«Qué peinado», dice el Cuchi. En medio del homenaje que le estaban haciendo en Badía y Compañía, se permite tomarle el pelo al conductor en una de las emisiones más celebradas de la televisión argentina. Toca con el Chango Farías Gómez, evoca la historia de sus canciones, escucha a Chany Suárez, bromea con todo el mundo. Es el invitado ideal. Gustavo Leguizamón está a sus anchas, pero verlo en el prime-time es como estar adentro de un sueño. No sólo porque nunca se incorporó a la lógica de los medios, sino porque este registro lleva 35 años guardado bajo siete llaves. El archivo es el núcleo de Creando la tierra: el flamante documental de Claudio Koremblit dedicado a la vida y la obra del Cuchi. Una historia que arborece hacia arriba (está el testimonio de sus cuatro hijos y el de sus discípulos) y hacia los costados (están su viuda, el Chacho Echenique, Hilda Herrera, Manolo Juárez), pero que se entierra en el corazón de Salta. «Vieras qué lindo es andar en una calle perdida y que pase un chango silbando tu zamba –dice el Cuchi–. La mayoría de las veces lo paro: —¿Qué estás silbando? —No sé, señor: una cosa que he oído en la radio.»
Leguizamón nació el 29 de setiembre de 1917. Las ramas de su árbol genealógico se pierden en la galería patricia del Virreinato del Alto Perú, pero su casona familiar no era precisamente aristocrática. De su madre, la maestra María Virginia Outes Tamayo, el Cuchi heredó tres cosas: el canto de los pájaros, el gusto por los libros y el apodo. Su padre era un contador público que tenía berretines de melómano. A los 2 años, por ejemplo, le regaló la quena con la que aprendió a tocar algunos fragmentos de El barbero de Sevilla. Esa operación (digamos, un aria interpretada por un instrumento ancestral de los Andes) cifra algo de su destino. Estrábico y delgadísimo, el Cuchi acompañaba a su padre en sesiones de discos que se podían prolongar hasta tres horas. Cuando el niño creció y anunció que quería estudiar Derecho, el contador se ofendió: «Vos estás loco; si sos músico».
A fines de los años treinta, Leguizamón se instaló en La Plata. Así, mientras rendía materias como Derecho Romano, de noche atendía la vida joven de la ciudad universitaria. Afianzó sus rudimentos del piano y se presentó en los auditorios de las radios. Con el título bajo el brazo, regresó en 1945. Salta estaba lista para el big bang. Arremolinadas por la fuerza centrífuga de la zamba, las células del boom folclórico comenzaban a orbitarse. En la alta madrugada de la bohemia, Leguizamón hizo estragos con poetas y músicos como Raúl Aráoz Anzoátegui y José Juan Botelli. También con los Dávalos. Un buen día conoció a un muchacho de Cerillos que se ganaba la vida como redactor en El Intransigente y ya tenía un par de poemarios publicados. Se llamaba Manuel Castilla, pero le decían el Barbudo. Leguizamón le admitió, con una sonrisa, que su padre tenía razón.
Para ganarse la vida, comenzó a dar clases de historia en el Colegio Nacional de Salta y muy circunstancialmente ejerció como abogado. No daba ni siquiera el physique du rol. Leguizamón caminaba con los pulgares en los bolsillos de su chaleco, pero sus devaneos eran musicales. O amorosos. Acaso gastronómicos. Sus gafas oscuras le daban un aire cosmopolita, aunque estaban prescritas para mantener a raya su problema con la vista. Paradójicamente, desarrolló un extraordinario sentido de la observación que quedó sujeto a la comedia («Con Manuel eran tremendos para poner apodos», recuerda Sara Mamani) y a los avatares de la estética. «Las tradiciones no son las costumbres envejecidas, algunas de ellas estúpidas, sino las que se conservan por ser útiles y beneficiosas para todos –decía–. Me gustaría que los que consideran que andar con ropa de gaucho es ser más auténtico anduviesen con poncho en el verano, así, cuando la cabeza les transpire, se darán cuenta de que la tienen.»
