«Todos los hechos que se van a leer en este manual han sido reales, al igual que los documentos y testimonios citados. Por ello, el autor desea disculparse de antemano por no haber podido expresarse con total objetividad. Efectivamente, si vamos a regresar –solo por medio de la lectura– a un pasado empapado de sangre y de dolor, muy difícil sería exigir al redactor la asepsia de un cirujano. En todo caso, lectora, lector, será su decisión tomar coraje y hundirse en el horror, tratando de salir con las menores salpicaduras posibles. Lo importante es que esas manchas sirvan como necesario recordatorio para que ese horror no vuelva a suceder».
Con esta «advertencia preliminar», comienza el libro que Adrián Grünberg vino a presentar a Montevideo el martes 4 de noviembre. Ese mismo día, por la mañana, el juez argentino bajó de un buque en el puerto. Hacía más de dos décadas que no visitaba Uruguay. Llegó invitado por los departamentos de Historia Mundial e Historia Americana de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de la República, para presentar su libro, en el marco de las jornadas académicas por los 50 años del Plan Cóndor.
El viento del Río de la Plata y los viejos galpones de ladrillos donde funcionó el cuerpo de Fusileros Navales son para él escenarios conocidos, que le llegaron a través de testimonios y legajos de la Armada uruguaya y la argentina. Fue uno de los varios lugares donde la coordinación represiva de las dictaduras de nuestros países operó formalmente, al menos desde 1975 hasta al menos 1981.

En esta entrevista, hablamos sobre su trayectoria como juez en causas de lesa humanidad, sobre su último libro y sobre muchos otros temas que fueron surgiendo en ese entramado. La ocupación de la Facultad de Humanidades por parte de estudiantes, funcionarios y docentes en reclamo de presupuesto hizo que la presentación se trasladara a la Facultad de Derecho. Y el contexto de lucha universitaria también fue texto para la conversación.
—En la presentación del libro contaste que sos juez desde hace muchos años. ¿Cómo fueron tus comienzos en la carrera judicial?
—Siendo estudiante de Derecho, cuando tenía 20 años, ingresé a lo que se llama tribunales, en el último escalón de la carrera judicial. Fui cubriendo todos los cargos administrativos de la carrera. En el año 2009 pude jurar como juez; entré a través de uno de los concursos en que había participado. Al año siguiente, en 2010, inicia el juicio Automotores Orletti, primer tramo. Esos años que ahora parecen muy lejanos…
—Por esos años, en 2009, en Uruguay se volvió a perder un plebiscito que intentaba terminar con la impunidad. En ese contexto, ese juicio Orletti fue muy importante para muchos uruguayos. ¿Qué podés recordar de los sobrevivientes de ese lugar y su participación en el juicio?
—La mayoría de los testigos que tuvimos en ese juicio eran uruguayos, eran la mayoría de las víctimas sobrevivientes.
En aquel momento mi idea, o lo que yo sabía, había leído o escuchado en general, era sobre la represión
de argentinos en Argentina. La represión a Montoneros, al Ejército Revolucionario del Pueblo y a muchas otras personas fueran o no militantes. No tenía una real idea de tantos uruguayos secuestrados en Buenos Aires.
El juicio duró aproximadamente un año y medio, no más que eso. Fue un juicio muy intenso, teníamos audiencias tres veces por semana, y alguna semana eran dos, pero en general eran tres. Empezaban de mañana y se extendían hasta bien entrada la tarde. Para mí, fue una verdadera prueba de fuego, porque era mi primer juicio de lesa humanidad y tuvo una carga emocional muy grande. Era agotador no solo por las jornadas largas, sino también psíquicamente, porque había que escuchar testimonios muy duros.
Entonces, recuerdo mucho las declaraciones de ellos. No en detalle pero sí las circunstancias. Aunque algunos detalles, sí.
—En la presentación de tu libro hiciste un relato sobre la afectación, el impacto que te causó el testimonio de Sara Méndez…

—En ese período, en medio de los alegatos, tuve un preinfarto. No fue en audiencia, fue en mi oficina. Tuve que ser internado de urgencia y me colocaron un stent. Yo creo que eso tuvo que ver con lo que decías sobre el impacto emocional de los testimonios y de todo lo que se escuchaba. Cuando un juez se involucra de la forma en que yo lo hacía, no poniéndose en el lugar de las víctimas, porque no se puede, pero sí teniendo empatía con ellas y con sus familiares, haciéndose carne de lo que escucha, eso pasa factura.
—Y en 2013 inicia el juicio al Plan Cóndor.
—Creo que fue en marzo de 2013 y duró hasta 2016. Fue un juicio de tres años, se extendió un poco más.
