¿Quiénes eran las mujeres uruguayas que escribían y publicaban en los noventa?, ¿cuáles eran sus preocupaciones?, ¿de dónde provenía la conformación de sus imaginarios? Pasadas dos décadas, Brecha se propuso delimitar el campo literario de aquella época, rastrear las huellas de algunas narradoras, recuperar el lugar que conquistaron, releer sus textos, pensar sus prácticas.
Cualquier recorte temporal aviva la impresión de una diversidad inabarcable y una dispersión nada fácil de organizar. La opción elegida para estas reflexiones no incluye a las poetas, ni a las ensayistas, ni a las dramaturgas. De este modo, no solamente el período revisado es acotado, sino también el corpus aludido, porque el solo intento de abarcar a todas las mujeres, o a todas las mujeres que publicaron narrativa en la década del 90, convertiría estos párrafos en una molesta retahíla. Apenas como un apunte, advierto que el número de narradoras resulta bastante menor que el de sus colegas varones. Sería interesante contar con un estudio sobre las causas de esta disparidad. Señalo, a la vez, un par de datos paradójicos: el primero, que la narrativa escrita por mujeres existía desde hacía largo tiempo en Uruguay; el segundo, que hacia fines del siglo XX, no obstante lo antes apuntado, se produjo en dicho corpus un moderado crecimiento. Es oportuno recordar que varias narradoras comenzaron escribiendo poesía, alguna incursionó en la escritura dramática y otras en el ensayo o la crítica.
Ante el alcance de estos tópicos, surgen problemas de resolución incierta. Descartada la vía exhaustiva del panorama, podemos comenzar por recordar cómo era el estado del campo literario uruguayo en los noventa. Lo primero que surge es proponerlo como una totalidad contradictoria, porque en una misma ciudad, en un mismo país, convivían expresiones disímiles, sistemas diferentes, fenómenos que corresponden a edades, formaciones y proyectos distintos. Cuando Néstor García Canclini estudió el concepto de multitemporalidad, afirmó que nuestras sociedades son modernas, premodernas y posmodernas a la vez. Beatriz Sarlo señaló que hay comunidades interpretativas coexistentes, cada una con su canon, y que este puede ir cambiando, enriqueciéndose o empobreciéndose. El lector que leyó los libros publicados en los noventa en Uruguay, ¿reconoce hoy aquel imaginario?, ¿reconoce su representación simbólica? Obras que antes fueron interpretadas de una manera ahora podrían leerse desde otro lugar: cambian los contextos de enunciación, los paradigmas y los relatos. ¿Cuántos, en los noventa, leían en esas escrituras de mujeres la variable de género?, ¿o sólo se busca ahora, cuando dicha perspectiva ha conquistado lugares que rondan lo hegemónico? Las narradoras que publicaban en los noventa, algunas por lo menos, ¿proponían o reivindicaban esa mirada?
A las dificultades aludidas, podemos incorporar la pregunta por el sentido que pudo tener en aquellos años –o tiene hoy– hablar de literatura nacional. Porque si optamos por interpretarla exclusivamente en los marcos de las fronteras nacionales, ¿qué hacemos con la literatura diaspórica cuando la noción de territorio mudó y hay que pensar en los procesos de desterritorialización para comprender las prácticas humanas?, ¿y con los libros de autoras uruguayas residentes fuera del país por esos años?, ¿es lo mismo hablar de esa literatura o de la que se escribía en Montevideo y en otros puntos del país?
