—¿En 2020 fue la primera vez que diste un taller de arte en una cárcel?
—El taller se enmarca en un programa llamado PAS (Programa Aprender Siempre), que depende del MEC [Ministerio de Educación y Cultura]. Había trabajado años atrás para este proyecto dando talleres en comunidad, en centros culturales y asociaciones de jubilados. A finales de 2019 me propusieron darlo en la cárcel y no tenía experiencia. El programa se enmarca dentro de la educación no formal y apunta al concepto del aprendizaje a lo largo de toda la vida y los saberes múltiples. En mis talleres puedo manejar todos los lenguajes; el teatro es mi base, pero trabajamos con la palabra, la pintura, la fotografía.
—¿Cómo fue llegar a dar clases allí?
—No tenía ni idea del entorno de la cárcel, más allá del imaginario que uno pueda tener de acuerdo a lo que ve en ficciones o en los medios. Tuve una primera reunión en marzo y sentí que no podía aportar nada, tanto que pensé que no iba a poder y que debía renunciar. Me tranquilicé y me enfoqué en que el miedo no me bloqueara. Y ese primer día ya me pasaron cosas increíbles. Nunca había entrado a una cárcel y me imaginaba los barrotes, un ambiente todo oscuro, las personas haciendo ruidos contra las rejas, feos olores. También iba con esa carga de pensar que como iba a dar un taller de arte nos iban a mandar para nuestras casas, porque de seguro allí tendrían otras necesidades. Y la realidad fue que nos recibieron los referentes educativos, nos llevaron a un salón; uno de ellos era policía y maestro, por lo que tenía clara la importancia de la educación. Pude dialogar sobre mis ideas acerca del trabajo con el cuerpo y tuve resonancias muy positivas sobre lo vital del trabajo de la expresividad para lograr confianza y autorregulación. Luego me llevaron al salón donde íbamos a dar el taller, una especie de gimnasio, un lugar donde hay verde, flores, juegos para los niños. Es el salón más grande donde he dado clases y es un sitio muy importante para ellos, porque allí se encuentran con sus familias. Sé que lo que conozco es un sector de una cárcel particular y que no es la realidad de todas las cárceles, pero fue una transformación del imaginario que tenía.
—¿Los participantes se anotan voluntariamente?
—Sí, ellos se anotan y el área educativa de la cárcel hace la selección, porque tiene un cupo de 20 personas. Una cosa que aprendí es que en la cárcel prima la incertidumbre. En una semana pueden pasar múltiples cosas que hacen que los participantes puedan variar. El cupo se mantiene; si alguno se va, entra otra persona que está en lista de espera. Si bien el taller es anual, cada clase funciona como unidad para habilitar esa fluctuación y que cada taller sea significativo.
—¿Cómo los afectó la pandemia?
—No pudimos empezar en marzo. Pero fue alucinante lo que pasó, porque la pandemia nos exigió buscar mecanismos impensados. No podíamos usar Whatsapp o computadoras, pero sabíamos que teníamos que estar, aunque todavía ni teníamos los nombres de los alumnos. Entonces decidimos escribirles una carta genérica en la que nos presentábamos, contábamos del taller y les preguntábamos cómo estaban pasando frente a la situación de la pandemia. Fue como tirar una botella al mar y cuando nos respondieron fue muy emocionante, fue la reafirmación de que no podíamos no seguir. Es difícil porque hoy en día ya casi nadie escribe cartas y entre los participantes del taller hay muchos analfabetos, pero con la mayoría pudimos sostener una valiosa correspondencia. Luego volvimos, con protocolos, a la presencialidad.
—¿Cómo fue la recepción de las propuestas del taller?
—Muy buena. Trabajamos desde el cuerpo, la acción y el espacio, y enmarcamos que venimos a trabajar, no a jugar o a pasar el tiempo. Nos enfocamos y eso hace que la cárcel desaparezca, logramos construir otra realidad dentro de esa realidad. En los primeros encuentros nos centramos en los vínculos, en mirar al otro. Buscamos incorporar nociones que tienen que ver con lo perceptivo, con lo sensorial.
