La Provincia Oriental venía de más de cuatro años de guerra. A la insurrección de 1811 había seguido la primera invasión portuguesa y a ésta la recuperación del territorio por los patriotas. Pero hacía rato que éstos batallaban también entre sí. El año 1815 comenzó con una victoria decisiva de los orientales. En el Paso de Guayabos, sobre el arroyo Arerunguá, don Frutos había espantado a los porteños que finalmente optaron por la retirada, abandonando Montevideo a los orientales el 25 de febrero.
Veintidós meses y cuatro días iba a sostener Artigas su dominio sobre toda la provincia. La guerra había significado miles de hombres en armas, apartados de la producción, carneando a discreción, “haciendo cueros” con que pagar sus suministros. “Los ganados eran salario, abastecimiento, botín y represalia”, sintetizaron Lucía Sala, Julio Rodríguez y Nelson de la Torre.
Al norte del Río Negro Artigas mandaba directamente. Al sur lo hacía con el Cabildo gobernador de Montevideo. El 4 de agosto el caudillo precisó a los cabildantes sus tareas más urgentes, entre éstas publicar un bando ordenando a los hacendados que “poblasen y ordenasen sus estancias por sí o por medio de capataces”, sujetando el ganado a rodeo, marcándolo, “poniendo todo en orden para obviar la confusión que hoy se experimenta, después de una mezcla general”. “Los forajidos inundan nuestras tierras”, respondió el 19 el Cabildo, por lo que consideraba “inoficioso” ordenar a los hacendados poblar sus establecimientos. Las autoridades montevideanas ya habían advertido que órdenes como la dada por Artigas al coronel Fernando Otorgués, de “repartir algunos terrenos pertenecientes a la Provincia o a europeos, entre aquellos individuos o familias pobres que quieran cultivarlos”, anunciaba “funestos contrastes y entorpecimientos”. Y la discusión
–apunta Ana Frega en su aporte a Tierras, reglamento y revolución– fue subiendo de tono.
Se ha discutido largamente sobre las ideas que alimentaban a los conductores de la revolución. La historiadora sospecha que por Purificación pudieron haber andado las del jesuita Manuel Lacunuza, quien anunciaba una nueva era en la que los pobres y los afligidos ocuparían un lugar preferente. También las del revolucionario estadounidense Tomas Paine, que denunciaba a la británica Cámara de los Lores como una “asociación para la protección de la propiedad que ellos habían usurpado”.
La cuestión es que el 10 de setiembre don Pepe Artigas puso su firma sobre el “Reglamento provisorio de la Provincia para el fomento de su campaña y seguridad de sus hacendados”. Para “desterrar los vagamundos, aprehender malhechores y desertores” organizaba la policía rural e imponía a los peones la obligación de andar con sus papeletas de conchabo. Para el fomento, entre otras cosas, prohibía a los hacendados carnear ganado que no fuese de su marca, la matanza del “hembraje” y arrear tropas hacia Brasil. Pero lo que lo distinguiría de tantos documentos de ese estilo era que disponía repartir terrenos, “los de los malos europeos y peores americanos”, que eran a menudo los mejores predios, “con la prevención de que los más infelices serán los más privilegiados”, definiendo a los agraciables con toda prolijidad: “los negros libres, los sambos de esta clase, los indios y los criollos pobres”, “las viudas pobres si tuvieren hijos”, prefiriéndose siempre “los casados a los solteros y éstos a cualquier extranjero”.
UN MONOLITO. El último artículo del libro es de Raúl Jacob y describe la última ocasión en que aquel acontecimiento fue celebrado con las galas que acompañan a los períodos redondos. “El sesquicentenario que casi todos festejaron”, se llama.
Aquel 1965 había sido terrible. La peor seca en más de veinte años. La inflación alcanzó el 88 por ciento. Una crisis bancaria barrió con varias instituciones y afectó a numerosos depositantes. Cayó el ministro de Hacienda. En Bella Unión manos anónimas habían incendiado algunos cañaverales. La Unión de Trabajadores Azucareros de Artigas reclamaba la expropiación y cesión de 30 mil hectáreas propiedad de las familias Silva y Rosas y Palma de Miranda. La reforma agraria estaba en boca de todo el mundo.
Ya muy cerca de la fecha (y según notició El Telégrafo “a expresa solicitud del ministro de Instrucción Pública”, el historiador Juan Pivel Devoto) el gobierno resolvió conmemorar el acontecimiento levantando un monolito en las afueras de la ciudad de Paysandú. Fue inaugurado el 11 de setiembre con la presencia del presidente del Consejo Nacional de Gobierno, doctor Washington Beltrán y, por supuesto, de Pivel.
