Se busca - Semanario Brecha

Se busca

Los niños de su país no aprenden su nombre en las escuelas. Los diarios de su país no hablan de él. Jamás apareció su rostro en la televisión. Ningún presidente de su país lo ha mencionado nunca en un discurso, ni tampoco un ministro, ni un diputado, ni un concejal de municipio. No ha recibido ningún premio oficial. Nunca fue condecorado.

Semanario Nº75

La Academia Argentina de Letras no ha presentado su candidatura al Nobel, ni al Cervantes, ni a nada. Jamás ha sido visto en recepciones, vernissages, lanzamientos, inauguraciones, homenajes, ni en otros acontecimientos de la vida cultural. Nunca figuró en la lista de best sellers. En ningún aeropuerto fue recibido en el salón reservado a las Very Important Persons. Ningún embajador de su país se ha ocupado de él, como no sea para denunciarlo.  Es el mejor de los poetas argentinos, y una de las más altas voces de la poesía de lengua castellana. Se llama Juan Gelman. Está prófugo de la justicia.

El proceso y sus pretextos.

E1 jueves 12 de marzo, la Jefatura de Policía informó oficialmente que Juan Gelman ha sido procesado por violación del artículo 210 del Código Penal, que castiga la asociación ilícita. La causa lleva el número 5148. Desde mediados de 1985, hay orden de captura. El 10 de febrero de 1986, el reo fue declarado en rebeldía.

A fines del año pasado, la ley de punto final legalizó los crímenes de la dictadura argentina. Después los mejores jueces, que no se han achicado ante la prepotencia militar, han llevado la dignidad del poder civil mucho más allá de los límites previstos por el gobierno. Pero otros jueces, en cambio, siguen fieles a los generales a quienes antes servían. Miguel Guillermo Pons, uno de los jueces nombrados por la dictadura, de intensa actuación durante la prepotencia militar, han llevado la de Juan. Poco antes, los asesinos del hijo y de la nuera de Juan habían sido legalmente amnistiados, como otros miles de verdugos de uniforme.

El juez Pons funda su actitud en la conferencia de prensa que lanzó al Movimiento Peronista Montonero, en Roma, en enero de 1977. Esa conferencia de prensa, ofrecida, entre otros, por Juan Gelman, tuvo lugar en plena dictadura y en el ejercicio de un legítimo derecho de rebelión. Un par de años después de la conferencia, Juan rompió con los Montoneros y fue públicamente maldito por Mario Firmenich y otros enamorados del poder y de la muerte, que en pleno delirio militarista terminaron pareciéndose al enemigo que combatían.

En realidad, el movimiento Montonero ha sido el pretexto preferido para justificar una de las más sistemáticas matanzas de la historia latinoamericana; pero ni los errores ni los horrores de los Montoneros, ni de todos los guerrilleros del mundo, pueden servir para explicar medio siglo de barbaridades militares. Desde 1930, las Fuerzas Armadas argentinas vienen usurpando la soberanía popular, y en tantos años han podido hacerse célebres por su tendencia a derrocar presidentes, matar obreros y firmar rendiciones.

Una bomba para Le Monde.

La verdad es que Juan tiene la culpa de ser civil, lo que ya resulta grave, y para peor poeta, y por si fuera poco, poeta que canta a los libres y a los retobados, y para completarla: uno de los más activos denunciadores de la dictadura militar. El fue quien consiguió, a mediados del 76, las firmas de las grandes figuras políticas europeas para un manifiesto que se publicó en Le Monde, y que fue la primera expresión importante de repudio a la dictadura en el plano internacional. La publicación provocó una violenta urticaria a los generales y a unos cuantos intelectuales y políticos que por entonces los acompañaban con entusiasmo. Por testimonio de los raros sobrevivientes, se sabe que desde entonces la foto de Juan se exhibía en las paredes de los cuarteles que sirvieron de campos de exterminio. Él era uno de los más malos entre los malos argentinos que desprestigiaban a la patria en el exterior. Cuando el manifiesto se publicó, un oficial de la Marina, el “Tigre” Acosta, anunció a gritos que iba a volar con una buena bomba la sede de Le Monde en París. No le autorizaron el viaje.

La incesante pesadilla.