—Luego trabajaron sobre las palabras y la identidad.
—La identidad fue un gran tema paraguas, un marco general y abstracto. Lo trabajamos en bloques: primero el quién soy, luego quién deseo ser y cómo los otros me ven. Porque la identidad es compleja, es múltiple. También trabajamos con acrósticos con base en los nombres de cada uno, y por cada letra de su nombre tenían que poner alguna palabra que tuviera que ver con su vida. De ahí salieron cosas divinas. Después trabajamos a partir de un texto de Galeano que dice que hay palabras azules, rojas, otras que tienen magia, otras que son dolorosas o misteriosas. Transitamos un lindo camino hacia la simbolización y la metaforización, pero con dinámicas concretas.
—También hicieron el corto Mi lugar en el mundo.1 Utilizaron varios lenguajes, incluido el canto.
—Veníamos cosechando el trabajo de lo escénico en el taller; habíamos trabajado máscara neutra, punto de vista, metaforización del gesto y la mirada del otro. Entonces quisimos participar de un festival de cortos y comenzamos utilizando fotos e imágenes gráficas, entre las que tenían que elegir alguna que tuviera que ver con su vida. La cárcel para ellos es un no lugar, un paréntesis, un lugar sin tiempo, sin espacio. Es un tiempo entre paréntesis.
—¿Ellos lo perciben como un no lugar?
—Sí, totalmente. El tiempo de la cárcel es el no tiempo, un tiempo muerto, como arrancado de sus vidas. En lo que piensan es en el pasado y en el futuro en libertad. El tiempo actual es un tiempo arrebatado; lo trabajamos mucho porque el teatro va en contra de esa lógica. El teatro es aquí y ahora, el presente más presente para estar vivo y vibrante. En la cárcel no tenés intimidad, siempre estás con alguien o vigilado por alguien, así que intentamos compaginar lo colectivo y lo individual. Buscamos saber qué quieren contar, cómo lo van a materializar. Para el corto surgió el canto porque estuvo siempre presente, aunque los talleristas no somos músicos. Hay algo muy potente en encontrarse con la propia voz.
—¿Cómo introdujeron la máscara neutra?
—La introdujimos cuando ya había trabajo previo de corporalidad y espacialidad, confianza, grupalidad. En el contexto carcelario, eliminar el rostro implica muchas cosas. Las primeras fotografías del taller que pude compartir en redes fueron de ese momento, por las políticas de privacidad. Las podía mostrar porque sus rostros no aparecían y eso fue interpelante porque, para mí, ellos ahora tienen nombre, ya no son «los presos». Mi mayor trabajo era cuando volvía a casa. Realmente construimos un intercambio transformador a todo nivel.
—¿Por qué es importante mantener estos talleres?
—Este taller me enfrentó a preguntas que nunca me había hecho, nunca había visto a esa población. Mi medio cercano no estaba vinculado con esa realidad. Cuando compartí las fotos en las redes, estuvo genial la recepción, hubo algo que resonó en muchas personas.
Luego, al evaluar el taller con ellos, lo que nos decían era que habían logrado darse cuenta de que las cosas podían ser de otra manera. Que el tiempo, el mundo, la realidad podían ser diferentes. Eso es muy importante, sacarlos de ese cotidiano violento, represivo, de una ociosidad no productiva y poco feliz.
—¿Continúa el proyecto, se mantiene el presupuesto?
—Tuvimos contacto con Gonzalo Baroni, el director de Educación; participó de uno de nuestros talleres. Fue una muy buena experiencia donde hicimos ejercicios y participamos todos, el grupo y las autoridades que vinieron de visita. En un momento se dijo que los salarios iban a ser recortados y eso es complicado porque todos los educadores somos personas muy formadas y se trata de un trabajo muy duro. Los muros son violentos. Pero, por suerte, los salarios no se recortan y en marzo volvemos con mi dupla a la cárcel de Canelones, con otro grupo. Ya hay un camino sembrado.
1. Los cortos y registros del taller pueden verse en: https://www.facebook.com/Proyecto-Sinestesia-Uy-286325438499700