Transcurren días difíciles para el centenar de grafiteros del circuito urbano de Maldonado y Punta del Este. Al parecer no importa qué estén pintando, ni dónde, ni cuándo, ni si lo hacen con autorización: ante los ojos de la sociedad, un adolescente o un joven con un aerosol en la mano es un vándalo. Un delincuente que debe ser llevado a empellones hasta la comisaría, despojado de sus herramientas de trabajo y, en ocasiones, humillado. En cambio, si la pintada es propaganda política no se criminaliza. Las brigadas de militantes tienen brocha libre para expresarse en muros y fachadas, incluso avasallando a los propios jóvenes que convocan cuando está en juego una elección.
Es un tema histórico, de democracia, de facilitar el mensaje a sectores que no tienen recursos para comprar espacios publicitarios en medios de comunicación, argumentan los defensores de esta práctica partidaria. Así, en estos días de campaña electoral, hay una doble guerra declarada contra los grafiteros. Por un lado, la que refresca la neoyorkina teoría de las ventanas rotas y exige a las autoridades demostrar que hacen algo contra esos “vándalos” menores de edad, “destructores” de los espacios públicos y la propiedad privada. Por otro, la de agrupaciones políticas cuya acción desata enfrentamientos internos pero, sobre todo, contra esos “forasteros” a quienes, paradójicamente, han silenciado en nombre de la democracia.
“La represión es sistemática”, sostiene la gestora cultural “Pepi” Gonçalvez, otrora grafitera vandálica, siempre defensora de los artistas urbanos, y ahora una suerte de mediadora entre la juventud bárbara y las autoridades civilizadoras de Punta del Este. Según sus cálculos, la mitad de los grafiteros locales ya tiene antecedentes por la ley de faltas. Pero todavía resta mucho para que la humillación, las penas de trabajo comunitario y la imposición judicial de blanquear las pintadas propias o ajenas mellen la rebeldía del infractor. Antes lo aguijonean, lo potencian. Exacerban su ego y lo desafían a enrostrar, desde las paredes, un mensaje evidente de rechazo a un sistema que no le va.
El problema, sostiene Gonçalvez, es “la falta de ámbitos para los liderazgos juveniles, la ausencia de una visión crítica sobre los espacios de una ciudad, las marcas y las corporaciones que homogeneizan y tapan la individualidad, carteles y letreros de los que ejercen el poder desde la empresa o la política… los jóvenes reaccionan porque sienten que no tienen voz”. Y la reacción es escribir su nombre, en todos lados, como esas marcas que intentan tentarlos. “No es una provocación, es una defensa, una denuncia. Esto es ‘yo estoy, yo vivo aquí y con un aerosol de 120 pesos te rompo todo’. Es la expresión visual de un conflicto. Todos los grafiteros tienen un mensaje político y también hay una búsqueda de identidad”, sostiene.
CON O SIN AUTORIZACIÓN. La pulsión por el grafiti suele surgir en la adolescencia. Comienzan garabateando su entorno, la puerta de un baño público, el banco de la escuela, la parada del ómnibus, el ómnibus mismo. Diseñan sus tags en los cuadernos de clases, los ensayan en la pared de su habitación, juntan dinero para comprar sus latas. Evolucionan desde lo más básico. Contra la construcción del imaginario colectivo, en Maldonado y Punta del Este casi todos van al liceo o a colegios privados, consumen Internet y son cultores del hip-hop, corriente callejera nacida en los guetos de portorriqueños y haitianos pobres y desintegrados en Estados Unidos. Son gurises educados y tienen presente los riesgos y consecuencias de la vandalización, aunque a veces no parece: “La gente está cansada de los pibitos de 13 o 14 años que recién arrancan y no saben que hay códigos o no los respetan: no se rayan ni las casas habitadas, ni los edificios que son patrimonio”, suelta el músico Juan Lepori, 26 años, siete de grafitero en Maldonado. Supo ser uno de ellos pero del vandalismo que desplegó por diferentes países le queda poco. Eligió pintar murales, autorizado por el dueño del espacio que usa como lienzo. Cuando descubre un muro o una casa, prepara una carpeta con fotos de sus trabajos y sale en busca del propietario. Lo convence. “Trabajando con autorización, se profundiza en el diseño y en sus colores, hay tiempo para trabajar tranquilo, a la luz del día”, dice, como si eso le garantizara no ser detenido o diera perpetuidad a sus pinturas. “Acá está todo mal. La Policía no diferencia entre quien tiene valores, respeto y pasión de los grafiteros que no tienen códigos. Te ven pintando y no preguntan. Te llevan a patadas, te rompen los materiales y la mochila. Han llegado a pintar a los detenidos con los aerosoles”, denuncia.