En la causa Cóndor había muchas víctimas en común con Orletti y apareció como acusado el uruguayo Manuel Cordero Piacentini. En Orletti había sido mencionado, pero no había estado en el banquillo. En cambio, en el juicio por el Plan Cóndor fue el único extranjero que llegó a ser juzgado. Ya en el marco de Orletti se había pedido su extradición porque Cordero estaba en Brasil, prófugo, y la Justicia argentina reclamó su entrega. La Corte Suprema de Brasil concedió la extradición solo de manera parcial, y autorizó que fuera juzgado por privaciones ilegales de la libertad y torturas, pero no por homicidios, porque consideró esos delitos prescritos. Por eso, en Argentina se lo juzgó no por los asesinatos, sino por las desapariciones forzadas como si fueran privaciones ilegales de la libertad que se prolongan en el tiempo; una suerte de ficción jurídica, porque todos sabemos cuál fue el destino real de las víctimas. Esa fue una particularidad del juicio Cóndor respecto de este represor uruguayo.
Cordero sigue preso en Argentina, aunque desde hace algunos años está en prisión domiciliaria por su edad avanzada y su delicado estado de salud. De hecho, casi todos los condenados del grupo vinculado a Orletti están hoy en domiciliaria. El último en obtenerla fue [el exagente de inteligencia Raúl] Guglielminetti, luego de que un tribunal unificara sus condenas y considerara también su estado de salud. Otro de los involucrados, [el militar Miguel Ángel] Furci, que fue el apropiador de Mariana Zaffaroni Islas, murió hace poco en circunstancias confusas; tenía prisión domiciliaria y, según trascendió, falleció en el marco de una pelea familiar.
—Tu libro está dedicado a Carla Rutila Artés (1975-2017), hija de la argentina Graciela Rutila y del uruguayo Enrique Luca López. Carla fue secuestrada en Bolivia con su madre y apropiada en Argentina por su torturador. Fue recuperada por Abuelas de Plaza de Mayo en 1985, cuando tenía 10 años, y brindó su testimonio en 2010 en el juicio por los crímenes de lesa humanidad cometidos en Orletti y por los abusos a los que fue sometida por su apropiador. ¿Por qué a Carla?
—Es otro testimonio que no voy a olvidar nunca. Me impactó la cara de ella, su expresión de evidente angustia después de tantos años. Y como ella también, a pesar de eso, dijo que poder verle la cara a [el exagente de inteligencia militar] Eduardo Ruffo, sentado en condición de enjuiciado, fue para ella, si se quiere, una reparación.
Al principio pensé en dedicarlo a todas las víctimas. Pero después quise que fuera más personal, elegir a una que para mí resultaba emblemática. Además de sufrir el secuestro y la apropiación y la modificación de su identidad, padeció abusos por parte de su apropiador. Ser encontrada por su abuela le permitió viajar a España y rehacer algo de su vida, tener sus hijos, pero finalmente se enfermó y murió muy joven y en condiciones muy difíciles. Ruffo tiene más de 80 años y está en prisión domiciliaria.
Son esas caras las que se te quedan grabadas. Las tengo guardadas en mi computadora, en alguna foto, en diapositivas, en el audiovisual. Son declaraciones, como la de Sara Méndez, que uno no puede olvidar.
—¿Qué pasa cuando la gente no queda conforme con la sentencia, cuando no se logra condenar porque el acusado muere antes, cuando la pena es menor a lo esperado o simplemente cuando reparar tanto dolor no es posible?
—La justicia ideal no existe. Lo que uno puede hacer, en su tarea como juez, es tratar de acercarse lo más posible a ese ideal según los criterios y las herramientas que tiene. Somos humanos. Y, además, existe el marco legal: el código y las garantías. Por eso hay absoluciones. En Argentina, igual que acá, rige el principio de que ante la duda hay que absolver: in dubio pro reo [si hay duda, se favorece al acusado]. Es un principio muy viejo del derecho penal y, si uno se lo toma en serio, significa que si tengo duda, mi conciencia y mi obligación como juez es absolver.
Eso, claro, tiene costos. Muchas veces me han cuestionado organismos o agrupaciones de familiares de lo que ellos llaman «presos políticos», es decir, los represores. Me han dicho de todo. Incluso llegué a leer que era «el asesino de Videla», porque Videla fue uno de los acusados en el juicio por el Plan Cóndor. Declaró ante nuestro tribunal en mayo de 2013, leyó un discurso, no reconoció la legitimidad del tribunal y a los tres o cuatro días murió en prisión. Después de eso, en las redes empezaron las acusaciones. Pero el rol del juez es ese, aplicar la ley, incluso cuando eso no deja conforme a nadie.
Por otra parte, a veces los organismos de derechos humanos se han quejado cuando en alguna sentencia apliqué una pena menor a la que esperaban o cuando tuve que absolver a alguien porque el hecho no estaba suficientemente probado. Pero eso forma parte del trabajo.
