“No es que hayamos generado una revolución ni nada que se le parezca, pero el solo hecho de que nosotros tengamos una presencia casi cotidiana en los juzgados, que insistamos para que se muevan expedientes, hagamos el seguimiento de los casos, preguntemos, ha provocado que algunos integrantes del Poder Judicial reaccionen, presten más atención, den signos de una nueva actitud”, dijo a Brecha la abogada Natalia Jubin, que junto a sus colegas Florencia Retamosa, Silvia Antúnez y Leonardo di Césare, y a Silvia Ocaña en la secretaría administrativa, dan forma al equipo jurídico del Oli (Ejoli), coordinado por Pablo Chargoñia. “Pesadeamos, presionamos, estamos ahí y, bueno, eso se siente”, machaca el muy joven Di Césare.
No todos los funcionarios judiciales colaboran ni a todos el tema les interesa. Lejos de eso, dice Jubin: “No es que sean hostiles, sino que no les importa, simplemente, y lo tratan entre mates y bizcochos, como si nada. En cambio hay otros que se mueven mucho, que son sensibles, colaboran y hacen un trabajo excelente. Están concentrados en pocos juzgados, que son los que llevan la gran mayoría de estas causas, es cierto, pero mientras existan es una gran cosa”.
El hecho de que en setiembre-octubre de 2015 la justicia haya efectuado dos procesamientos (el de Héctor Amodio Pérez y el del capitán retirado Asencio Lucero, en el marco de una causa por torturas y abusos sexuales a 28 ex presas políticas), después de casi tres años de parálisis en la materia –los procesamientos precedentes eran de 2012–, “da cierto aliento y habilita a creer que algo puede cambiar”, apunta Jubin. “Puede que una lo piense como parte del microclima que vivimos. Entre nosotros nos alentamos, nos damos para adelante, es cierto. Igual, algo notamos.” “Cuando empezamos a trabajar todo estaba paralizado”, confirma Florencia Retamosa, que entre las causas que asumió a comienzos de 2015 figura la de un desaparecido cuyo expediente estaba “congelado” esperando la respuesta de un juzgado. La abogada del juzgado había pedido una información al que debía darla. No había comunicación entre ellos. “Hablé con las actuarias de uno, con las actuarias del otro, intentando desbloquear. Se nos va mucho tiempo en ese ir y venir constante que no debería suceder.” “Veremos a fin de año, cuando hagamos el balance y pasemos raya”, confía Natalia Jubin.
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Mientras en el equipo del Ejoli esperan que ese cambio que intuyen se concrete, lo que palpan todavía, de todas maneras, es el déficit. “A mí me resulta muy preocupante que no se haya avanzado más, en realidad que se haya avanzado muy poco en un tema tan emblemático como este. Habla de un déficit democrático muy fuerte en este país: pudiendo avanzar, la justicia no llega”, afirma Retamosa. “Es una batalla contra el tiempo. Se están muriendo de un lado y otro. Las víctimas y sus familiares. Los victimarios, zafando”, observa Di Césare, apuntando a lo obvio, a que el transcurrir de los años favorece a los represores, cuyos abogados multiplican las chicanas y las dilaciones. Actúan como en los años sesenta del siglo pasado actuaban los defensores de “los oficiales nazis en Alemania, reclamando el archivo de las denuncias por la prescripción de la acción penal”, decía a Brecha (8–I–16) Pablo Chargoñia, coordinador del Ejoli. Que ellos lo hagan, sugería el abogado, entra en de la lógica, pero cuando ven las trabas que se les plantean, un día sí y otro también, a quienes quieren hacer justicia, la cosa se convierte en más preocupante.
