 17 años, estaba encargado del asunto. Contó luego el joven cadete al juez que las hermanas invitaron de buenos modos a pasar a Sara al patio interior y la chica se negó. La superiora les envió una pequeña orden con la cabeza a los oficiales y ambos se propusieron entrarla por la fuerza. Sara accedió a entrar pero arremetió por sorpresa con un arma que hasta el momento ningún policía había descubierto, un arma que sin dudas la chica llevaba “preparada y escondida” , según los oficiales, que quisieron justificar ante el juez el hecho estúpido de que nunca revisaron a la mujer para saber si estaba desarmada o no.
“Las hermanas la trataron con buenos modos y palabras amables, sin que tuviese Sara ningún motivo para acometerlas del modo que lo hizo”, agregó Liborio en su declaración.
BUEN PASTOR. El Asilo del Buen Pastor se inauguró en 1876 en el barrio La Comercial con la intención de favorecer a “las almas más ignorantes que culpables”. A fines del siglo xix el surgimiento de casas correccionales conducidas por instituciones religiosas –en gran parte de los países latinoamericanos de la mano de la Congregación del Buen Pastor– se enmarcó en la tendencia al encierro para las “mujeres desviadas”.
Esta congregación, que en un principio recibía sólo a las prostitutas adultas que se internaban voluntariamente para cambiar de vida, comenzó a albergar a niñas huérfanas y abandonadas; de a poco se fueron sumando aquellas que venían de ámbitos considerados “inconvenientes”, o que debían corregir faltas leves o graves con una temporada de reclusión. Al final ingresaban por robo, prostitución, vagancia, mendicidad, o por voluntad de padres o patrones que comprobaban en las niñas una “insubordinación frecuente”. El asilo recibía unas 600 chicas menores de edad al año y allí se formaban en las “tareas del hogar”, como costura, bordado, planchado y cocina, además de la educación religiosa.
El Estado uruguayo tuvo una fluida relación de intercambio con el Asilo del Buen Pastor a través del Consejo del Niño desde principios del siglo pasado, y de hecho a partir de 1898 la administración de la cárcel de mujeres de la calle Cabildo estuvo a cargo de esta congregación de religiosas, perdurando en la dirección hasta 1980.
La “Memoria del primer ejercicio” del Consejo del Niño de 1940 da cuenta de un hecho singular: la solicitud de las religiosas del Asilo del Buen Pastor de no recibir “a cierto número de menores, incorregibles por sus condiciones y peligrosísimas para la educación de las demás (…) muy viciosas, rebeldes y prostituidas (…) son pobres seres, bien dignos de lástima, pero muy difíciles de corregir, que han de formar por mucho tiempo el más pesado lastre de protección de la infancia”.1
DE OFICIO. “Lo que Sara ha inferido a las hermanas de caridad no han sido más que unos simples arañazos, hoy se encuentran perfectamente bien y no les ha privado de su trabajo para nada. Al tercer día ya cumplían nuevamente sus tareas en el monasterio”, redactaba en su escrito Gómez Núñez, el abogado de oficio que le tocó en suerte a Sara. Fue el primero de los tres que tendrá durante su juicio. De una forma algo apresurada, pedía la libertad bajo fianza para la joven.
Los médicos forenses, de apellidos Tagle y Felippone, fueron los encargados de redactar el informe que el juez Ballesteros pidió para conocer la naturaleza de las heridas. Es así como la superiora, sor María de San José Vila, luciría por el resto de su católica vida una cicatriz de diez centímetros desde la nariz hasta el borde de la mandíbula. La hermana Albez se llevó una herida de dos centímetros en la cara, otra igual en la oreja derecha y varios cortes profundos en el cuero cabelludo, todos realizados con un “arma bien filosa”, según detallaba el informe. Era importante para el caso definir algunos detalles técnicos, por ejemplo si las heridas eran del tipo “permanente y aparente” (según lo definía el Código Civil como agravante en un crimen), y también calificar el arma como “apropiada” o no según su tamaño y carácter.
Todas las heridas que las hermanas sufrieron, según sentenciaron los médicos, las imposibilitaron del trabajo por al menos 15 días.
“Señor juez letrado del Crimen: El informe es un cúmulo de disparates y de cosas que tales médicos no tienen nada que ver, porque eso se llama meterse en lo que no les importa, no se han limitado a informar sobre lo que usted, señoría, ha ordenado, tampoco les ha ordenado que se conviertan en sus consejeros (…) faltó que hubieran redactado la sentencia y la hubieran remitido a usted a título de informe, deben de ser muy hábiles en materia de derecho”, se despachó el defensor en un escrito que no tardó en aparecer. Y sigue en su ofuscación: “Otro disparate más es el de informar si las heridas fueron inferidas con armas o no cortantes, sería muy bueno preguntarles quién les ha mandado que informen sobre eso, qué saben ellos de armas”.
