Al repasar el derrotero del debate público sobre ese asunto llamado “publicidad oficial”, todo conduce al vacío. Desde 1985 hasta hoy, la cuestión logró fugaces primeros planos frente a alguna discriminación grosera o algún abuso imposible de ser silenciado. El zenit del escándalo se alcanzó cuando los despilfarros y las prebendas durante la segunda administración de Sanguinetti derivaron incluso en procesamientos. Casi siempre el tema quedó circunscrito a la inquietud de algunos medios o periodistas, sin que ningún partido político asumiera en serio la importancia que ese porcentaje de los recursos públicos tiene para garantizar la diversidad de la información y la libre circulación de ideas, consagradas en todas las convenciones internacionales de derechos humanos firmadas por Uruguay. “Más allá o más acá de lo que cada medio crea ser con relación a la sociedad en la que está inmerso, o de las ideas que considere imprescindible defender, es obvio que sólo la suma de ello representa la porción más significativa del abanico ideológico de la comunidad”, escribía Guillermo González, una de las plumas más incansables y didácticas en la materia, hace ya 12 años en Brecha.
Y aunque en los últimos años parece que no se ha llegado a arbitrariedades tan flagrantes como las de los noventa, en el fondo del asunto no se han advertido especiales diferencias entre una administración de izquierda o de derecha, ya que el ninguneo, salvo solitarias excepciones, ha sido básicamente el mismo. Hasta el día de hoy Uruguay no sólo no cuenta con una regulación que establezca criterios transparentes para decidir cómo distribuir la publicidad oficial, sino que no se encuentran datos de gastos globales anuales de toda la administración en ningún lado, ni tampoco ningún ministerio o ente que publique su inversión publicitaria, desglosada por medio, como debería. Todo queda librado a la aleatoria formación que tengan los responsables de avisar.
Una de las fuentes más nítidas en la que buena parte del Frente Amplio ha abrevado ha sido la socialdemocracia europea. Está claro que no en el caso de la publicidad oficial, ni de los variados criterios para regularla. Los países que alguna vez se dignaron a tomar al toro por las astas en este tema comprendieron que el derecho de optar entre una pluralidad de medios es una dimensión más de la libertad de expresión, y por tanto un terreno que excede los vaivenes de un sector privado librado a la jungla del mercado, porque hace al bien común. Han regulado sí a la publicidad oficial, un servicio que los estados pueden utilizar para consolidar su “marca” en áreas abiertas a la competencia, y en el mejor de los casos, para difundir información de interés público (alejemos de nuestra mente los halagüeños y generosos spots que suelen abundar en las campañas electorales –cuando misteriosamente se rompe la chanchita– y pensemos en los llamados a concurso, las licitaciones públicas, o las campañas de prevención). Pero han ido más allá y se han atrevido a multiplicar los subsidios a los periódicos en papel amenazados por la era digital y obligados a reconvertirse, ya que los consideran parte de su patrimonio histórico y ciudadano.
Hasta ahora la sociedad emblemática de esta postura ha sido Francia. Uno de los mojones que marcó la fuerte apuesta francesa por la prensa lo marcó la “liberación” de 1944, pero hay quienes sitúan el apoyo original nada menos que en 1796, cuando una ley dispuso una reducción de las tarifas postales de los periódicos para “fomentar la libre comunicación del pensamiento entre los ciudadanos de la república”. Decía hace bien poco en Montevideo el catedrático de París VII Ignacio Ramonet que en tierras galas “los gobiernos cambian pero esa política no cambia”. Es por eso que la última batería de medidas (que incluye subsidios hasta de un año para que los jóvenes nativos digitales lean prensa y no miren a un periódico con la extrañeza de quien contempla el fémur del último mamut) fue aplicada por el conservador Sarkozy, blanco de las líneas más ácidas escritas por buena parte de los asistidos.
Por más que la casta política se llena la boca con los valores republicanos, el desconocimiento de las dimensiones de un problema que no sólo atañe a los medios o los periodistas es alarmante. La sensación es que los gobernantes se sentirían más cómodos con medios debilitados, directamente cerrados, o con medios adecuadamente oficialistas (cabe preguntarse, por ejemplo, qué función terminó de cumplir la discontinuada revista gubernamental Políticas, financiada por la administración pasada).
Los 30 años de democracia confirman que en este tema específico el sistema político sigue queriendo tener el control discrecional de la situación. No se decide a abrir el camino para una regulación que, por ejemplo, si se aprobara un proyecto presentado por la organización Cainfo, lo obligaría a rendir cuentas, a publicar el nombre de los medios en los que avisa y que impediría a la administración gastar en piezas de autobombo en plena campaña electoral. En lugar de enmendar ese vacío, el actual gobierno acaba de aplicar una medida genérica de reducción del 50 por ciento de las pautas oficiales que, es cierto, no discriminaría entre unos y otros, pero significa una tabla rasa basada en el más chato de los igualitarismos. El que no diferencia entre la prensa (nutriente aún de buena parte de la agenda política) y la tevé (puerta de entrada masiva para la publicidad privada y emisora de populares eventos futbolísticos). O el que no distingue entre medios cooperativos o comerciales. Y no se trata de que no existan experiencias en las que inspirarse, ya que incluso en comunidades autónomas de España o en provincias de Argentina se han aprobado decretos que establecen un sistema de puntaje, por el que se pondera a los medios en el momento de publicitar en función de la cantidad de trabajadores que emplean o los aportes culturales que realizan. Incluso han fijado un orden decreciente de prioridad, que empieza por la radio, sigue con los periódicos y portales, y termina con la tevé.
En Uruguay ni siquiera hay una base legal que obligue a los ministerios a avisar partiendo de criterios técnicos elementales como tirajes o lectorías, y el gobierno, bajo el simplista argumento de reducir un “gasto” que no cuantifica, no calibra, no compara de modo medianamente científico con otros egresos, termina legitimando mecanismos mucho más vidriosos y perversos, como el de la publicidad encubierta bajo el ropaje de periodismo. El viejo y querido publicity ofrecido por el asesor de prensa de turno (por lo general un funcionario de “confianza política” y al que insólitamente se le otorga el poder de manejar fondos publicitarios) para ponderar los grandes logros. Formatos penosos que dependerán del poder de lobby de cada medio o la línea de simpatía discrecional entre los funcionarios y los dueños de las empresas de comunicación.
Las restricciones de trazo grueso son especialmente perjudiciales para los medios de menor porte económico, porfiados en el periodismo independiente. Aquellos que por ser menos amigables con el empresariado no sólo se enfrentan a un menor acceso a la publicidad privada, sino que están más expuestos a la mano invisible de los funcionarios de gobierno criticados. En un país donde el Estado subsidia al turf con 10 millones de dólares anuales porque es una “pasión”, parece un atrevimiento pretender que los gobernantes dediquen su valioso tiempo a comprender la función social que en una democracia tienen el periodismo, y también, por qué no, los medios que no tienen patrón ni están sujetos a ningún poder externo. Ya lo decía el “Gordo” Guillermo: la independencia de la prensa no es sinónimo de desinterés.