Cuenta Jacob que en su discurso Beltrán recordó que el reglamento otorgaba derechos pero imponía obligaciones, mientras que en el presente todos pedían más salarios y beneficios pero nadie se proponía rendir más ni ceder parte de su lucro, clima que el presidente atribuía a la influencia de ideologías foráneas.
El diario oficialista El País concedió al reglamento un artículo de cuarta columna en su página editorial. “Su anónimo autor no lo asoció a la proyectada reforma de la estructura agraria del ministro Ferreira Aldunate”, comenta Jacob. Sin mentar esa propuesta, francamente sí lo asoció, pero para contraponerlo, el diario que representaba a la otra tendencia del partido de gobierno, el herrerista El Debate.
Lo más interesante desde el punto de vista de la comprensión del reglamento sucedió en las páginas de El Popular, de Época y especialmente de Marcha (semanario al que no le alcanzó la segunda sección, consagrada a la materia, para albergar todo el material recibido).
EL SILENCIO ROTO. Isidoro de María, testigo conspicuo de los años de la revolución, había sostenido que la norma había tenido aplicación muy escasa: “la indiferencia, la desidia y aun la facilidad de los medios de vida para el sustento, por la abundancia de ganado, (…) retraía de pensar en adquirir suertes de estancia para dedicarse al trabajo”, había escrito.
En Marcha Guillermo Vázquez Franco se hacía eco de aquella visión, hasta entonces raramente discutida. El reglamento, aseguraba, “debió enfrentar la indiferencia de los mismos ‘infelices’”. Con suave ironía, en Época, Carlos Real de Azúa cedía el estudio de la efectiva aplicación de la normativa a los “investigadores documentalistas”.
El asunto es que éstos ya habían decidido aceptar el desafío. El primero en publicar documentos que probaban la existencia de numerosas donaciones fue Agustín Beraza, que formaba parte del equipo responsable de la formación del Archivo Artigas. Ariosto Fernández aportó material a la causa, y Huáscar Parrallada, que investigaba en Durazno, encontró una docena de títulos artiguistas.
Pero serían Lucía Sala, Julio Rodríguez y Nelson de la Torre, que en aquel aniversario publicaban avances de su investigación en El Popular y Marcha, quienes terminarían por demostrar documentalmente que el reglamento había tenido lo que Gerardo Caetano y Ana Ribeiro –en su estudio introductorio a Tierras, reglamento y revolución– definen como una aplicación “extensa”.
La explicación del atronador silencio que había envuelto al documento (la publicación de su texto original ocurrió recién en 1967) estaba en otra parte. Durante los innumerables pleitos por la tierra ocurridos a lo largo del siglo XIX, los jueces reconocieron la legitimidad de los títulos otorgados por los españoles, los porteños, los portugueses y los brasileños, así como los de los gobiernos orientales posteriores a 1830. Sólo los títulos artiguistas fueron despojados de todo valor. Así, como escribieron José Pedro Barrán y Benjamín Nahum, “se eliminó como origen de la propiedad al único período histórico que había pretendido crear un derecho nuevo”. Para los historiadores había una razón de peso para ese rechazo: “negar la legitimidad del pasado en ese sentido significaba curarse en salud para el porvenir”.
PARA MAÑANA. Los debates que en torno al sesquicentenario se estaban cerrando de aquel modo no agotaron en modo alguno la materia. Uno de los autores de Tierras, reglamento y revolución, el argentino Raúl Fradkin, propuso en un artículo titulado “¿Qué tuvo de revolucionaria la revolución de independencia?”, una de las cuestiones que parece indispensable despejar. Aceptando que sin duda el artiguismo configuró “la versión más radical de la revolución rioplatense”, Fradkin pregunta sin embargo si, como afirmaba Lucía Sala, aquella había sido realmente “una revolución democrático-radical frustrada”.
Eso sí, como advierte al comienzo del libro que pretexta estas líneas el español Manuel Chust, sea cual fuere la respuesta a esta pregunta, aquel que la intente deberá deshacerse de “la sistemática puesta en duda de la validez revolucionaria del siglo XIX latinoamericano”, que anclada en una “falsa historia comparada” estableció a las revoluciones europeas de 1789, 1848 y 1917 como “cánones de lo que debía ser o no una revolución”.