De todos los que hace quince años formamos en Buenos Aires el viejo equipo de la revista Crisis, a Juan le tocó lo peor. Peor que la muerte: lo fueron a buscar a la casa, y como no lo encontraron, se llevaron al hijo y a la compañera del hijo, que estaba embarazada. Se los llevaron en lugar de él, y los desaparecieron. Técnica de las desapariciones, arte del crimen sin cadáver. La ley que absuelve a la gran mayoría de quienes aplicaron, en escala jamás vista, este siniestro instrumento de la guerra sucia, aclara, en su artículo sexto, que la amnistía “no comprende a las acciones civiles”. Juan ya no podría llevar adelante ningún proceso legal contra los asesinos de su hijo y de su nuera, aunque alguna vez llegara a identificarlos y pudiera reunir las pruebas. En cambio, podría entablarles juicio porque durante el secuestro le rompieron el baño de la casa.

El odio y sus causas.

Los poderosos y los impostores, los de ayer y los de hoy, odian a Juan.

Lo odian, porque se niega a aceptar la amnesia oficial. Juan tiene ojos en la nuca, y a mucha honra. El bien sabe lo que debiéramos saber todos los que hemos nacido en estas tierras: que es necesario tener ojos en la nuca, además de tenerlos en la cara, para no volver a caer en las trampas de siempre y para no volver a tropezar con las piedras mil veces tropezadas. Ignorando el pasado, nunca seremos capaces de pare esta trágica calesita que es la historia latinoamericana.

También lo odian porque no es posible leerlo impunemente. Este poeta matrero, ajeno al éxito, enemigo de la publicidad, encarna la herencia de dignidad de una literatura que supo dar a José Hernández y a Julio Cortázar, y que también ha dado a algunos que aplaudieron a los generales, o callaron sus crímenes, y que hoy, arrastrando larga cola de paja, se sienten acusados por la dignidad ajena.

Por todo eso lo odian quienes lo odian; pero sobre todo lo odian porque los poemas de Juan cometen el imperdonable crimen de casar a la justicia con la belleza. Juan celebra esa unión peligrosa y fecunda, la voluntad de justicia y la voluntad de belleza abrazándose y haciéndose el amor, y por eso genera malestar. Está fuera de onda. Está fuera de la realidad. Ahora es el tiempo de los neutrales. Elegir se considera de mal gusto; se cultiva la equidistancia con helado cinismo El oficio de escribir se considera decoroso cuando se practica como coartada de quienes se avergüenzan de toda emoción y se arrepienten de toda pasión. El miedo, miedo de vivir, miedo de darse, miedo de jugarse y perder, se disfraza de realismo. Hombre jugado, hombre quemado. Realistas son los que desisten; marcianos los que resiten.

Pero ocurre que este marciano es el gran poeta de Buenos Aires. A esa ciudad, la ciudad donde nació, le cantó como nadie; y ahora el poeta está solo de ella, ahora ella se parece a la palabra nunca.

De cómo convertir al testigo en reo.

La revista Kritica, de Santiago de Chile, contó recientemente el caso de un joven chileno que cometió la imprudencia de presentarse voluntariamente a los tribunales, para declarar en el caso del atroz asesinato del fotógrafo Rodrigo Rojas. Después de declarar que había visto cómo las fuerzas del orden quemaban vivo a Rodrigo, el pobre quedó detenido. El juez convirtió en reo al testigo, que resultó formalmente acusado de portar artefactos incendiarios.

Algo parecido ocurre con el periodista argentino Juan Alberto Gasparini, corresponsal de Brecha en Ginebra. Gasparini, uno de los poquísimos desaparecidos que apareció, sobrevivió a veinte meses de secuestro en la Escuela de Mecánica de la Armada, en Buenos Aires. El vio con vida a Dagmar Hagelin y a las monjas francesas víctimas del célebre oficial Astiz. En la causa abierta en relación con ese campo de exterminio, se ha solicitado que Gasparini amplíe su testimonio. Pero ahora un juez pretende invalidarlo, descalificándolo como terrorista en función de unas declaraciones arrancadas bajo tormento en tiempos de la dictadura. Otros dos testigos fundamentales de la misma causa fueron ahuyentados por un juez que los procesó, exactamente en vísperas de la ley de punto final.

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