En su último informe sobre el estado de las causas por violaciones a los derechos humanos como consecuencia del terrorismo de Estado, difundido a inicios de este año, el observatorio relevó la existencia en Uruguay de “173 causas ‘activas’ (en etapa presumarial o sumarial), a las que se les anexan unos 16 expedientes”, y de 74 expedientes inactivos o archivados. Por tipo de delitos, la mayor parte de las causas son por tortura, muerte, privación de libertad, desaparición forzada, detención ilegítima y secuestro, en ese orden. En enero, Chargoñía decía que hasta entonces apenas 22 represores habían sido procesados o condenados. “Sólo un 14 por ciento de los casos de asesinatos de la dictadura tiene un expediente con procesados o condenados. Si se considera a las víctimas de desaparición, los casos judicializados no alcanzan al 42 por ciento. Y si se considera la tortura, el crimen de lesa humanidad que caracterizó a la dictadura uruguaya, que afectó a casi 6 mil personas, el porcentaje es cero”. Cero también es el número de procesados por secuestro de niños. Y cero el de procesados por violencia sexual, ni siquiera en el caso de Asencio Lucero, enviado a la cárcel en abril por la jueza Julia Staricco por “reiterados delitos de privación de libertad” contra 28 mujeres que en 2011 elevaron una denuncia colectiva por torturas y violencia sexual (véanse Brecha 7-VIII-15, 4-XI-11), delitos que no fueron recogidos en la sentencia.
De ese total de 173 expedientes “activos” el Ejoli se había hecho cargo, hasta fines de 2015, de 44, más del 25 por ciento del total, en los que aparecen involucradas 236 víctimas. Leonardo Di Césare dijo a Brecha que a esta altura los expedientes asumidos por el equipo jurídico del observatorio ya deben haber superado los 50.
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Salvo Florencia Retamosa, que tenía experiencia en problemáticas cercanas (trabajó en la ley 18.033 de reparación en derechos jubilatorios a presos, clandestinos y exiliados de la dictadura, y a pedido de Crysol, la asociación de ex presos políticos, ayudó a Pablo Chargoñia en el montaje de algunas causas por desapariciones antes del surgimiento del Oli), ninguno de los otros tres abogados pensó, unos años atrás, que iba a ocuparse de “estos temas”. Ni siquiera tenían antecedentes de militancia de izquierda o progre en sus familias, y, cuando los tenían, ellos mismos los desconocían, por esos avatares de la trasmisión generacional, o mejor dicho de su ausencia. “En mi caso –dice Natalia Jubin, treintañera larga– recién cuando llegué al observatorio me di cuenta de que no tenía ni idea de lo que había pasado en Uruguay en el pasado reciente. No había dimensionado el horror. Sabía de algunas historias, pero lo percibí realmente al leer los expedientes, hablando con las víctimas o sus familiares, o cuando me tocó ver en persona a ‘históricos’ de la represión, como José Gavazzo”, al que conoció en una audiencia en el Hospital Militar, donde el torturador de la eterna sonrisa, que hace unos meses fuera beneficiado por “viejito” con prisión domiciliaria, pasó gran parte del tiempo desde que se lo condenara. Natalia venía de años de trabajo, en el Mides, en “cuestiones ligadas con violencia o identidad de género, otro asunto de derechos humanos en el que hay una enormidad por hacer”, dice. “Pero con esto no tenía vínculo.”
Para Silvia Antúnez, la mayor del equipo, los “antecedentes familiares”, si algo pesaban, era para alejarla de estas temáticas. “Nací en Rocha –cuenta–, en una familia que veía con buenos ojos a la dictadura, y que cuando aparecieron cuerpos de desaparecidos en las costas, en 1976, traídos por las aguas, se tragó de buena gana la versión de los milicos de que se trataba de coreanos que se habían amotinado en un barco.” A fines de los noventa, cuando al ser estudiante hizo una pasantía en el Poder Judicial fue a parar a un despacho cuyo jefe era Raúl Olivera, integrante de la secretaría de Derechos Humanos del Pit–Cnt, militante del Pvp y otro de los actuales coordinadores del Oli, junto a Pablo Chargoñia. Tras trabajar durante años en violencia de género, Silvia se vincula con el Oli a pedido de Olivera. “Es como si hubiera hecho un curso intensivo sobre lo que pasó en este país”, afirma ahora. “Y me di cuenta de que estaba hecha para dedicarme a estas cosas.”
Leonardo di Césare no llega a los 25 años. Al Oli se acercó a principios de 2015, cuando el observatorio firmó un convenio de colaboración y participación con la Facultad de Derecho de la Udelar, de la que todavía era estudiante. “Me interesó esta problemática, sin estar concernido por nada personal y me presenté a la pasantía. Lo que aprendí fue enorme. Mucho no lo sabía”, dice.
