La sensibilidad social es una estructura emotiva, moral y de poder, incluso estética, que, básicamente, establece lo que está bien y lo que está mal en una sociedad dentro de un contexto espacial y temporal. Ella «se pone al servicio» de los individuos, los grupos y las instituciones como una especie de esquema de inteligibilidad de la realidad social, del comportamiento humano. Ahora bien, la comprensión no es unívoca. Las estructuras son interpretadas, hasta cierto punto, por los individuos –en sus encuadres colectivos– y ello tiene consecuencias concretas en la acción. Así, entonces, la sensibilidad social es una estructura de inteligibilidad del comportamiento humano que, al mismo tiempo, es alterada fenomenológicamente, en determinada medida, por el propio comportamiento humano.
El concepto tiene un vasto recorrido histórico, con diversas nomenclaturas. Se lo puede rastrear en Émile Durkheim y George Simmel hace más de un siglo y en Norbert Elias décadas más tarde. En Uruguay, fue José Pedro Barrán quien aprovechó como nadie la potencia explicativa del concepto, bajo la influencia foucaultiana, en su clásica obra Historia de la sensibilidad en el Uruguay. En el campo de estudio sobre el delito y la criminalidad, se destacan los trabajos de David Garland y Pieter Spierenburg, entre otros.
Una forma de conocer las sensibilidades de una sociedad y su campo de disputa y dominio es a través de la siguiente pregunta: ¿cómo se distribuyen las leyes penales y las políticas de seguridad pública en la sociedad? Otra vía es responder cómo el gobierno y la oposición gestionan las preocupaciones sociales en materia delictiva y hacia dónde canalizan los malestares y ansiedades sociales sobre el tópico en cuestión. De forma concreta, podríamos preguntarnos cómo se administra la vigilancia, el control y el castigo en la sociedad, considerando, de manera interseccional, dimensiones analíticas como generación, género, clase social, raza, etnia, territorio, argot, movimiento corporal y otras tantas. Una de las sensibilidades que brinda respuestas a estas interrogantes se denomina punitiva. Desde el siglo pasado, la sensibilidad punitiva se estructura (no me refiero a su origen) en lo que en el campo de estudio sobre el delito y la criminalidad se conoce como ideología de la defensa social y realismo de derecha. Veamos, grosso modo, de qué se tratan.
La ideología de la defensa social parte de una concepción ideal, teleológica y moral de lo que tiene que ser una sociedad. Creada en Europa en la década de 1940, la Escuela de la Defensa Social tuvo fuerte influencia en América Latina. Un elemento que promovió la Escuela y que se arrastra hasta nuestros días es la desconexión entre la protección social y la falta o hecho delictivo.1 Ello provoca que los etiquetados como «antisociales» –categoría expulsora y meritocrática utilizada por esta perspectiva para llamar a las personas captadas por el sistema de justicia– no sean merecedores de los bienes y servicios estatales, ni siquiera para los procesos de desistimiento delictivo, para una vida digna en la cárcel, etcétera. Inversión social cero, diríamos en estos tiempos de discusión presupuestal. Los antisociales son meros cuerpos desprotegidos, a menudo jurídicamente «indeterminados».2 De aquí deriva una separación directa y concreta, aunque ficticia, extraordinariamente vigente en la politización de la seguridad pública uruguaya. Me refiero a la construcción de un relato por oposiciones binarias, de inclusión y exclusión, que ya nos enseñaba el jurista, filósofo y miembro del partido nazi, Carl Schmitt, con su clásico concepto de amigo/enemigo.3
El realismo de derecha recoge los antecedentes de las teorías de las «ventanas rotas» a partir de un artículo de James Wilson y George Kelling publicado en 1982.4 Sin embargo, los primeros antecedentes se registran a finales de la década de 1960 con los experimentos del psicólogo Philip Zimbardo y los programas de patrullaje policial del estado de Nueva Jersey, en Estados Unidos. El ejemplo paradigmático del realismo de derecha es la política de «tolerancia cero» o «mano dura» de la alcaldía de Rudolph Giuliani en Nueva York entre los años 1994 y 2002. La característica esencial de la teoría de las ventanas rotas es la primacía del orden por sobre todas las cosas, incluso sobre la impartición de justicia y el bienestar económico y más allá de cómo se logre. Esta posición prioriza el fortalecimiento del control y la vigilancia policíaca, así como la organización «normal» del espacio público y la circulación, en detrimento de políticas contra la desigualdad, programas de inserción social, etcétera. La primacía del orden por sobre todas las cosas se detecta cuando respondemos a la interrogante: ¿cómo se utiliza el ejercicio de la violencia por parte de las fuerzas de seguridad públicas? Ello se puede observar en infinidad de objetos de estudio: normas, políticas, procedimientos policiales, etcétera. Por ejemplo, para el caso de las concentraciones de personas en espacios públicos en el contexto del covid-19, podemos acercarnos a la sensibilidad del gobierno con el decreto 114/020 del 31 de marzo de 2020, que facultó al Ministerio del Interior y al Ministerio de Defensa Nacional para evitar y disuadir aglomeraciones y no a las secretarías de salud, educación y social para realizar una labor de mediación extrajudicial. Hasta podría haber recurrido a la mediación judicial, pero no lo hizo. Y así podríamos seguir señalando indicadores que evidencian la primacía del orden (un orden) por sobre todas las cosas.
La ideología de la defensa social y el realismo de derecha son mucho más que dos perspectivas para entender la criminalidad, estructuran la sensibilidad punitiva latinoamericana de las últimas décadas en materia de política criminal. Gestionan el malestar social administrando dolor, de forma desigual y en distintas intensidades. Instalan un estilo de ley y orden en el que el poder soberano se expande desmesuradamente reafirmando el segregacionismo.5
La sensibilidad punitiva es incapaz de desestructurar el poder y alivianar las asimetrías. Reacciona violentamente a la desobediencia. Se radicaliza peligrosamente en su desvelo por lograr la meta imposible de una sociedad ordenada según su estructura emotiva, moral y estética. Más aún en el recrudecimiento de las desigualdades, que es el terreno fértil de la radicalización de las relaciones de poder. La obsesión punitiva es de temer.
Este marco conceptual, aunque breve pero necesario, plantea algunas herramientas teóricas y señales históricas para saber de qué hablamos cuando decimos punitivismo. También es un llamado de atención o, más bien, el planteo de una pregunta de necesaria discusión pública: ¿estamos en la antesala de un nuevo «momento punitivo»? 6
1. Del Olmo, R. (2010). América Latina y su criminología. Ciudad de México, Siglo XXI.
2. Agamben, G. (2003). Homo Sacer. El poder soberano y la nuda vida. Valencia, Pre-textos.
3. Schmitt, C. (1991). El concepto de lo político. Madrid, Alianza Editorial.
4. Wilson, J., y Kelling, G. «Broken windows. The police and neighborhood safety», The Atlantic, marzo de 1982.
5. Garland, D. (2001). La cultura del control. Crimen y orden social en la sociedad contemporánea. Barcelona, Gedisa.
6. Fassin, D. (2018). Castigar. Buenos Aires, Adriana Hidalgo.