En algún punto de 1954, registró su primera composición («Lloraré») y escribió la «Zamba de los mineros» con Jaime Dávalos. Al año siguiente, inauguró su relación con Castilla publicando la «Zamba del pañuelo». Gran escuchador de Satie, Bartók y Duke Ellington, el Cuchi fue desarrollando una forma cubista de pensar la música del noroeste y convirtió su piano en un instrumento casi rural. Aliado con los poetas de La Carpa, Castilla hacía una prueba imposible: sublimaba el paisaje, pero evitaba el folclore for export. Los tipos, sin embargo, no trabajaban in asbtracto. Si bien usaban esos artificios, manejaban una idea de la canción necesaria, una manera de nombrar su mundo. Hicieron canciones para el zorro, para un boliche, para una mujer que recogía flores de alfalfa. Ateos y dionisíacos, también le cantaron al vino, al duende, al mero ocio. Con nombre y apellido.
Una noche de marzo de 1967, hicieron lo de costumbre: cenaron en la casa del panadero Juan Riera. Alrededor de la mesa, entre el vino y la carne asada, se apiñaban los regulares (Perecito, el peluquero Ernesto, etcétera) y dos comensales nuevos. Promediando la velada, Patricio Jiménez y el Chacho Echenique cantaron su lectura de «Pastorcita perdida». «El Cuchi todavía no era una leyenda –dice Echenique–. Nosotros cantábamos alguno de sus temas, pero en esa época ni se mencionaban los nombres de los autores. Esa noche lo importante fue la espontaneidad. Era verdaderamente un personaje y estaba en su hábitat: nos matamos de risa. En algún momento pegó un gritó: “Eso está lindo, ¡pero hay que trabajarlo!”. Se ve que le gustó mucho el paisaje de las nuestras voces.»
Dos días después se reunieron en la casa de Leguizamón y comenzaron con los ensayos diarios. Motivados por la dinámica del dúo, el Cuchi y Castilla registraron la seguidilla de zambas, cuecas y bagualas que componen el núcleo indivisible de su obra: «El silbador», «Zamba de Lozano», «La arenosa», «La pomeña», «Zamba de Argamonte», «Cantora de Yala». El equilibrio era delicado: el barítono de Jiménez como cable a tierra, el contratenor del Chacho surcando el aire. La baguala dormida dentro de la zamba. A su modo, era una respuesta crítica al boom. A diferencia de los grupos que dominaban la escena (Chalchaleros, Fronterizos) e incluso la figura épica del solista (Cafrune), la plataforma estética del Dúo Salteño tensaba la cuerda armónica. «En medio del ensayo decía: “Vamos a tomar un recreo” –recordaba Jiménez–. Entonces ponía Schönberg, Béla Bartók, Stravinsky… ¡y nosotros bostezábamos que daba miedo! No habíamos escuchado nunca esa música. Pero después decíamos: “Chacho, ¿has visto que esos acordes de Stravinsky son parecidos a los que está haciendo él en tal lugar?”. Así fuimos empezando a vincular todo.»
El Dúo Salteño lanzó su disco debut, tocó en Cosquín y, para comienzos de los setenta, protagonizó un ciclo en el hotel Bauen que conectó a Leguizamón con músicos como el Mono Villegas y Manolo Juárez. La aventura se disolvió con la escalada de la violencia política, pero dejó tendido el circuito alternativo que creció con el regreso de la democracia. Desentendido del mercado, la circulación de su obra quedó estrictamente en manos del pueblo y de los artistas: un desafío tanto para los festivales como para todo el folclore de proyección donde es posible rastrear su influjo. El folclore de los «jazzeros con culpa», diría un colega. En su propio crepúsculo, Leguizamón era ciudadano ilustre, pero vivía con una jubilación modesta. Tenía el piano desafinado y estaba confinado a una silla de ruedas. Sus modos de enfant terrible y su semblante de Lucifer provinciano, sin embargo, seguían dando pelea. «A la vejez no me queda más que hacer música hasta que me toque pulsear con la nada –decía–. Y le voy a ganar a la nada porque ella estará allí en lo suyo, y yo estaré silbando alguna cosa.» Cabe preguntarse por el autor de esa melodía final. ¿Lo habrá parado en la calle?