La discusión uruguaya sobre las fotocopias, los derechos de autor, el acceso a los libros de estudio y a cualquier obra que pueda ser reproducida por formatos digitales tiene un contexto desatendido por gran parte de los legisladores, del Poder Ejecutivo y de la opinión pública. Es oportuno considerar los principales cambios en la industria editorial durante los últimos veinte años para caracterizar, aunque sea inicialmente, la trama comercial del libro.
La idea de que el impacto mayor en el mundo editorial ha sido el libro electrónico olvida una transformación de la industria mucho más decisiva y radical en sus consecuencias culturales. Desde que en los años noventa los grandes grupos de inversión ingresaron al mundo del libro y comenzaron a darle un tratamiento similar al de la salsa de tomate, los electrodomésticos y otras mercaderías de consumo, la industria editorial no ha hecho más que crecer y concentrarse en manos de grandes grupos económicos que al día de hoy digitan la agenda de la mayoría de los libros que se publican y se venden. En pocos años han protagonizado la más extraordinaria concentración editorial desde la invención de la imprenta. Dos megaempresas se reparten la mayoría del mercado hispanoamericano: el grupo Planeta y el grupo Penguin Random House, que también comparte la hegemonía en el mercado anglosajón con el grupo Hachette. En la deriva de inversiones, Penguin Random House pertenece al grupo alemán Bertelsmann, una compañía multinacional de medios de comunicación que es la mayor de Europa en el sector, y en 2014 anunció ingresos por 16.400 millones de euros.
En las últimas décadas estos grupos han comprado la mayoría de las editoriales españolas que durante buena parte del siglo XX crearon catálogos de prestigio, y en Latinoamérica compraron también las principales editoriales nacionales en Argentina, Colombia y México, poniendo fin a una era en el mundo de los libros. Los viejos editores trabajaron con un esquema comercial que benefició la formación cultural de los públicos, a través de colecciones cuidadas y la alternancia de libros de calidad con los bestsellers que les permitían compensar pérdidas y garantizar la rentabilidad del negocio. Ese esquema acabó hace varios años. Los editores han sido progresivamente sustituidos por jóvenes gestores de marketing, encargados de buscar rentabilidad en cada uno de los libros que publican porque ahora manda exclusivamente el dinero, y la manera más segura de ganarlo ha sido siempre adular el gusto del público, abastecer sus deseos y el amplio abanico de sus necesidades, de modo que hoy existe un libro para cada alfabetizado, trate de cómo excitar a una monja, cuidar el celular o llevarse bien con la abuela.
Las grandes editoriales vienen publicando en cada una de las principales capitales latinoamericanas alrededor de sesenta libros por mes, dos libros por día que, naturalmente, apenas leen los editores, a menudo no lo hacen y, cuando lo hacen, suelen omitir cuidados elementales o datos nada menores sobre las escasas reediciones que publican en sus distintos sellos, antes prestigiosos y hoy notoriamente degradados. En el nuevo esquema ha sido significativa la reducción de los espacios para la literatura, que en algunos casos sólo ocupa un lugar testimonial, de forma que por primera vez el mundo de los libros ha dejado de tener una identificación plena con la vida literaria. Hoy se venden muchos más libros que en el pasado, pero leerlos dejó de ser una indicador cultural. Puede argumentarse que todo es cultura, pero la afirmación no puede respaldarse por el contenido de lo que circula en la mayoría de las librerías sin una discusión sobre los valores en la cultura, abandonada en el país desde hace más de cuarenta años.
El nuevo sistema de distribución ha separado las librerías comerciales de las librerías literarias. Las primeras corresponden a las cadenas de comercios que comenzaron a vender los espacios de exposición en las vidrieras, también a las grandes superficies de los supermercados que, en algunos casos, han alquilado las góndolas a los propios grupos. Las segundas pertenecen a pequeños libreros que resisten el embate de los gigantes, como los modestos editores que publican la literatura sin cabida en los grandes sellos. Así que ya no hay posibilidades de concebir el mundo del libro bajo un modelo uniforme y ni siquiera repetir las campañas de promoción de la lectura, cuya asociación formativa ha quedado convertida en una conjetura.
Es comprensible que los vendedores de los grandes sellos no tengan tiempo real de ofrecer a los libreros todas las novedades que publican. Si el libro es comercial el librero le pide 50 ejemplares y arma una pila en su local; si es literario, le pide dos ejemplares, convencido de que devolverá uno. La diversidad de títulos sólo expande su identidad comercial.