La producción de las narradoras uruguayas fue muy variada. Los libros publicados en el período formaban parte de una realidad social, económica, política y cultural que no era homogénea. Es posible entrever la compleja relación de esas obras entre sí y con el contexto que les tocó vivir. Por eso, en lugar de hablar de literatura, deberíamos hablar de literaturas. Porque, si bien en el mapa de nuestra narrativa de los noventa hubo cierto relevo de protagonistas, esa tendencia, capaz de amparar nuevas propuestas, convivía con la obra actual o aún vigente de creadoras del 45, el 60, el 70 y el 80. No podía ser de otra manera. Entonces, ¿dónde comienzan y dónde terminan los noventa? Algunas líneas de la literatura uruguaya tienen un gran poder de continuidad. Otras no. En estas reflexiones hacemos un corte cronológico tan fidedigno como injusto, porque la mayoría de las obras visitadas desborda la década. Pero algunas pautas debían adoptarse. La historia de estas obras está atravesada por un sinnúmero de preocupaciones que, aunque de forma parcial, pueden iluminar aspectos del presente. Dentro de algunas décadas, otras, que hoy ni siquiera intuimos, serán evidentes.
IMÁGENES FRAGMENTARIAS. No es sencillo ser contemporáneos de la literatura que se analiza. La contemporaneidad, que es difusa y compleja, necesita distancia temporal para ser cabalmente comprendida. De todas maneras, podemos delinear cierto perfil generacional, hablar de quienes, habiendo crecido en dictadura, estaban escribiendo por esos días en medio del aislamiento cultural que el país intentaba revertir y de las tensiones de un cambio de milenio sacudido por nuevos debates y avances imparables en la tecnología.
Llena de furia, pasión y rebeldía, la voz que cualquiera puede presentir que va a asomar en los primeros lugares es la de Lalo Barrubia, nom de guerre de María del Rosario González, que con ese distintivo comenzaba a hacer un espectáculo de sí misma, presentándose en performances y recitales poéticos. Nacida en Montevideo en 1967, integró la movida contracultural de los ochenta y los noventa. Pero en este último período sólo publicó poesía. Arena, su primera novela, apareció recién en 2003, cuando ella estaba radicada en Suecia, por lo que su inclusión en estas consideraciones es problemática. Sin embargo, Arena da cuenta de su generación: jóvenes que viven los primeros años democráticos al margen de la sociedad, con apuros económicos y un presente marcado por las drogas, el alcohol y el sexo.
Los que contaron su generación en libros publicados estrictamente en los noventa fueron varones, entre ellos, el Gabriel Peveroni de La cura (1997),quenarra el mundo de la noche under, las drogas, el rock y el espacio emblemático de Juntacadáveres. Los mismos escenarios de tantos veinteañeros y algunos treintañeros que, entre la exaltación de la apertura y el desencanto de la restauración, buscaban su lugar bajo la luna y ansiaban modernidad en la falacia posmoderna de un país fragmentado que, después de la dictadura, había quedado huérfano de referencias. Fuera de su propia tribu, pocos lectores los conocían. Eran piezas de una generación mucho más amplia y desprovista de una sensibilidad común. La misma condición se replicaba en la segmentación de públicos: en cada uno, la apreciación generacional era distinta. De más está decir que estos fenómenos no son exclusivos de esa década.
En consonancia con la amplitud de edades invocada al inicio, y con la consiguiente superposición de producciones estéticas, en el extremo más alejado de la curva del período figura en solitario Armonía Somers (Pando, Canelones, 1914), que falleció en 1994, igual que Onetti. Ese año, se publicó en forma póstuma su libro El hacedor de girasoles. Tríptico en amarillo para un hombre ciego. Lo conforman tres relatos inéditos y dos escritos testimoniales: la “Carta de El Cabildo”, que leyó el 6 de agosto de 1993, despidiéndose de sus lectores en el homenaje que se le rindió por los 40 años de la publicación de El derrumbamiento; y el autorreportaje “Última entrevista a una mujer que nos ha rechazado”, que contiene referencias al tríptico y un homenaje a Borges, el ciego que sólo vislumbraba el amarillo. Testamento y despedida, El hacedor de girasoles contiene la esencia de una escritura enigmática que encarnó las pulsiones más secretas del deseo y la muerte, trazando un mapa único de nuestra narrativa con el estilo tenso de su prosa insumisa.