No duda de que se aplica la estrategia errada. A la larga la represión dará resultados –quedó demostrado en Nueva York hace más de 20 años– pero la criminalización del grafiti no será una solución inclusiva para los jóvenes ni beneficiosa para la ciudad, coinciden éste y otros grafiteros consultados por Brecha. “Es un viejo problema en el mundo, aunque aquí hay como un auge. La clave es dar muros y apuntar al autocontrol”, opina Lepori. Dicho de otra forma, la gestión cultural del grafiti se presenta como una fórmula menos traumática, más integradora y provechosa para la comunidad. Por ese camino avanza Alejandra Corales, profesora de literatura de utu Maldonado, que rompió los esquemas pidiendo a sus alumnos que diseñaran su acción poética en las paredes de las aulas. Inspirados en Calle 13 y su video Latinomérica, los adolescentes ahorraron plata para pinturas y contrataron a Motes –probablemente el grafitero más vandálico y arriesgado de la ciudad– para que dibujara y mostrara algunas técnicas. La experiencia dejó a los quinceañeros más inspirados para el aprendizaje y reafirmó su sentido de pertenencia a la utu, su identidad. Cuidan que nadie estropee las frases de autores célebres ni la metáfora de una ciudad gris inundada de colores que dejaron en los salones. “Supieron que la poesía, la música y la imagen también son una forma de rebeldía y que, desde ese lugar, pueden comprometerse con sus causas y aportar belleza a su entorno”, celebró Corales.
OTROS ENSAYOS. A pesar de la lógica represiva antes mencionada, algo de lo que dice Corales se está entendiendo en Punta del Este: a unos quilómetros de la capital departamental la estrategia contra el vandalismo es la negociación. De esta nueva relación con los grafiteros es artífice el proyecto Distrito de Arte Urbano, creado a fines de 2013 para valorizar las fachadas de edificios sin uso y promover la convivencia a través del arte. Gonçalvez es una de las fundadoras de este movimiento que va rumbo a su cuarta intervención, en la esquina de las calles 7 y 10 de la península: la primera correspondió al español David de la Mano, quien pintó la facha del ex hotel Palace; la segunda estuvo a cargo del argentino Franco Fasoli (JAZ), quien tomó cuenta del emblemático ex cine Concorde; por último, el venezolano Nicolás Sánchez (Alfalfa) dejó un mural en la ex galería Sur, sobre la calle de Las Palmeras. Con apoyo del Municipio, la Liga de Turismo y empresarios que aportan materiales y logística a los artistas, el Distrito de Arte Urbano sigue la tendencia integracionista consolidada en grandes ciudades del mundo, más incipiente en América Latina. Además, el movimiento trabaja para formar a los grafiteros locales: abrieron un Club de Dibujo en el Centro Kavlin de Punta del Este, preparan otro sobre Caligrafía, dictan charlas para liceales sobre códigos de convivencia artística, y propician “convenciones”, encuentros donde los jóvenes se comunican entre sí y con las autoridades, generalmente a través de la música e intervenciones en espacios públicos permitidos.
Gonçalvez asegura que, gracias a esta movida, bajaron los tags en Punta del Este y muchos adolescentes aprenden a reflexionar sobre el espacio público. La presencia de artistas de renombre evidenció que ser crítico del sistema no impide profesionalizarse, dejar una huella de color autorizada e incluso transformar la actividad en un medio de vida. A su vez, las autoridades muestran una actitud más flexible hacia los infractores. La seccional del balneario, por ejemplo, cuenta con un policía comunitario “experto” en la cultura del grafiti: el agente Wilson Sosa ha invertido meses estudiando el tema para negociar con los transgresores y promover el ejercicio controlado de la actividad. A tal punto llega la empatía, que ya hay autorización para que los grafiteros dibujen las paredes de la Seccional 10 en la península. Claro que no ha aparecido el artista que se preste.
