Cáscara de nuez, el título de la última novela de McEwan, está servido en el epígrafe de Hamlet con que el libro inaugura sus páginas: “Oh, Dios, podría estar encerrado en la cáscara de una nuez y sentirme rey del infinito espacio… de no ser porque tengo malos sueños”. Una cita más que apropiada, porque el último McEwan sirve una historia hamletiana y agrega otro reto no menor: la historia está contada desde la perspectiva de un feto. El que Trudy (la Gertrudis de Hamlet) lleva en su panza cuando junto al tío Claude (Claudio) están tramando envenenar al poeta un poco pusilánime que es John, padre del nonato verborrágico que ofrece su punto de vista desde una cómoda aunque angustiante vida intrauterina. El asunto del feto como voyeur, testigo y detective del crimen que intenta perpetrar su bella madre junto al idiota de su tío (el tío del bebé y hermano de la víctima) nos es dado como un juego o una aventura y, suspensión de la incredulidad mediante, no interpone mayores honduras al lector. Nos es dado muy naturalmente, en un registro de comedia, y con esa misma naturalidad lo recibimos. Lo que acaso sí resulte inquietante es la agudeza intelectual de esa criatura: cultísimo e ingenioso, se esfuerza en perspicaces y ácidas palabras para dar catadura al universo circundante como al mundo con mayúscula, el que presupone o infiere a través de lo que le deja saber el cuerpo materno. McEwan proyecta en su voz algunas sabrosas diatribas sobre el estado del mundo, el de la vieja Europa y el hipócrita Occidente.
La inspiración del asesinato es la inmensa mansión georgiana donde John pasó su infancia, y que Trudy espera heredar tras su muerte. Una mansión de varios pisos, con una nutrida biblioteca de poesía –ya se ha dicho: John es un poeta de segunda, pero un conmovedor y auténtico amante de la poesía; es capaz de recitar de memoria más de mil poemas y además lleva adelante un sello propio, crónicamente en crisis–. Una mansión deteriorada y ejemplarmente sucia, en consonancia con la pestilencia moral de sus habitantes, la pareja que planea el asesinato. John se ha mudado por un tiempo a un departamento y, al menos en el comienzo de la novela, desconoce la relación de su mujer con su hermano y todavía abriga esperanzas respecto de su adorada esposa. A medida que el feto crece en la panza, su voz, no exenta de humor, se va volviendo más incisiva y desnuda al trío en cuestión con bienhumorada congoja en cada uno de sus más delatores detalles, mientras se pregunta de qué lado debe estar y cómo debe incidir en la realidad desde sus restringidas posibilidades. Mientras tanto, vive su vida intrauterina de manera interesada (decide patadas en momentos decisivos, se retrae con asco cuando el tío Claude asalta amorosamente a Trudy) y va acumulando noticias sobre el mundo. Se prueba como un gran catador de vinos –se sabe que McEwan también lo es–, trae a cuento versos buenos, mediocres y horribles, o describe paisajes naturales y domésticos desde ese curioso lugar omnisciente que hace que todo cobre más brillo y verdad, por así decirlo.
También somete a escrutinio el amor de su madre y de su padre por él, y dedica largas parrafadas a desprestigiar al horroroso tío Claude, oscuro agente inmobiliario que en contraste con su progenitor sólo es capaz de canturrear ringtones y propagandas comerciales. Él también se enamora un poco de su madre, como corresponde, y la describe con belleza en precisas y soleadas estampas veraniegas.
Lo cierto es que, lamentablemente para él, lo sabe todo. Lo sabe todo sobre el crimen que se prepara, y el favor de su omnisciencia consigue apenas afectar la realidad. Hay un juego sutil entre los empujes de impotencia y los alardes de bravura en la actitud del personaje. Un personaje que podrá desvelar a la crítica psicoanalítica y sus derredores, pero que en realidad sólo otorga una voz especialmente privilegiada para contar un policial. McEwan se ha de haber divertido mucho con esta historia, un ejercicio literario y un tour de force que es plenamente consecuente hasta la última línea, y que presenta un drama en forma de comedia desde una prosa especialmente culta y cautivante; y virtuosa (se pueden citar momentos magníficos en el soliloquio del nonato). Como ejemplo, vaya este momento de autoexamen existencial: “Mi madre, bendito sea su corazón incesante que chapotea ruidoso, parece estar implicada. ¿Parece, madre? No, está. Estás. Estás implicada. Lo he sabido desde mi principio. Déjame evocar aquel momento de creación que llegó con mi primer concepto. Hace mucho, muchas semanas, mi surco neural se cerró para convertirse en mi médula espinal y muchos millones de neuronas jóvenes, trabajadoras como gusanos de seda, hilaron y tejieron con la estela de sus axones la espléndida tela dorada de mi primera idea, un concepto tan simple que ahora se me escapa en parte. ¿Aquello era yo? Demasiado vanidoso. ¿Aquello era ahora? Excesivamente dramático. ¿Entonces era algo que precedía a ambas cosas y las contenía, una sola palabra forjada por medio de un suspiro o un desmayo mental de aceptación, de puro ser, algo como… esto? Demasiado preciosista. Así que, acercándome más, mi idea era ser. O si no, su variante gramatical, es. Este fue mi concepto primigenio y ahí está la cuestión crucial: es. Nada más. En el sentido de es muss sein. El comienzo de la vida conciente era el fin de la ilusión, la ilusión del no ser y la erupción de la realidad. El triunfo del realismo sobre la magia, del es sobre el parece. Mi madre está implicada en la intriga y por ende yo también, aunque mi papel pudiera consistir en frustarla. O en vengarla, si yo, un cretino reacio, llego demasiado tarde”.