EL RELATO DE LA HISTORIA. Ya fue dicho que deberíamos preguntarnos cuándo realmente comenzaron los noventa, porque muchos asuntos de los ochenta subsistían al comenzar la década siguiente. Varios acontecimientos políticos y sociales fueron determinantes: el plebiscito del 89, que dio un fuerte golpe al entusiasmo democrático, el caso Berríos, los sucesos del Filtro, la primera Marcha del Silencio.
La trama cultural desmantelada en dictadura continuaba recomponiéndose y el flujo literario era heterogéneo. Si bien sobrevino un empuje del género testimonial y se publicaron ensayos diversos sobre la identidad nacional, los noventa fueron claramente los años de la novela histórica, que, aunque contaba con antecedentes significativos, experimentó una refundación con Bernabé, Bernabé (1988), de Tomás de Mattos. Los orígenes de la nación, la dictadura, la violencia, el exilio y el tema de la identidad jugaban un papel muy importante. Eran relatos inspirados y ambiciosos que envolvían una proposición ética y aportaban claves de lectura para pensarnos individual y colectivamente.
Vinculados tradicionalmente al discurso patriarcal, o trabajados sobre todo por la narrativa masculina, la lista de escritores que incursionaron en el género es nutrida: Alejandro Paternain, Juan Carlos Legido, Milton Schinca, Fernando Butazzoni, Hugo Bervejillo, Napoleón Baccino, Delgado Aparaín, Amir Hamed, etcétera. Escritoras, casi ninguna. Mercedes Rein (Montevideo 1930-2006), que provenía de modalidades narrativas alejadas del relato histórico, pero que en 1993 propuso El archivo de Soto. Elena Romiti (Montevideo, 1956), que se estrenó en el género narrativo con El Abanico (1993), una ficción construida a partir de tres narradoras que se vinculan entre sí desde diferentes períodos históricos –1878, 1930 y 1982– y tejen una visión femenina del país y su cultura.
Rein había experimentado los senderos de la imaginación y el mundo onírico para desplazarse a una escritura realista. En su labor teatral, se ocupó del tema histórico a partir de El herrero y la muerte, un logro enorme en plena dictadura. Para El archivo de Soto se inspiró en una colección conservada en el Museo Histórico Nacional. Cuenta la historia de una familia burguesa y un individuo que se hizo amigo del dictador Lorenzo Latorre para asesinarlo. Eran años turbulentos, de 1860 a 1880. Los crímenes impunes relatados pudieron leerse en espejo con los de la dictadura reciente.
También Teresa Porzecanski (Montevideo, 1945) atravesó años de experimentación con una escritura inclinada al hermetismo. En los noventa dio un vuelco. Perfumes de Cartago (1994) revaloriza el placer de la ficción y, aunque no propone una reconstrucción histórica, ubica la novela en la década del 30 –dictadura de Terra, levantamiento de Paso Morlán– para contar las peripecias de una familia judía, tres mujeres que cargan con las tradiciones de un pasado fantástico. En La piel del alma (1996) entrelaza dos tramas, la de una modista que vivía en una pensión del Barrio Sur a principios de 1950 y la de una judía conversa en Toledo, cuando la Inquisición perseguía a los sefaradíes. El replanteo y el acercamiento entre los espacios de lo público y lo privado tuvo en aquel tiempo hitos importantes.
Representante señera de esos territorios, Sylvia Lago (Montevideo, 1932) publicó en 1996 Días dorados, días en sombra, una recopilación de 20 cuentos, algunos inéditos y otros que conmemoran los momentos más significativos de una trayectoria literaria que en ese entonces cumplía 30 años. De contenido político, social, familiar y amoroso, sus ficciones daban cuenta de la conmoción de los años sesenta y setenta –guerrilla, represión, clandestinidad, presos políticos–, la destrucción de un país mitificado, la bancarrota de una clase social, pero también el universo de los afectos y el quiebre familiar. Un mundo desencantado en el que no era posible encontrar imágenes esperanzadas.
