Los avatares de la existencia –léase la atención que en la época merecía el sexo femenino en cuanto a inquietudes que trascendieran la maternidad o tomar los hábitos– hiceron que ni siquiera sus propios padres, pendientes de la admiración que despertaba el hermano de Nannerl, realizacen el menor esfuerzo para que la jovencita lograse expresar y desarrollar aun más sus inquietudes. Tales inquietudes sí fueron en cambio apreciadas, al menos en los comienzos, por el mismísimo delfín de Francia, aunque eso es materia de otra historia que la película de René Féret también se encarga de aludir. Corría, claro está, el siglo XVIII, el futuro rey todavía no se había casado con María Antonieta y nadie en Francia había oído mencionar la palabra revolución. Interesante personaje femenino entonces, con todos los reflejos de tiempos dignos de ser retratados por un cine que busca entender el presente echando una ojeada a un pasado significativo.
Las presumibles buenas intenciones de Féret con respecto a todo lo que antecede, si bien se esbozan al plantearse personajes y asunto, no llegan, en cambio, ni en la menor medida, a cobrar forma. El hombre dispuso de todo lo que un presupuesto más o menos generoso puede aportar en cuanto a lugares –y palacios–, vestuario, pelucas, acompañamientos musicales y un elenco bien dispuesto. Y tenía, por cierto, una anécdota que no necesitaba otra cosa que alguien que la supiese desgranar. Ese alguien no era Féret, por desgracia. El realizador confunde aquí los términos corrección y control con monotonía y aburrimiento al empeñarse en hacer hablar a sus personajes en un tono uniforme que no permite a los intérpretes traslucir la alegría, la tristeza, la disconformidad o la desesperación que lo que les sucede les debería impulsar a reflejar, una decisión que empuja a la platea a esperar que por algún lado se insinúen conflictos que, en definitiva, ni siquiera asoman con el peso que debieran. Al término de la proyección, un par de carteles se encargan de informar al espectador qué le sucedió finalmente a la figura del título y a algún allegado. En esas breves líneas, valga la ironía, alienta un espíritu de concreción en cuanto a hechos dignos de interés, que el trabajo de Féret no consigue nunca incorporar. Por el camino, quedan la citada buena disposición del elenco, la banda sonora que, además de los temas del propio Mozart, incluye composiciones actuales de Marie-Jeanne Séréro, la cuidada ambientación y la atenta cámara de Benjamin Echazarreta, méritos todos que no alcanzan a cubrir la sensación de vacío que produce en el destinatario una historia que apenas se insinúa.n
Nannerl, la soeur de Mozart. Francia, 2010.