La Semana de Arte Moderno de San Pablo en 1922 fue el inicio o la consolidación del movimiento modernista en Brasil. La idea central de su pensamiento está en lo que Oswald de Andrade, en su manifiesto, llamó antropofagia. Tomando como ejemplo la forma en la que los tupíes se devoraron al obispo Sardinha y, de manera simbólica, se comieron a la civilización europea para beneficio propio, se planteaba la idea de utilizar a nuestro favor las culturas y el poder del colonizador, comerlos para tener más fuerza, devorarlos para agregar a nuestro cuerpo aquellos componentes que no tenemos y crear algo nuevo y propio. Siguiendo ese ejemplo, desde el propio corazón del mercado hegemónico primermundista Bad Bunny ha creado una potente obra que denuncia los atropellos colonialistas de Estados Unidos sobre Puerto Rico y Latinoamérica toda, lo que permite pensar que quizás algo de lo que planteaban aquellos brasileños y brasileñas en la década del 20 puede seguir teniendo vigencia.
Bad Bunny parece haber encontrado una voz tan propia como en diálogo con otras, profundizada a partir de su disco YHLQMDLG, consolidada en El último tour del mundo y en Un verano sin ti, y expandida en su reciente disco Debí tirar más fotos. Como ya sucedía en X100pre (2018), hay en su trabajo una intención de recuperar el disco como proyecto completo, unidad temática y sistema conceptual, desarmando internamente las propias canciones con cambios abruptos e interludios sorpresivos, lo que lo vincula con la tradición salsera y álbumes conceptuales como Maestra vida, de Rubén Blades. En Debí tirar más fotos confluyen géneros urbanos tropicales como el reggaetón, el dembow y el trap, mientras que la base de sintetizadores y arreglos se acerca al electropop y a las baladas de los ochenta que oscilan entre lo festivo y lo melancólico. A esta mixtura se suma el diálogo con la salsa, la bachata y el bolero, y con la tradición del merengue house hip hop de El General y Proyecto Uno, logrando una nueva resignificación de géneros tradicionales como la bomba, la plena, el mambo y la champeta.
Bad Bunny se reconoce parte de una continuidad musical con la que establece contacto permanente desde sus inicios, aunque en este disco el diálogo con la tradición es más evidente en sus referencias a Rubén Blades, El Gran Combo de Puerto Rico, Willie Colón y Héctor Lavoe, incluyendo directamente boleros, plenas y géneros rurales. Más allá de la mixtura, este nuevo trabajo lo sigue encontrando en el camino del reggaetón, tradición que reivindica desde el desmontaje y la experimentación, creando reglas nuevas y explorando otros rumbos. Se percibe una recuperación del sonido más estridente y nocturno de los primeros artistas del género, como Don Omar, Héctor el Father, Plan B, Wisin y Yandel, y Daddy Yankee; es el reggaetón con el que Bad Bunny creció en Puerto Rico, potenciado a su vez por la presencia del productor Tainy, quien lo acompaña desde X100pre, produjo a muchos artistas de la primera oleada del género y estuvo presente en recopilaciones icónicas y en discos fundamentales como Talento de barrio.
En este disco, además, se recrudece un rumbo no solo en las letras, sino en el concepto que Bad Bunny viene planteando desde hace varios trabajos, ese que estaba esbozado claramente en Un verano sin ti y que termina de plasmarse en este último disco: la importancia de un discurso de denuncia y compromiso ante la situación de Puerto Rico, producto del dominio estadounidense y las consecuencias graves de un colonialismo que atenta contra la identidad, el territorio, los recursos naturales, la economía, la cultura y la política.
El lanzamiento de este disco estuvo acompañado de un cortometraje en el que el reconocido director de cine y poeta Jacobo Morales encarna un personaje que podría ser el Bad Bunny del futuro rememorando un pasado mejor y resistiendo la colonización con el «seguimos aquí» como emblema. Vinculado directamente con el cortometraje anterior del artista, El apagón: aquí vive gente, de 2022, el material llama la atención sobre la gentrificación, el desplazamiento forzado y la pérdida de territorio por parte del pueblo boricua en manos de privados extranjeros.
CONSCIENCIA PARTICIPANTE, RÍTMICA RELIGIOSA
No parecería haber más razón en este disco peleador, introspectivo y de regreso a la tierra que la de quien vuelve al abrazo materno y en ese gesto recupera todas esas cosas de las que verdaderamente estamos hechos. Bad Bunny dice y hace sonar los ritmos como suenan en la calle, en los antros, en las casas de los trabajadores, como todavía suenan en los pueblos, en las zonas rurales. Todo suena conocido, pero nunca del todo: en cada canción hay tantas reminiscencias del pasado como mensajes del futuro. Bad Bunny reinventa y actualiza los géneros desde la misma tradición.
De nuevo la antropofagia: un artista que procesa en su interior todo lo que lo alimentó y lo nutrió y genera algo suyo que es lo mismo pero distinto, amplificado, expandido, infinito. En definitiva, parece ser el intento de un artista por sentirse y asumirse como parte de algo más grande que trasciende el cuerpo, el tiempo y el espacio. Hace tiempo que Bad Bunny viene intentando establecer contacto con los fantasmas. Con el de un Puerto Rico que quizás ya no existe, un país que está cambiando, una tierra que ya no es tangible para una diáspora cada vez mayor. ¿Qué son esos fantasmas? ¿De qué están hechos? El artista parece tirar señales al espacio, enviar documentos de un lugar que está desapareciendo para dejar constancia del pasaje de esa sociedad por la Tierra, como los discos de platino que, a bordo de las sondas Voyager, vagan más allá de la Vía Láctea en busca de vida inteligente como señal de comunicación, pero también como último registro de lo que se fue. Escuchar Debí tirar más fotos es como entrar a una casa en la que hay un abrigo colgado en el perchero que alguna vez fue nuestro y que nos sigue quedando. Y no a través del ejercicio de la nostalgia: esa mirada hacia atrás se vuelve un testimonio melancólico y sensible de un presente complejo, entendido como un territorio en el que un montón de líneas se chocan, se cruzan, se tensionan, se anudan y se bifurcan. Ese gesto, en lugar de cerrarse sobre sí mismo, sobre el propio artista o sobre su obra, expande, vincula, se rebela ante un mercado en el que lo que se impone es el nicho, lo particular, lo individual, y genera un hecho colectivo, histórico y político. Así, lo popular, tan bastardeado por propios y extraños, recupera su valor y es consciente de su potencia.
¿Hizo Bad Bunny el disco del año? ¿Es «El baile inolvidable» la mejor salsa que se ha hecho en la última década? ¿Actualiza lo que implica ser un artista comprometido en un tiempo en el que esa categoría no solo está perimida, sino también desvalorizada por el mercado? ¿Revitaliza los géneros populares tropicales? ¿Se posiciona como el artista pop más influyente de la actualidad? ¿Demuestra que ha construido una voz propia que evidencia que el reggaetón es muchísimo más que la basura enlatada que preconizan los eternos soldados del buen gusto elitista? Sí a todo. Pero, quizás, lo más importante es que Benito Martínez, este boricua de solo 30 años, hizo un disco que se va a volver a escuchar en las casas de los barrios populares, que va a unir a la comunidad en el reconocimiento de una tradición que estaba adormecida por la globalización y que es capaz de quitarnos el velo que nos impedía ver quiénes somos.