VOCES AFUERA. Hay escritoras que viven o vivieron fuera del país por distintos motivos. Alguna regresó a Uruguay, otras encontraron lejos los caminos para elaborar una identidad que respondiese a su nueva situación. Escribían en castellano y en ciertos textos insistían en pensar el país. La de carrera más extensa y relevante es Cristina Peri Rossi (Montevideo, 1941), que reside en España desde 1975, cuando debió exilarse por motivos políticos. En los noventa publicó Fantasías eróticas (1991), La última noche de Dostoievski (1992), La ciudad de Luzbel (1993), El amor es una droga dura (1999). Los temas del exilio, la dictadura y la violencia atraviesan una obra subversiva, que siempre se ha mostrado comprometida con las luchas de emancipación de la mujer y ha frecuentado con éxito la literatura erótica, la estética homosexual, los tópicos del deseo y la libertad.
Ana Luisa Valdés (Montevideo, 1953) fue detenida por integrar en el Mln a los 19 años. Una vez liberada, se exilió en Suecia, donde vivió más de tres décadas. En 2011 regresó a Uruguay. Entre los libros que publicó, El intruso (1990) y El navegante (1993) pertenecen al género narrativo. Ficciones en cuyas atmósferas suele rondar algo inquietante, que mezclan con mirada extrañada lo autobiográfico y el mito, lo real y sus símbolos, la erudición y el humor. La infancia evocada, los comienzos de la escritura y el feminismo son centrales en su literatura.
Carmen Posadas (Montevideo, 1953) dejó Uruguay en 1965, para seguir los destinos de su padre diplomático, y desde hace años reside en España. En Cinco moscas azules (1996), prima la voluntad de describir a la burguesía desde el desenfado. A los cuentos de Nada es lo que parece (1997) les siguió Pequeñas infamias, con el que en 1998 ganó el premio Planeta, con el seudónimo Delmira Ibarbourou. La novela puede leerse en clave de intriga e incluye cierta crítica social.
Silvia Larrañaga (Montevideo, 1953) vive en Francia desde 1975. Se fue con una beca y se quedó, porque en la prensa uruguaya apareció su nombre vinculado a un grupo de izquierda. Ha preferido una opción de escritura no mimética, que habilita lecturas múltiples en textos atravesados por lo fantástico. Escribe con una preocupación metafísica y trabaja obsesivamente temas como la memoria, el olvido y la identidad. Su segunda novela, Intramuros, es de 1997.
DESBORDES Y ENSIMISMAMIENTOS. Al igual que dejar de lado las antologías publicadas durante la década, que constituyen una muestra histórica de temas y autoras, podar diez años mutila o distorsiona el corpus de obras cerradas o en proceso. Durante ese marco temporal, algunas narradoras se apropiaron de géneros que habían sido tradicionalmente “menores”, como la fantasía y la ciencia ficción. A Larrañaga, como a otras autoras, puede ubicársela en más de un grupo; en su caso, el del exilio y el de la fantasía.
Gracias a una beca, Andrea Blanqué (Montevideo, 1959) residió en España de 1981 a 1987. Su primer libro de cuentos, Y no fueron felices (1990), despliega sus principios feministas en la tradición de los cuentos de hadas que parodia. Siguen los relatos de Querida muerte (1993), centrados en la seducción y el poder, con escenas de erotismo violento, y La piel dura (1999), donde la dignidad femenina crece ante el egoísmo y la superficialidad del personaje masculino. Blanqué reivindica la anécdota y el placer de contar.
Pero la autora más representativa es Ana Solari (Montevideo 1957), que en Zack (1993) y Zack. Estaciones (1994) introduce el personaje de un científico en medio de la catástrofe tecnológica, un ser que muta a guerrero y ansía ser libre. Ciencia ficción, road movie, relato de aventuras, huida hacia ningún lugar revelan influencias del cine y la historieta. Ausentes los localismos e imprecisos los lugares, la nota fantástica genera universos de pesadilla. Por esos años también practicó otros géneros en Cuentos de diez minutos (1991), El sitio donde se ocultan los caballos (1996), Tarde de compras (1997), Apuntes encontrados en una vieja Cray 3386 (1998).
