En una de sus visitas a Montevideo conversé con Lucrecia Martel sobre lo que uno habla con los argentinos –la turbulenta situación económica, política y social de ese país– y la charla derivó hacia las importantes subvenciones que aplicaban históricamente los gobiernos de su país a la energía. Por ese entonces, la directora de cine argentina –que desde su juventud se había radicado en Buenos Aires– había regresado a Salta, su provincia natal, a vivir en un lugar agreste y abogaba por una acción simple: abrigarse. «Adentro de mi casa ando de abrigo. No sé quién les dijo a las personas que es posible vivir todo el año a una temperatura ideal, calefaccionando o refrigerando nuestras casas y lugares de trabajo tanto como nos plazca. Creyendo no solo que eso es normal, sino que lo merecemos y que lo merecemos barato.»
Austeridad y barbarie, el libro de Mauricio Lima, comparte ese espíritu. No solamente la premisa obvia –que los recursos naturales son finitos y que no le pertenecen a nuestra generación–, sino lo menos evidente: que dicha creencia es –y debería ser reconocida como– extravagante.
«Soy uno de los niños nacidos durante la Gran Aceleración, ese corto período de tiempo desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta los años ochenta donde la humanidad fue propulsada por la energía proveniente del petróleo», relata Lima. «Fue el período más esplendoroso de la humanidad en términos de gasto de energía. En esas pocas décadas, se triplicó la tasa de crecimiento poblacional humano; el PBI global se multiplicó por siete; el volumen de consumo de agua dulce, por cuatro; los viajes en avión, por 1.000; el uso de energía, por cinco; la producción de plásticos, en 200 veces; la extracción de minerales como el cobre y el hierro aumentó diez veces y en 30 veces la producción de cemento. Ninguna civilización de la historia se había expandido y florecido de esa manera en solo 30 años. […] Empujados por el inmenso flujo de energía de los combustibles fósiles, primero el carbón y después el petróleo, hemos construido una civilización gigante, como nunca se había conocido. Sin embargo, me da escalofríos pensar en el precio que pagaremos por eso.»
Pero pese a los escalofríos, el libro de Lima no es apocalíptico, porque lo que menos le interesa es asustar. El autor resulta ser más bien un biólogo que quiere contar lo que sabe y lo que ve, un científico que, a fuerza de estudiar los nexos entre dinámica poblacional, económica y energética, tiene mucho para decir y quiere decirlo a su manera. Empezando, por ejemplo, por el Peñarol del 73, la llegada de Morena al equipo y ese niño feliz que iba al estadio con su primo mientras ignoraba que, en paralelo, se estaba consolidando un proceso de expansión demográfica, de desconexión del hombre de la naturaleza y de un consumo de energía sin precedentes.
Ladrones de cuerpos
Así, Austeridad o barbarie se compone de 13 ensayos independientes con ese hilo conductor. El primero de ellos describe los resultados de la «Gran Aceleración»; el segundo lo dedica a las plantas, que, de pronto, poblaron la tierra; otros abordarán el concepto de Gaia. Todos ahondarán conceptos y recorrerán el globo, de Montevideo a Siria, pasando a menudo por Chile o Argentina, incursionando, incluso en una lúdica ficción especulativa situada en Montevideo, 2270.
A lo largo de estos ensayos, el autor avanza sin miedo en un relato pródigo en epifanías: la constatación de que el hombre actual no es más que un animal carroñero que vive de aquellos seres vivos que, atrapados en el subsuelo, se transformaron en petróleo: «Nos hemos estado alimentando de fantasmas, cadáveres que contienen la luz solar arribada a la Tierra hace mucho tiempo y que, desde ese pasado, nos propulsan para permitir que consumamos el futuro». O que las vacas no son vacas: «Son holobiontes dependientes de las bacterias simbiontes en su intestino que les permiten digerir la celulosa de las hierbas que consumen». No será extraño encontrar expresiones encantadoras –el autor declarando aquí y allá su debilidad por los algarrobos– o pruebas de su amorosa observación de la ciudad de Montevideo –¿cuántas veces pasé yo misma por delante de la estatua del león de Bulevar y Canelones sin darme cuenta de que la presa que tiene a sus pies es un avestruz?
Otros temas pueblan Austeridad o barbarie: el ensayo «Todos somos invasores» bien podría haberse titulado, cortazarianamente, «La continuidad de los desiertos». Y es que una de las ideas que recorren el libro es que el planeta ha empezado a reaccionar a nuestra presencia: sequía, erosión, derretimiento de los glaciares, cambio climático. «Somos viajeros», constata Lima. Y lo que buscamos es esa franja de tierra con una temperatura que la haga habitable. ¿Se imaginan qué pasaría si los 3.500 millones de personas que se verán afectadas por el cambio climático migraran?, se pregunta.
El libro es un gran wake-up call –uno más, dirán ustedes– que nos llama a darnos cuenta de que es mentira la promesa de «los profetas del crecimiento económico infinito, la libertad y la autonomía». Un toque de clarín muy bien ejemplificado por la historia del gobernador de Valparaíso y el agua. Y es que, ante el rechazo de la reforma constitucional que buscaba garantizar el acceso al agua como bien público en la provincia de Petorca –una de las provincias más afectadas por la megasequía–, el alcalde, atónito, expresaba «no reconocer el lugar que habito, porque estamos hablando de cuestiones que son de sentido común». Y esa es, quizás, la mayor tragedia. El hombre que, alejado de la naturaleza, ha perdido por completo el sentido común.
El autor se manifiesta sorprendido de que la noción de crecimiento en la economía no nos parezca ridícula. ¿Qué crece cuando crece la economía?, se pregunta. «Estamos inmersos en un sistema económico cuyo único objetivo es generar excedentes y expandirse, un sistema dual y esquizofrénico que depende de la energía y los materiales que extrae de la naturaleza, pero insiste en considerarlos irrelevantes para su funcionamiento». Y confiesa que a veces le cuesta seguir confiando en un proyecto civilizatorio incapaz de dejar un lugar habitable a las próximas generaciones. Los pesimistas dirán que el ser humano es un caso perdido y que solo se volverá atrás cuando el daño sea ya irreparable. Los optimistas –que a golpes se han vuelto cínicos–les dirán que tienen razón, pero que al menos se alegren en que el recule necesariamente ocurrirá pronto. Por suerte, quedan personas como Lima, cuya respuesta es simple, bella, esperanzada y de sentido común: «Probablemente tengamos que reducir nuestro tamaño y nuestro consumo para vivir de manera más simple, reconstruyendo redes de solidaridad para enfrentar un modo de vida con menos bienes». Una invitación, como diría Lucrecia, a vivir –literal y metafóricamente– más abrigados.