Y no pasa solo en las causas de lesa humanidad. En Argentina también están muy presentes los juicios por corrupción o las causas con fuerte contenido político. En esos casos, venga de un lado o del otro de la grieta, siempre va a haber cuestionamientos. Lo tomo como parte del oficio. Tengo un lema medio cachuzo, que me ha permitido seguir, cumplir mi labor, aplicar la ley: si a la noche puedo dormir y puedo mirar a mis hijos a los ojos, sé que hice lo que correspondía.
—Tu libro encadena hechos documentados y su logro mayor es la claridad; transformar una historia abrumadora en una narración accesible. ¿Tuviste en mente a personas que se acercan al tema por primera vez o que se pregunte qué claves ofrece el pasado para entender el presente?
—Pensaba en un chico o una chica de 20 años hoy. Y me fui a mis propios 20 años. Yo tenía 20 años en 1985, pleno juicio a las Juntas. Y me acordé de que mi padre me hablaba de la época de Perón, del 45. Es decir, en 1985 él me hablaba de algo que había pasado 40 años antes. Y para mí eso era lejanísimo. No se lo decía así, pero por dentro pensaba: «¿Por qué me hablás de esa historia vieja? Eso ya está en los libros, empolvado». Y te aclaro que mi padre era un antiperonista rabioso, pero eso es para otra historia.
Entonces, pensé: hoy puede pasar lo mismo. A un joven de 20 años le hablamos de algo que ocurrió hace 40 o 50 años, en los años setenta y es lógico que diga: «¿Y a mí qué me importa?». Salvo que tenga una historia familiar marcada por eso, o que un docente se lo haya transmitido bien, o que haya visto alguna película, no hay razones para que tenga una sensibilidad especial por ese pasado.
Lo que me pasó a mí a esa edad fue un disparador. Decidí escribir algo que acerque a esa historia, para aportar un granito de arena.
Por otro lado, desde que tengo memoria, más o menos desde los 10 años, escuchaba las historias que me contaba mi tío abuelo sobre la familia y la persecución en la Segunda Guerra y el Holocausto. Mis bisabuelos maternos alcanzaron a escapar a tiempo, pero el resto de la familia se quedó allá… y no sobrevivió nadie.
—¿Y cómo ves el presente de Argentina?
—Doy clase a chicos de 16 años en el Colegio Nacional de Buenos Aires, que depende de la Universidad de Buenos Aires. En estos años hubo muchos paros, muchas marchas, incluso tomas del colegio, y varias coincidieron con mis clases. Entonces, aproveché para llevarles esta misma problemática. Mientras les enseñaba Derecho Constitucional, les decía: ojo que la realidad nos está acompañando… lamentablemente.
Yo les explico derechos y garantías constitucionales: el derecho de reunión, de expresión, de peticionar a las autoridades, de libertad de prensa. Y al mismo tiempo, en Argentina –y especialmente en Buenos Aires–, vimos manifestaciones reprimidas con violencia por las fuerzas de seguridad. Entonces, les digo que esto, y peor, pasó en la dictadura; en ese momento no se podía manifestar, no se podía opinar, había prensa censurada, artistas prohibidos.
Les insisto en que valoremos la democracia y la defendamos, porque cuando se empieza a avanzar sobre los derechos y las garantías, un día nos podemos encontrar con que ya no se puede hacer nada. Que alguien se tiente de cerrar el Congreso de un portazo.
Tengo la convicción de que, en Argentina, si alguien intentara cerrar el Congreso habría una marcha enorme; sería muy difícil que eso pasara. Por ahora esa convicción es fuerte. Pero igual tenemos que estar atentos, porque hay una situación de tensión y algunas cosas que antes parecían impensables hoy ya no están tan lejos. Ya no es del todo inimaginable.
—El epílogo del libro comienza citando un fragmento de un poema conmovedor de Juan Gelman. ¿Por qué lo elegiste?
—Gelman dio su testimonio en el juicio desde el consulado en México, por videoconferencia. También recuerdo los testimonios de Berta Schubaroff, la madre de Marcelo Gelman, a Mara La Madrid y, por supuesto, a Macarena.
En ese pequeño poema muestra el dolor y el sentimiento de un hombre de más de 80 años, que todavía llevaba dentro ese vacío de esperar a un hijo que sabe que se lo arrebataron. Es devastador el sentimiento de seguir esperando que, alguna noche, vuelva.
En el epílogo también planteo lo siguiente: ¿qué pasaría si hoy, en democracia pero bajo un gobierno autoritario, alguien dijera «nos vamos a llevar a diez, a 15, a 200 o a 30 mil de sus hijas, sus hijos, padres, hermanos o hermanas»? ¿Nos quedaríamos callados, diciendo «no te metas», bajando la voz para que no nos vean? ¿O tendríamos el coraje de salir a la calle, protestar e impedirlo?
Ahí entramos en algo más profundo, que tiene que ver con la condición humana. Pero igual creo que siempre existe la posibilidad y la responsabilidad de ubicarse en el tiempo que a uno le toca y ser solidario con el otro, de comprometerse no solo con el presente propio, sino con la suerte de los demás.