Algunas escritoras que luego se destacarían publicaron su primer libro de narrativa en los noventa y fue el único en esa década. Es el caso deMercedes Estramil (Montevideo, 1965), que en Rojo (1996) cuenta un juego de canasta entre amigos. El tiempo parece detenerse y la partida se convierte en un tenso enfrentamiento por el poder. Personajes insignificantes se vuelven piezas de un engranaje alegórico que la autora diseña con distancia y crueldad. Por su parte, Helena Corbellini (Montevideo 1959) relata en Laura Sparsi (1995) la historia de una mujer divorciada que vive con su hijo y, ante el suicidio de una amiga, sufre una crisis. Ambientada en el Montevideo de esos años, incorpora una reflexión sobre la realidad del país. Con esta nouvelle, Corbellini comenzaba un ciclo de ficciones con mujeres como protagonistas.
Las novelas de Marisa Silva Schultze (Montevideo, 1956) se ocupan de vínculos familiares y están atravesadas por problemas sociales. En La limpieza es una mentira provisoria (1997), una mujer reflexiona sobre su vida mientras lava la vajilla. La revalorización del espacio privado y los símbolos de lo cotidiano le permiten encontrar su voz perdida. El escenario de Qué hacer con lo no dicho (1999) es el de la reapertura democrática, los años 1984 y 1985. La autora irrumpe en la intimidad de los que se quedaron, los que se fueron, los que no regresaron, debatiéndose todos en su propio drama bajo el peso de un silencio trágico.
Con intenciones y estrategias disímiles, en Silva Schultze y Alicia Migdal (Montevideo, 1947) existe un ensimismamiento del ser femenino, que se investiga para entenderse. A La casa de enfrente (1988), Historia quieta (1993) y Muchachas de verano en días de marzo (1999) lleva Migdal la tensa maestría de una voz femenina consciente de su género, que en la ardua tarea de pensarse a sí misma reflexiona sobre las emociones, la familia, el deseo, el desamor, la cotidianidad, el mundo. Con sus rituales de la memoria, la identidad y el cuerpo, la originalidad de esta obra fue renovadora en las letras uruguayas posteriores a la dictadura e inició la vertiente literaria que años más tarde fatigaríamos con el nombre de “autoficción”.
PUESTAS EN ESCENA. También con estrategias disímiles, Suleika Ibáñez (Montevideo, 1930-2013) y Marosa di Giorgio (Salto, 1932-2004) consolidaron sus representaciones con puestas en escena sorprendentes. Suleika publicó Retrato de bellos y de bestias (1990), El jardín de las delicias (1991), Experiencias con ángeles y demonios (1993), La hija del molinero y otros cuentos de fantasmas (1998). La exuberancia discursiva de su narrativa se percibe en el lenguaje arcaizante, en la erudición y la sensualidad de las palabras, en la aparición de personajes fabulosos que permiten entrelazar el dato culto y el giro popular. Si algunas de estas marcas dialogan con el universo marosiano, el misterio y la belleza inquietante de la escritura de Marosa deslumbra desde otro lugar, uno salvaje y encendido, que no se parece a nada. Cuando en los noventa pasó de la poesía a la narrativa –Misales: relatos eróticos (1993), Camino de las pedrerías: relatos eróticos (1997) y Reina Amelia (1999)–, su escritura no cambió demasiado, porque en ella el carácter de prosa no desplaza el hecho poético y porque toda su escritura es, de algún modo, erótica. Aunque es verdad que, hasta Misales, la furia sexual estaba algo tamizada y después será salvaje y no tendrá límites porque se multiplicará y engendrará un laberinto infinito y prodigioso.
ADENDA. Este registro apresurado dice tanto de las escritoras como de la época que les tocó vivir. Quien hoy esté interesado puede seguir leyéndolas, para saber qué hizo cada una con lo enteramente suyo.