Como era de preverse, estas quejas del defensor fueron dejadas de lado, y poco tiempo después Gómez Núñez renunció sin mucho detalle a defender a Sara. Declaró que era por razones ajenas a su voluntad.
QUEBRANTOS. Una carta llega desde la cárcel directo al juez: “Se ha prolongado hasta este momento mi reclusión con detrimento de mi salud y con peligro de mi existencia. La detención por nueve meses ha agravado, señor juez, las consecuencias de las terribles enfermedades, la sífilis y la viruela, que sufrí con anterioridad a mi prisión, y es muy posible que si aquélla se prolonga y se mantiene lejos de los cuidados maternales sucumba muy pronto mi quebrantada naturaleza. Por lo tanto: suplico concederme la libertad por ser de justicia. Dios guarde a su señoría muchos años. Sara Posadas”.
El juez ordena un informe al médico penitenciario, y éste muy enojado por la denuncia de la joven a su señoría escribe: “Hasta el momento Sara Posada, joven de constitución fuerte, de temperamento sanguíneo y ribetes de histérica, ni ha presentado ni presenta lesión de carácter grave que exija su traslado al Hospital de Caridad. (…) Ruego a su señoría descanse en la seguridad de que ni yo escaseo mis cuidados a los presos cuyo estado lo requieren, ni las autoridades de la cárcel dejan de secundar en ese sentido los esfuerzos del médico”, y remata con su firma el doctor Giribaldi.
LA SAÑA. Con el papel amarillo, resquebrajado, el viejo expediente muestra tantos tipos de letra como jueces, abogados, defensores y fiscales aparecen en el caso. El manuscrito pierde prolijidad y se lee con dificultad a medida que avanza hasta su fin en la página 105.
Con una carta corta pero concisa, el fiscal Platero –que hasta entonces mantenía un bajo perfil– pide una pena de cinco años para Sara Posadas Ríos. El nuevo defensor asignado a la chica, el doctor Vargas –de temperamento menos apasionado que su predecesor–, entra en escena sólo para buscar la disminución de la exagerada pena y alega algunas atenuantes a su favor: que el arma era un simple cortaplumas y por lo tanto no puede considerarse un “arma apropiada” para el crimen, la corta edad de la chica, y que el tiempo de prisión sufrido –ya lleva un año en la cárcel– ha sido más que suficiente para purgar la pena.
Larga fue la batalla legal: que si el cortaplumas era largo o más bien corto, si estaba afilado o no, si la culpa era de los oficiales por no revisar a la chica, si la herida en la cara de la superiora era un rasguño o una herida grave que le deformó el rostro, si Sara era menor o no en el momento del crimen , pues también se puso en duda la edad de la chica y el acta bautismal que la establecería realmente desapareció misteriosamente de la iglesia del Cordón, según explicó su acongojado párroco en una detallada carta que se incluyó en el expediente.2 Cansado, el juez Montaño aceptó el pedido de la defensa. Dictó la libertad condicional de Sara concediendo que el crimen se cometió “bajo arrebato y ofuscación” de la menor, y agregó sus antecedentes de buena conducta.
Pero la cosa no terminó ahí, el fiscal apeló la decisión con el argumento de que la chiquilina podía ser menor de edad pero actuó fríamente impulsada por sus “instintos criminales” hacia las religiosas, y que mucho buen antecedente de conducta no tenía porque fue arrestada en un prostíbulo…
Finalmente, después de muchos ires y venires y como para terminar con el tema de quién tiene el cortaplumas más largo, el Tribunal de Apelaciones condenó a Sara a tres años de prisión, pero contando el año que permaneció encerrada. El 9 de octubre de 1897 Sara obtuvo la libertad condicional. Aprendió su lección. No fue al Asilo del Buen Pastor, tampoco al cielo.
1. Adolescentes infractoras. Discursos y prácticas del sistema penal juvenil uruguayo, de Raquel Galeotti. Psicolibros-Waslala, Montevideo, setiembre de 2013. Véase entrevista a la autora en Brecha, 27-XII-13.
2. Recuérdese que el Registro Civil fue creado recién en 1885, es decir, cuando Sara tenía 9 o 10 años.