Los cuatro coinciden en que poco hace el sistema educativo para desasnar a los jóvenes sobre el pasado reciente. “Los adolescentes de sexto año de Secundaria a los que les doy clase –dice Florencia Retamosa, que también es docente– tienen unos baches gigantescos sobre lo que sucedió aquí hace treinta o cuarenta años, y sobre derechos humanos ni qué hablar. Sobre ningún problema ligado a derechos humanos, de antes o de ahora, se les da nada. Yo siempre les hablo sobre esto, me parece básico.”
Tampoco hay formación “en serio” en derechos humanos en Facultad de Derecho. “Con los años se ha progresado, es verdad”, dice Di Césare, que para medir los avances toma en cuenta lo que sucedía cuando Silvia Antúnez era estudiante (“todavía seguíamos los planes de la dictadura, la temática no existía”), lo que sucedió la década siguiente (derechos humanos se convirtió en materia semestral opcional, Natalia ni siquiera la cursó), y su propia experiencia (materia semestral obligatoria). “Pero igual estamos lejísimos. En la Udelar no hay posgrados en derechos humanos. Si alguien acá quiere hacer uno tiene que ir a Argentina o a Chile”, observa Retamosa. “Cualquier cambio a futuro que uno piense en estos temas tiene que tener una base en el sistema educativo. Hay jóvenes que lo reclaman, que piden que se les dé una formación”, dice Antúnez. Florencia concluye: “Es fundamental que la presión en esto venga también desde la sociedad. Fue la sociedad civil la que impulsó todo lo relativo a los derechos humanos, desde la investigación hasta la búsqueda de justicia. También tiene que ser la sociedad civil la que impulse que el sistema educativo lo asuma desde su perspectiva pensando en el futuro”.
Hablando de futuro, precisamente, ¿cómo se imaginan estos abogados, cuyas edades oscilan entre los veintipico y los cuarenta y pocos, que “estos temas” seguirán cuando los protagonistas de aquellos años “ya no estén”? “Por el momento esa perspectiva no me la planteo. No estamos en eso”, dice Di Césare. “Hay muchas causas abiertas, y esas causas tienen un comienzo y deben tener también un final. No son todas las que deberían ser, pero si se hiciera justicia en ellas ya se habría avanzado mucho respecto a la actualidad.” Ni Retamosa ni Antúnez se imaginan que incluso cuando la biología haga su obra ese pasado, que tal vez haya dejado de ser reciente, deba desaparecer. “Aunque se lo quiera borrar, reaparece. Habrá que ver, llegado el momento, cómo se plantea. En España se están buscando cuerpos ahora, se intentan juicios ahora”, 80 años después de terminada la guerra civil y 40 después de la muerte de Francisco Franco.
[notice]Acompañamiento
A diferencia de Argentina, donde desde el Estado se ha montado un andamiaje institucional de acompañamiento a las víctimas o sus familiares para hacerles más leve el momento de prestar declaración y de eventualmente toparse cara a cara con represores, en Uruguay no hay nada de eso. “Ni siquiera existen protocolos de intervención para que jueces o fiscales sepan los límites a no traspasar”, dice Natalia Jubin. El propio observatorio se ha hecho cargo informalmente de algunas de esas tareas. “Va más allá de lo jurídico, por supuesto. No es nuestro papel asegurar contención, no debería serlo en principio, pero muchas veces es lo que hacemos”, dice. No es raro que los testigos lo agradezcan. “Aseguramos una presencia, y eso es mucho”. Esa presencia ha evitado, por ejemplo, que se repitieran escenas como las que tuvo que padecer tiempo atrás una mujer que denunciaba haber sido objeto de violencia sexual. En cierto momento quedó sola en el juzgado; el acusado se le acercó y le dijo: “cuando quieras podés pasar a visitarme”. “Hoy no ocurriría algo así porque nosotros estamos allí”, señaló la abogada.
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Permanencia
Durante un tiempo que varió según los casos (entre meses y años) los cuatro integrantes del Ejoli trabajaron como voluntarios, sin ser remunerados. Desde comienzos de este año tienen un contrato part time en función de un convenio tripartito entre el observatorio, la Secretaría de Derechos Humanos del Pit–Cnt (que brinda la infraestructura, incluido el local en que funcionan, en diagonal al Iava, y asegura el salario de la secretaria y de uno de los abogados) y la Open Society, que paga el sueldo de los otros tres. El convenio vence en 2017. Si se renueva o no dependerá de los resultados, aunque los resultados, en este terreno, difícilmente dependan de lo que ellos hagan, sino más bien de lo que haga la justicia.
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