Signosis: los peligros de la prosa Jean Vernier - Semanario Brecha
Secuelas del premio Juan Carlos Onetti

Signosis: los peligros de la prosa Jean Vernier

Reflexiones después de haber sido jurado de uno de los certámenes anuales más importantes de la literatura nacional.

↑ Juan Carlos Onetti Archivo Brecha

Si algún lexicón registrara el sustantivo signosis, es probable que este sirviera para designar una especie de peste: la inflamación morbosa del signo.

Recién entrada la segunda mitad del siglo pasado, en una época no tan hospitalaria para los anglicismos, algunos de los que concurríamos a las matinés del Monumental Cine Olimar (un edificio anguloso, como una locación de la serie Mad Men o una ilustración de Life, con mosaico constructivista en el hall) llamábamos signosis a las sinopsis de las películas que se estrenarían próximamente en las mejores salas. Sospecho que no éramos solo los niños los que llamábamos así a lo que ahora se conoce como tráiler.

Esta nota se trata de eso. Es, por un lado, un homenaje a aquel cultismo o neologismo fallido: daré alguna noticia de lo que se publicará próximamente. Y, por otro lado, es un servicio o una advertencia a la comunidad literaria acerca de la necrosis de la prosa que (pese al esplendor de tanta literatura de precisión que ha circulado en la Galaxia Gutenberg y fuera de ella) sigue infestando páginas promisorias. Todo se relaciona con mi trabajo reciente como jurado de la categoría Narrativa del premio Juan Carlos Onetti. Entonces, es probable que estas líneas no solo sean la anticipación de algunas buenas nuevas para los lectores, sino una purga curativa del inevitable envenenamiento producido por leer tanto en tan poco tiempo.

LO QUE VENDRÁ

Próximamente, en los escaparates de las librerías del país (y quizás en alguno de esos negocios que ofrecen peluches, juegos de mesa y útiles escolares) aparecerán, transformados al fin en libros por algunas editoriales nacionales, las obras premiadas y mencionadas en el concurso de la Intendencia de Montevideo. Una de las menciones fue para Ascensores, de Paula Curbelo. Es una colección de cuentos tensos, como si fueran hechos de una materia muy concentrada y exacta: una escritura apta para la verosimilitud de alta definición. Los puntos de vista, y los mundos –o el mundo– que se esbozan a partir de ellos, son siempre femeninos. Siempre hay el eros de una mujer joven resolviendo alguna peripecia a la vez inaudita y realista. Quien lee algo de autor desconocido inventa conexiones con algún espacio familiar. Cierta realización eficiente del realismo sucio, las noches y las músicas de Montevideo me hicieron pensar en Natalia Mardero en una modalidad más espesa y oscura. Cada cuento es como un episodio de bildungsroman o –mejor– como una viñeta de cómic autobiográfico y algo discontinuo, creado por la dibujante más talentosa del fanzine.

La otra obra mencionada fue la novela breve Temporada de ballenas, de Tamara Silva Bernaschina. Esta vez la narración no funciona según el impacto clásico de la linealidad, como ocurre en Ascensores. Tamara Silva consigue una especie de irradiación o atmósfera: algo como un flash sostenido. Su escritura apacible está afectada sutilmente por una falla (en el sentido sismológico) poética. Por un lado, es como si Morosoli hubiese regresado convertido en una muchacha del siglo XXI: hay una fabulación extrañada y morosa que se arma según la velocidad mínima de ciertos personajes antiheróicos y minuanos. Por otro lado, ese mundo está intervenido por una forma de la imaginación que proyecta relaciones narrativas (o poéticas) insólitas pero necesarias. Hay, por ejemplo, un vínculo verosímil entre ese mundo mediterráneo y árido de las canteras de Lavalleja y los sonidos hipergraves que emiten los rorcuales titánicos.

Las chicas doradas, de Manuel Soriano, que mereció unánimemente el primer premio, es una novela grande y ágil: un artefacto literario del tamaño de los pesos cruceros. Es una confabulación de formatos heterogéneos que muestra las operaciones o dispositivos de ensamblaje sin perder eficiencia ni impedir que el lector –si puede– se abandone inocentemente a la inventio. Creo que Soriano no intenta una fusión o una maniobra de metabolismo antropofágico, sino una especie de usina narrativa en la que el lector –otra vez: si puede– ve la co-operación sorprendente de formas y contenidos desencontrados. Las analogías mecánicas son más apropiadas que las orgánicas para describir este libro. Aquí comparecen algunas de las modalidades de ficción que el aparato crítico pop –sin cuidarse mucho de la tradición clásica– ha instituido como géneros: el policial de serial killer y la distopía orwelliana de panóptico tecno. Pero también se entrecruzan la vieja novela de la tierra (con su calor, sus comunidades subalternas y sus territorios intervenidos por la lujuria de las corporaciones imperiales) y una puesta en abismo del culebrón televisivo latinoamericano y su simulacro de glamour terraja. Si todavía me gustaran las series, también me gustaría que se hiciese una con Las chicas doradas. Tal vez porque hay aquí un aire caliente parecido al de la primera temporada de True Detective. También es verdad que no me gusta el título. Le queda chico a la novela y a una fascinante heroína rota, que fuma sin parar y de la que duele despedirse.