POLÍTICO POR DONDE SE MIRE. El arte participativo, entendido como una herramienta de cambio en las comunidades, es una de las enseñanzas que dejó años atrás el colombiano Jorge Melguizo en su paso como asesor del gobierno frenteamplista de Maldonado en materia de convivencia ciudadana. Tomó el consejo el grupo esteño y, más tímidamente, organismos públicos que concedieron espacios como el muro de la ex Cylsa en ruta 39, la reductora de ute de bulevar Artigas, la nueva pista de skate de parque La Loma. Paradójicamente, en varios casos el colorido mensaje de los grafiteros fue tapado por nombres de candidatos y consignas pertenecientes a sectores políticos de gobierno.
Las ocasiones en que las agrupaciones políticas han cubierto murales y tags, sin considerar la posibilidad de que estén hechas en muros cedidos, son incontables. Tampoco es algo novedoso. Sin embargo, en las últimas semanas la disputa por los espacios más visibles de la ciudad se agudizó, por un lado dentro del Frente Amplio y por otro desde la fuerza política de gobierno hacia los grafiteros del eje Maldonado-Punta del Este. Situaciones que, de no mediar un pacto entre las partes, pintan complicadas.
“¿Qué tipo de mensaje puede dejar una organización política cuando sus integrantes desconocen las normas de convivencia en el espacio de la ciudad? ¿Cuál es el grado de respeto que esta organización tiene hacia los artistas, en especial a estos artistas urbanos que están lejos del circuito comercial y de los espacios de reconocimiento oficial? ¿Qué tipo de diálogo pretende su organización entablar con las nuevas generaciones adeptas al grafiti?”, la seguidilla de preguntas llegó al presidente de la Mesa Política del Frente Amplio departamental, el diputado Pablo “Yuyo” Pérez, en una carta enviada por grafiteros fernandinos a quienes una cuadrilla de jóvenes del Partido Comunista cubrió trabajos días atrás. La intención es que el partido les pague el dinero invertido en balde y, además, sentar bases para una coexistencia “pacífica” en las próximas semanas. Por ahora no lo han logrado. Aferrados a las heroicas pintadas y pegatineadas clandestinas de sus líderes bajo la dictadura, jóvenes militantes despojan de muros a otros jóvenes ajenos a la política. Pero también se enfrentan a otros sectores progresistas.
Nada más efectivo y barato que escribir los nombres de los candidatos ante la vista de miles y miles de obreros, como en la reductora de ute de bulevar Artigas, donde las brigadas taparon espacios cedidos por el municipio a los grafiteros y luego se taparon entre sí. La puja llegó a tal punto que la 1001 de Óscar Andrade y la 738 de Óscar de los Santos hicieron días atrás un pacto de no agresión. Los referentes Hebert Núñez y Pablo Pérez acordaron compartir “muros históricos estratégicos” en lugar de seguir enfrascados en el desgastante me tapas-te tapo. Además, prometieron protegerse mutuamente de las combativas intervenciones de Unidad Popular. “Esto no se había dado tanto en elecciones anteriores. Es impensable que dejen a blancos y colorados y nos ataquen a nosotros. Parece que se sienten traicionados por la fuerza política y nos provocan, desde los muros hasta en altoparlantes de la feria”, admite el edil Leonardo “Tato” Delgado, vocero de Los Pintores del Flaco (De los Santos).
Así las consignas político partidarias y las pegatinas se superponen en los espacios públicos sin otro control que el de las manos autoras. “La actitud de los partidos políticos es más grave y menos cuestionada. Cuando hacés algo político no sos reprimido y estás legitimado. Es como una batalla infantil en la que intervienen todos e invaden el espacio ciudadano y eso está bien visto”, reflexiona Pepi Gonçalvez, también mujer política, del grupo Magnolia (fa). Delgado admite que esas acciones “están legitimadas por la misma sociedad que ve con recelo a los jóvenes grafiteros”, pero lo entiende como “una muestra de tolerancia hacia los partidos políticos. Que son la base de la democracia”.