Tradicionalmente, las ganancias sobre el precio del libro se distribuyen de la siguiente manera: el librero se queda con el 40 por ciento del precio de los ejemplares vendidos y los demás los devuelve sin costo, el distribuidor con el 15 por ciento, el editor con el 35 por ciento (con lo que paga la imprenta y la producción del libro) y el autor con el 10 por ciento, pero en los países donde el libro tiene precio fijo –en la librería del barrio y en las grandes superficies–, la expectativa sobre el título mueve los porcentajes de ganancia y las financiaciones de pago, que usualmente se tramitan a 90 días. El autor cobra, en el mejor de los casos, cada seis meses, o una vez al año. Gana el 10 por ciento en el mercado hispano, pero en el resto del mundo esa ganancia ha sido escalonada según las ventas y varía de país en país. A modo de ejemplo: 7 por ciento hasta cubrir 5 mil ejemplares cobrados, 9 por ciento hasta los 10 mil, y 10 por ciento arriba de esa cifra. En las ediciones de bolsillo, los beneficios rondan entre un 6 y un 7 por ciento. Un adelanto no reembolsable cubre el primer pago de los derechos de autor hasta la primera liquidación, si las ventas superaron la cifra. Es fácil advertir que sólo unos pocos autores de grandes ventas, sostenidas de libro en libro, pueden vivir de lo que publican.
En este nuevo mapa editorial hay que sumar la llegada del libro electrónico, que tiene un comportamiento diferente en el mundo anglosajón y en el mundo hispano. En el primero, las ventas en formato electrónico alcanzan el 30 por ciento del mercado y la cifra se sostiene sin crecer desde hace varios años. Las plataformas y sitios web forman parte del negocio y se compran, porque las opiniones sobre los libros que los lectores suben libremente son un importante acopio de información y tienen valor de cambio para quienes administran las páginas. Pero en el mundo hispano las ventas electrónicas son irrisorias porque la piratería ha vuelto inviable el negocio. En un año, una novedad vende cinco o seis e-books, porque de inmediato circula en la red, multicopiada. Varios prestigiosos periódicos de Estados Unidos no aceptan suscripciones de América Latina para evitar que sus ediciones circulen gratis en la web. Las diferencias corren por cuenta de las tradiciones y habría que buscar los orígenes en la escisión del mundo protestante y el católico, pero sin ánimos de explicarlas, cabe recordar que en Estados Unidos compran en 100 dólares el derecho a citar un fragmento de otro libro, y que en Alemania, cuando un autor presenta su obra en un acto público, la gente paga entrada y la editorial abona un canon al autor.
A la realidad dispar del formato electrónico en el mundo anglosajón y el latino hay que sumar ahora la llegada de Amazon, el gran gigante que ha terminado con las pequeñas librerías y hasta con las cadenas de sucursales en los países que no tienen un precio fijo para los libros. La llave de Amazon ha sido bajar los precios y hacer llegar los libros a la casa del lector, al día siguiente del pedido. Exterminó las librerías en Estados Unidos, y en Inglaterra sólo quedan unos pocos libreros, además de una sola cadena comercial. Para atenuar la monstruosa competencia de Amazon, desde hace años el gobierno francés subsidia a las pequeñas librerías, interesado en que se garantice una diversidad que amenaza desaparecer porque el reino de Amazon es más voraz que el de los sellos editoriales concentrados. Siempre hay un pez más grande en la lógica del capitalismo. El grupo Hachette libró una dura lucha con Amazon en los tribunales estadounidenses, por los precios y la renta, hasta llegar a un acuerdo secreto a fines de 2014.
Mientras rija en Uruguay el precio fijo de los libros habrá una puerta sellada para Amazon, pero no para el progresivo empobrecimiento de los públicos en manos de una industria concentrada que ha cambiado radicalmente el valor cultural del libro. Lleguen todas las excepciones y matices, incluso los milagros que reúnen la calidad con una buena venta, se trata de una tendencia con una orientación clara que no puede ser ignorada. Cualquier innovación en una ley sobre los libros, en especial la promovida por un gobierno que se predica de izquierda, debería considerar esta nueva hegemonía, discriminar los actores en el mapa, diseñar una estrategia. Atentar contra los derechos del autor no es sólo ir contra un pobre diablo que malvive con una vocación a cuestas, también es desconocer la situación de los pequeños editores y libreros acorralados por las nuevas condiciones del mercado, que todavía apuestan a generar otro valor que el exclusivamente económico. ¿Por qué la diversidad cultural aparece reñida con el comercio? Porque el valor comercial desprecia cualquier otro que no sea la renta, y a falta de más dirección educa –la publicidad y los medios educan más que la universidad y la escuela– sólo en lo que le asegura más renta; lo repite, lo machaca, lo corea, tiene todos los recursos para hacerlo, con la consecuencia nada despreciable de reducir la inteligencia de los grandes públicos.
El fondo del problema se ha hecho invisible en la vasta complicidad de cada integrante de la cadena que necesita ganarse la vida, paradójicamente, en la dirección que lo empobrece. Y frente a todo esto, ¿cuál es la política cultural del gobierno?, ¿cuál el papel del Estado en el mundo de los libros?, ¿cuál el silencio que abre la queja amarga por la pérdida de valores y de sentido en la sociedad moderna?