SINOPSIS DE LA SIGNOSIS

Si cuando tenía 20 años me hubiesen dicho que alguna vez me iban a pagar por leer cuentos y novelas, habría vivido con más ansiedad o entusiasmo. Mientras zapaban, Troilo le dijo feliz a Grela: «Y además nos pagan por esto». Descubrir libros como los que acabo de reseñar y poder –si algún editor quisiera hacerme caso– recomendar otros que no pudimos premiar justificaría del todo una declaración parecida a la de Pichuco. Pero ninguna alegría es tan radical, y también es cierto lo que escribió Lezama: «Todo puede llegar a la grandeza, pero todo es una miseria. ¡Qué le vamos a hacer!». De todos modos, a mis sesenta y pico, perdida ya toda inocencia, comencé a leer con curiosidad. A veces abrumado, por la acumulación y el apuro, me esforzaba en no hacer como ciertos profesores o enfermeros exhaustos que dedican relámpagos de odio a los estudiantes y a los pacientes. No debía detestar a los colegas. Pero pronto empezaron a pulular frases como las que ahora copio: «Con la finalidad de dirigirse a su habitación decidió darle un vistazo al cuarto de su progenitora […] El frío de la noche invadió sus fosas nasales […] Los contendientes iban perdiendo sus capacidades pugilísticas a medida que avanzaba la noche […] Se miran un instante. Algo en los ojos de aquella mujer imanta los ojos verde esmeralda del muchacho».

Estos enunciados son partes de textos diferentes; algunos figuran al principio, otros en el medio y otros tantos al final de la larga lista de obras presentadas. Cuando me encontré con las primeras muestras, pensé en una peste que el dios epónimo del concurso municipal solía deplorar: la literatosis. Me acordé también de un epílogo de Ángel Rama a una novela del mismo Onetti en el que se condena el uso de floripondios por parte de escritores nacionales que no son Onetti. Pero todo esto no era exactamente afectación exuberante. Y creo que la frecuencia de sus apariciones me permite alertar sobre un síndrome del que ya deberíamos habernos desinfectado: «Surgía cierta velada gratitud a la ignota señora que barría consuetudinariamente las veredas del lugar […] y están tan caros que para nosotros con los magros ingresos que percibimos, se nos hacen imposibles […] Aquella mañana primaveral se presentó luminosa […] Hoy tuve que venir a Carmelo para concretar el negocio de una automotora […] Luego el deterioro cognitivo pasó la cuenta a sus ochenta y tantos años […] en su nuevo hábitat comenzó a llevar una rutina sencilla […] me pidió que la acercara a su domicilio en mi automóvil […] me sorprendió gratamente […] vasta trayectoria».

Me acordé entonces de «La marquesa salió a las cinco» y de los endecasílabos que Borges y Bioy atribuyen (sin poder aguantar la risa) a la señora María Raquel Adler: «Luego por circunstancias económicas/ tuvimos que mudar de domicilio/ y abandonar la casa que mis padres/ habían adquirido en calle Oruro».

Al principio se me ocurrieron metáforas tremendistas y epidemiológicas para dar cuenta de esta bacteria resistente de la escritura o carcoma notarial de la prosa, generadora de una necrosis textual capaz de arruinar fábulas y aun estructuras atendibles. Ocurre que quienes incurren en esta clase de jerga acartonada no escriben mal por descuido o negligencia, sino deliberadamente. No sé por qué –tal vez por defecto– los imagino varones. Van hacia la literatura como a un cumpleaños de 15 o un casamiento: enfundados en un atavío económico y correcto, acaso nuevo, comprado en Jean Vernier. Ese traje de confección (como dirían mis tías) o prêt-à-porter (como dirían las revistas que leían mis tías) vuelve tiesos a los que los usan para ocasiones especiales, creyendo a veces que están siendo elegantes o atractivos.

Es probable que, como ha ocurrido con las artes visuales, el campo literario esté camino a ser un indeterminismo caótico. Creo que eso ya se ha consumado en el caso de la poesía, que –así lo quería la finada Susan Sontag– no se puede interpretar ni, sensatamente, someter a una atribución de valor. Es posible que lo mismo ocurra con ciertas modalidades de la novela, «el más acabado producto literario jamás inventado», según mi amigo Martín Bentancor. Dicho de modo más verdadero y más modesto: yo no sé muy bien qué será la literatura. Pero estoy seguro–y lo declaro como humilde servicio a la comunidad– de que la literatura no es la prosa Jean Vernier.

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